jueves, 28 de febrero de 2008

Caminante: no hay camino




Esta entrada va dedicada a David, con todo mi amor.

Cuando me enfrenté con la ardua labor de iniciar un proyecto de tesis relativa al desplazamiento, comencé por leer y por practicar lo que dicha lectura narraba. Como todos saben, no hay cosa más difícil que el comienzo, al menos, en proyectos de esa índole. El libro era Wanderlust de Rebecca Solnit. Mientras lo leía, comencé a hacer lo que era objeto del libro: caminé a la espera de que arribaran la serenidad, la destreza, la soltura y la creatividad necesarias para emprender el reto. Caminaba, sobre todo, por los parques de Chimalistac, por Coyoacán. Fue en esas caminatas donde me percaté de un hecho, aunque obvio, digno de mencionar. Las mamás caminamos mucho. Caminamos a la tienda de abarrotes, a las guarderías. Caminamos el espacio que queda entre nuestros automóviles y la puerta de la escuela. Muchas caminan hacia el trabajo, otras dividirán sus caminatas entre los tantos vehículos que deben abordar para llegar con prontitud a múltiples lugares.

Yo tengo la fortuna, entre muchas otras hasta ahora, de caminar por placer. Últimamente camino, sobre todo, para pasear a mi perro y acompañar a mis hijos, o para rentar una película o comprar un libro. Caminar, de pronto, se volvió una reflexión pero también una metáfora. En los días en que amanecía más inspirada, caminaba hasta un café en Coyoacán, adonde llegaba lúcida para garabatear y subrayar sobre libros, fotocopias y escritos propios. Acababa en un estado similar al de un gato montés que acecha pasos, escenas, ideas, presa pertinaz de la cafeína diluida en mis venas luego de varios express cortados. A mi regreso, tomaba fotos, fotografiaba casi todo. Desde una puerta hasta un vocho, los transeúntes...

Recuerdo muy bien una caminata menos reciente. Llevaba yo a Guido, de escasos dos años, por la misma avenida de aquel café. Ibamos muy lento, pues Guido llevaba una suerte de colector, similar al que Francis Alÿs hiciera, por aquello de la obsesión por encontrar coincidencias. Era un perrito de plástico que compramos en la plaza. Guido, con sus piernas pequeñitas, concentraba todo su esfuerzo en hacer que el perrito caminara; que no se saliera de su breve cauce urbano ni que tropezara con toda suerte de piedras, corcholatas y pequeños obstáculos. Impaciente como soy, aquel día dejé que la vida nos llevara sin importar si se hacía de noche o si comenzaba a llover; si llevábamos mucha o poca ropa para semejante ocasión.

Años después, quién me iba a decir que caminé hacia el amor que me esperaba, sentado en una apacible mesa cercana a esa misma plaza. Salimos de ahí, los dos, juntos desde entonces. Y cada vez que traigo ese momento a la memoria , mi corazón se estremece llevado por ese impertérrito ritmo de lo genuinamente verdadero. Es redundante, yo lo sé, pero es así en este caso: genuinamente verdadero.

La tesis salió, mejor o peor. En torno al caminar, hice yo junto con otros, divertidos experimentos que registramos. Uno de ellos fue en Avándaro, en compañía de T. y A. Otro fue en el bosque de Chapultepec con F., rumbo a la exposición de "The Polaroid Kid". Con A. y T. planeamos incluso una road movie. No sé si algún día cuente con un guión terminado, o si se estrene, pero nuestras aventuras ya forman parte de nuestro muy familiar acervo emocional.

Hoy salí de una entrevista en C.U. Salí con el cuerpo nuevo. Son muchas las veces que me he sentido así. La diferencia ahora fue que, conforme cruzaba el umbral hacia las islas de pasto frente a Rectoría, me hice una promesa. Luego de muchos días, mezclados de redención y de frustración por igual, llego a la siguiente conclusión. De nada sirve lamentarse. Hay mucho por hacer. Todavía hay mucho por caminar. Hace dos días llegué corriendo, descalza pero emperifollada y, pensé, "es una buena señal". Hoy salí distinta pero igualmente segura. No hay nada que lamentar. La vida es como es. Sin más ni menos. Es muy corta para detener el paso.

Caminando regresé. Mientras lo hacía volví a dar las gracias por encontrarme con alguien que me quiere y que me cuida. Que se preocupa por mí y por los que más quiero. Que es tan sonriente, tan inteligente y tan versátil. Que baila tan bien como canta y como escribe. Lo que haga se le vuelve fácil y gozoso, y lo llega a dominar como el que más, sean fotos o ñoquis. Su belleza ensombrece a la de John Taylor. Eclipsa a cualquier otra.


Me gusta que la vida se desenvuelva en mil caminos. Me gusta ignorar con precisión hacia dónde dobla la siguiente esquina. Me he acompañado de grandes personalidades que, lo mismo recogen perros heridos en las calles, que bailan hasta las seis de la mañana; que dirigen proyectos, coordinan gente con amor y ternura, entrar en meditación zen cuando se trata de escuchar injurias - hacen, de palabras necias, oídos sordos-, y concluyen esa misma jornada bailando en la soledad de sus espacios íntimos. Me acompaño de gente que no se rinde. Que lo mismo abre un café internet, que enseña a la gente a solucionar sus problemas a través del abrazo. Son incansables y siguen buscando. Por eso va también, para ellos dedicada, la vida misma.




Pd: Se trata de una promesa.

lunes, 25 de febrero de 2008

El sapo suicida


Érase una vez un sapo que quería suicidarse. Había fracasado en numerosos intentos. Se había encargado de descansar en el lirio flotante más frágil pero sorpresivamente sucedían las cosas más inesperadas. Conforme su hinchado cuerpo se sumergía, el sapo iba perdiendo la visión panorámica del pantano donde había nacido. Tan pronto sintió el agua adentrarse en sus fosas nasales, cerró los ojos y se despidió. Pero el hipopótamo salió a respirar y, con él, el lirio en el que el sapo esperaba la muerte, coincidentemente emergió a la superficie.

Prediciendo las condiciones climatológicas, luego de ese primer intento, esperó morir de sed. Llevaba tres días en postura de meditación, inamovible, con los ojos saltones, únicos globos que recuperaban la nimia humedad cada vez que los cerraba, al mismo ritmo acompasado de su pulso que se menguaba con el paso de los segundos. El día en que ya no los pudo abrir más, comenzó a caer una fina brizna de agua sobre la arena en la que se encontraba. Confundió ese momento con la llegada del paraíso. Pero la lluvia fue cayendo cada vez más fuerte hasta empapar todo su cuerpo quebrado por la intemperie. De nuevo se había salvado.


Intentó clavados estratégicos sobre rocas agresivas, se mantuvo cercano a las bestias depredadoras, masticó bichos venenosos hasta el regodeo pero la muerte no sucedía. Más bien sucedían toda suerte de eventos, mitad milagrosos y mitad miserables, que le impedían cumplir su cometido.

Transcurrieron a la manera bíblica siete días con sus siete respectivas noches. El sapo tenía la estrategia. Había observado sin cesar, el paseo aéreo de los monos en las lianas que colgaban de las altas copas selváticas. Cuidó los secos filamentos que se desgranaban de una liana en particular. Evitó todo alimento durante esa semana –sólo el necesario para enfrentar a los changos que amenazaban con utilizar la liana elegida– hasta quedar delgado como una rana. La luna de la séptima noche le proveyó de la iluminación esencial. Lentamente, el débil sapo saltó hacia la liana que aguardaba paciente. De manera provisoria enredó su cuello en ella sin tirar de más. Sólo ajustó la tensión de la delgada cuerda, de tal forma que sus patas traseras aún descansaban sobre el suelo. Los primeros ruidos matinales de las aves comenzaron a surgir. Con ellos, la cuenta regresiva. Un mono tití se lanzó intempestivamente a tomar el lado contrario de la liga mortuoria y, en el acto, las patas del sapo se elevaron y su cuello fue estrangulado.

El que persevera alcanza.

martes, 19 de febrero de 2008

Ashes and Snow en el DF



El pasado domingo 10 de febrero arribamos al andén de la estación del metro Miguel Ángel de Quevedo, D., los niños y yo, en punto de las 8:00 am. El mito en torno a la ya famosa instalación Ashes and Snow, se remontaba incluso a las supuestas colas eternas para tener acceso a tan magno evento. Días después, hago el recuento de los hechos: bien podría parecerme una estrategia más de Colbert, de cuyo talento, sólo reconozco el mérito mercadotécnico.

Ningún problema: a las 9:00 am, hora en que se abren las puertas de la exposición al público, caminamos presurosos en una fila, propia de cualquier parque de diversiones, segmentada por medio de barrotes que desplegaban una enorme tripa de chorizo donde todos aceleraban el paso.

Lo más impresionante de la visita, junto con la porra de los pumas de la UNAM que nos acompañó en el mismo vagón a nuestro regreso, fue presenciar aquella multitud de personas -la misma que seguramente viaja, disgregada e indiferente, en arterias visibles y subterráneas a lo largo de toda la semana-, unidas todas, en completo éxtasis; tan dopadas como el guepardo que acompaña al niño de las fotos de Colbert.

La calidad del trabajo de Colbert no se merece ni dos párrafos: las imágenes, impresas en el recurrente amplio formato que caracteriza las exposiciones fotográficas de nuestros días, con el grano reventado, una supuesta "manipulación estética" del autor que me hace dudar más bien de la buena fortuna de la toma. En ciertos casos, la imprecisión de la imagen se confunde con una desgraciada ilustración hecha en papel amate. Los lugares comunes, todos. Lugares que no voy a repetir pero que me llenaron de rabia pues sólo contribuyen a reforzar la ignorancia de un pueblo actualmente descrito por sus bajos índices escolares nacionales. Mexicanos, la mayoría de ellos, imposibilitados de viajar a los Himalayas o al Amazonas para comprobar la falsedad que impregna a las imágenes de Colbert (...de verdad, ¿existirá algún lugar fuera de nuestros sueños, donde las ballenas vuelen?) Cito a D.: "Vivir la experiencia de Colbert equivale a tener un orgasmo musical mientras se oye a Yanni o a Di Blasio."

Al parecer, Colbert ya se ha percatado de lo anterior. En una premeditada fórmula infalible resguardada en nuestra indolencia artística, y que lleva por objetivo trastocar nuestras frágiles fibras a causa de la superficialidad emblemática de los tiempos actuales, a la vez que nublar la mirada de todo aquel que ha presenciado dicho espectáculo en su seudomuseo itinerante, Colbert prohibe la toma de fotografías, incluso con celular, de tan bienintencionada exhibición. Claro está, es sólo cuestión de ser vomitado por el segundo y último pasillo para adivinar sus intenciones: una tienda móvil que propone, desde adoptar un jaguar, hasta comprar los libros, posters y DVDs que Colbert ofrece al espectador. Un Colbert que ahora no sólo se limita a ser entrepeneur artístico, sino también fotógrafo, videoasta y escritor de unas epístolas que se escuchan en off mientras uno intenta detener el conato de náusea. La estrategia merece el premio a las 4 P's de Philip Kotler ¡Clap, Clap, Clap! De más está decir, que el supuesto patrocinio filantrópico de la Fundación Rolex en tal proyecto, es, por demás, sospechoso.

Mis hijos, por suerte, cansados de ver el mismo concepto repetido en dos formatos (pero al cabo, lo mismo: la diferencia, repito, es sólo el formato ...luego entonces, recuerdo a mis alumnos, calificar al museo nómada de "original propuesta", "algo nunca visto"...) Son muchas las veces en que, como madre, una siente que se equivoca. Pero cuando los escuché, no pude menos que celebrar mis escasas orientaciones artísticas en concordancia con su escasa edad. Mis alumnos, a quienes envié so pretexto de trabajo parcial referente a la mentada exposición, en cambio, cayeron en la triple trampa. La primera, mucho más inocente que la última: dar por hecho que, como profesor, uno sólo los envía a ver cosas buenas. La segunda, creer que el resultado de su calificación iría en función de sus halagos. La última, pobres de ellos: caer en la trampa New Age que Colbert tiende a todos aquellos que, presas de una sociedad templada por la violencia, la insulsez y la pornografía presentes a cada paso que dan, caen, paradójicamente, como bestias vivientes de un pletórico ecosistema para ser enviadas, sin mayor concesión, a la jaula de un zoológico citadino.

Hecha la posterior advertencia -"Para hacerse de un juicio se tienen que ver tanto buenas como malas películas, asistir a buenas y malas exposiciones, leer libros buenos y malos... al menos unas pocas y unos pocos"- cierro este texto con algunas de las impresiones de mis alumnos. Todos, incluida yo, aplaudimos la instalación de Vélez. Pero como les dije, retomando el excelente texto de José Luis Barrios, publicado en Confabulario, suplemento del periódico El Universal, "la instalación no hace al museo". Luego de aceptar, por unanimidad, que Ashes and snow estaba más cerca del Cirque du Soleil que del Centre Pompidou, otros añadieron que se trataba de un magnífico concepto, a lo que yo agregué: "...magnífico igual que The Body Shop o que La Casa del Tío Chueco en Six Flags." Algo me preocupa de estas generaciones: su cultura visual, mucho mayor que la mía, lejos de fortalecer, contamina sus modos de relación con el objeto, sea éste ocioso, artístico o publicitario. Pocos son los que distinguen la diferencia entre una muestra artística y este tipo de eventos, dignos de ser albergados en la nueva carpa Alameda Poniente ubicada en Sta. Fe, o, dada su gratuidad, y para hacer énfasis en el más reciente artilugio en políticas de entretenimiento del DDF, a un lado del zoológico de Chapultepec; escasos somos los que no nos explicamos por qué hace pocos meses se exhibía una retrospectiva del afamado fotógrafo publicitario Mario Testino, en uno de nuestros mayores centros culturales universitarios: el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Los dos últimos eventos mencionados, son sintomáticos de lo que se entiende hoy en día por "cultura" o "arte" en nuestro país.

Al cierre de la sesión del viernes pasado, luego de recibir voluminosos ensayos sobre Gregory Colbert, que incluían folletos e imágenes capturadas en la red, una alumna opinó sobre mi muy particular impresión: "Cuando hablaste, sentí lo mismo que cuando mis papás me dijeron: Santa Claus no existe".

miércoles, 13 de febrero de 2008

Futbol llanero


Unos parecen abejorros y se hacen llamar “El escuadrón Nazi”. Los contrarios, llevan el uniforme del Barsa a manera de amuleto, en espera de la suerte suficiente para ganar la semifinal.

El futbol es más un deporte catártico que catalítico. Los abejorros arrasan en un inicio con un vergonzoso 4-0, más aún cuando dos de éstos han sido autogoles. Los padres se inflaman igual que los niños, quienes son coucheados “para no dejarse”, para responder a cualquier gesto de violencia por ínfimo que éste sea. El futbol no tiene las características olímpicas que suele llevar, de este lado del mundo, en la cancha de tierra de la 9 Oriente.

Las madres del Barsa les mientan la madre a las contrarias, sin percatarse de que sus hijos son idénticos; se confundirían a simple vista, de no ser por los vistosos uniformes. Los “chingada madre”, “pinche arbitro” y “vendido” irrumpen en la mañana dominical soleada. Vienen tanto del entrenador como del padre. Aquí se olvidan todos los consejos paidopsiquiátricos. El padre presiona, el hijo resopla. El único momento en que se escucha la solidaridad de la matraca al ritmo de la porra del “Copilco Junior”, es cuando nuestro equipo, el Barsa, es golpeado, y nadie entonces se pone de acuerdo para comenzar a vitorear. Esto es sólo el principio.

Los azules y rojos pierden el control. Actúan como si evacuaran un edificio, en desbandada general. El partido mejora ligeramente cuando al segundo tiempo el juego se prolonga de este lado de la cancha, del nuestro. Pero no es suficiente. Tal parece ser que el conjuro del escuadrón Nazi resultó ser más efectivo que la sonrisa de Ronaldinho. Es en estos momentos cuando uno se empieza a cuestionar el sentido profundo de la historia… justo en estos niveles. Desde la teoría del amo y el esclavo hasta el neoliberalismo económico.

Mi hijo de cinco años que nunca juega, presa del pánico escénico cada vez que nos adentramos en estos lares, me mira escribir y piensa que estoy haciendo una lista interminable de futbolistas famosos. No quiere jugar en la cancha grande hasta que cumpla los diez. Comienza por sugerirme añada a los del Barsa, y se sigue con los del álbum 2006. Mientras, el mayor de mis hijos permanece en la banca frustrado por no haber podido jugar en la cancha ni diez minutos. Seguramente pensará que su esfuerzo hubiera evitado menos goles del contrario. O se sueña victorioso, al meter cinco al hilo.

En tanto, los padres del equipo se desarticulan, se extrañan, se rompen las vestiduras. Todos miramos hacia un punto distinto del horizonte. Los más, miran el reloj, a la espera impaciente de la mentada hora en que este pinche partido de mierda concluya.

Yo soy una más de este complejo colectivo, puesto que en medio del partido, me encuentro escribiendo.

martes, 12 de febrero de 2008

María...ahora en paz (11 de febrero 2008, hace unas horas)


Últimamente, las fechas me obsesionan. Tengo particulares avenencias y desavenencias con ciertos números del calendario. Existen unos, como el 19, que me persiguen, pero eso será motivo de otra entrada.

Conforme transcurrió esta última semana, reparé, justo al final de ella, que para efectos tanto prácticos como administrativos, tenía que acabar la tesis el 11 de febrero. "Cualquier relación con la realidad es mera coincidencia." Hace ocho años, el 11 de febrero del 2000 cayó en viernes. Llegué al hospital en los inicios de ese día, paradójicamente a oscuras. Esperaba que después de diez horas de trabajo de parto, la llegada de mi primer hijo a este mundo no demorara más. Sin embargo, transcurrieron otras ocho horas. Con el cuerpo invadido de oxitocina que me drenaron al interior de las venas de manera artificial, atestigüé el arribo de mi hijo a las 8:03 a.m. de aquel día.

Si me remonto aun más al pasado, sumarían 10 años los que, desde 1998, llevo en la maestría. Mi caso, modestia aparte, no fue un asunto de indolencia. Sobreviví a dos festivales Cervantinos que me mantenían concentrada en Guanajuato alrededor de un mes seguido. Sobreviví también a la huelga que duró un año y a dos embarazos consecutivos. En ocasiones, por razones de trabajo, no pude inscribir más de una materia al semestre. La maestría sirvió para recordarme quién era yo, más allá de lo que sentía que me había convertido: madre unas veces, ama de casa otras, trabajadora a sueldo, la gran mayoría.

Conocí a Cuauhtémoc Medina y me dieron ganas de dar clases. Apelé también, con toda seguridad, a la herencia genética de mis progenitores, ambos profesores de historia. Di mis primeras clases de historia del arte cuando todavía no había acabado de cursar todos los prerrequisitos de la maestría. En una ocasión, entregué un ensayo en la puerta del Instituto de Investigaciones Estéticas y, acto seguido, llamé a una ambulancia para que pasara por mí. El diagnóstico fue una peritonitis aguda. Cuando decidí separarme, cuestioné mi decisión mientras veía la femme fatale encarnada en Marlene Dietrich durante las sesiones que sobre Buñuel, daba Aurelio de los Reyes. Ni qué decir lo que pasaba por mi cabeza durante ese mismo semestre, a la luz de los textos de Freud, Klein y Lacan, bibliografía obligada del seminario que proferían a dúo, Manuel González y Cuauhtémoc Medina. Lo único que se me ocurre a manera de cierre de este párrafo: en una palabra, sobreviví.

Heme aquí, de nuevo, en paz. Cierro estos diez años con una tesis que seguramente recibirá con buen talante una multitud de correcciones. Lo fuerte, como las contracciones de parto de hace 8 años, ya pasó. A unas horas de haber celebrado el cumpleaños no. 8 de Guido, mi primer hijo, celebro también todas las bendiciones, todos los apoyos y todas las compañías, tanto nuevas como viejas. Celebro estar sana y disfrutar de la vida más que nunca.

Hoy 11 de febrero, hace unas horas, acabé mi tesis.

(hoy, 12 de febrero, 5:36 am)

Pd: Esta primera entrada va dedicada de manera muy especial, a David, a Daniel Garza y a Cuauhtémoc Medina.