domingo, 27 de julio de 2008

Yo soy lo que mi familia es (1)



Hace unos días encontré esta frase en un cartel que anunciaba el VI Encuentro Internacional de Familias. El cartel se hallaba centrado en una de las nuevas estructuras publicitarias dispuestas en casi todas las paradas del transporte colectivo a lo largo de la Avenida Insurgentes. Estaba por meter segunda en el auto mientras la frase que había leído hacía escasos segundos, retumbó en mi mente. No había sido una semana muy fácil que digamos. Entre otras cosas, me había convertido en el curso de verano de mis hijos. Al lado de D., los había llevado al zoológico, a la Estación Central de Bomberos, al cine, al Castillo de Chapultepec, a la exposición de Remedios Varo. Como ya es costumbre, mis expectativas y mi fantasía siempre terminan por superar la realidad. A Guido, el mayor, le da pavor meterse en el vagón del metro, abigarrado de pasajeros. Durante nuestro recorrido por Chapultepec, Tomás insistía en comprar un algodón de azúcar y regresar a casa temprano. Por mi parte, yo me dormí en lo mejor de Wall-E.

"Yo soy lo que mi familia es","Yo soy lo que mi familia es". No alcanzo a afirmar con tal contundencia qué tan certera es esta frase. Me vienen a la cabeza episodios de mi infancia y de mi adolescencia. No me gustaría que cualquiera que los viera pasar en una sala de cine, pensara que en eso se resume mi esencia, mi modo de ser, mi naturaleza. De igual manera, me remonto al pasado inmediato junto a mi pequeño núcleo, mi verdadera familia, ¿qué momentos borraría de mi historia?

Analizo las vidas de mis padres, ahora devastadas. Intento encontrar los orígenes de la masacre en un exilio voluntario, en la carencia de relaciones amistosas estrechas y significativas. Yo crecí lejos de primos, tíos, abuelos. Actualmente veo a mis padres con cierta frecuencia, a veces, más de lo que yo deseara. ¿Qué hay de sus vidas en mí?, ¿qué he sido capaz de heredar consciente e inconscientemente?, ¿quién soy yo, finalmente?

Recuerdo la primera visita de mis abuelos a México. Como dato curioso, siempre que mis abuelos llegaban, temblaba en la ciudad. Invariablemente. Un día fuimos convidados a comer a una casa de campo en Hidalgo. Mi abuelo y yo éramos los únicos sentados a la mesa mientras los demás se lavaban las manos, curioseaban, qué se yo, apenas tenía siete años. Ignorante de su presencia, comencé a comparar el reverso de los platos de talavera ordenados en la mesa donde ibamos a comer, hasta elegir para mí, el menos mancillado, el perfecto, de acuerdo a mi infantil criterio. Mi abuelo soltó una carcajada ronca y quieta, nada escandalosa. "¡Ay, María Paz!, ¡eres única!, alcanzó a decir. Años después, sufrió una embolia en días posteriores al terremoto del '85. Dicen que fue causada, en parte, por la angustia de no saber nada de nosotros. Las comunicaciones estaban completamente suspendidas y mi tío, hermano de mi padre, sólo alcanzó a avisar a través de la Casa Chile, que ellos, los Amaro-McClure, se encontraban bien. Obvió lo obvio: que nosotros, los Amaro Cavada, también.

De las anécdotas familiares podría omitir en mis memorias, la vez que fuimos, como cada domingo lo hacíamos luego de recoger el corte de las ventas de fin de semana de la librería de mi padre, a Danesa 33. A mi madre le encantaba el helado de cereza negra. Uno de aquellos domingos, tan pronto me entregaron el helado que pedí, se me cayó al suelo. Mi padre pidió al que atendía que me volviera a servir una bola de helado, en vista del suicidio instantáneo de la anterior. El dependiente se negó, arguyendo que había sido mi culpa y no la de él. Eso era lo de menos. Entonces, mi padre tomó mi cucurucho de galleta, recogió con él la bola de helado que yacía en el suelo y comenzó a embarrarla en toda la protección elevada de la heladería. Como recordarán, las heladerías Danesa 33 parecían verdaderas estaciones espaciales, al menos la que yo frecuentaba en una esquina de Insurgentes Sur, a un costado de la paradisiaca juguetería ARA, curiosamente muy cerca de donde vi el cartel con la mentada frase relativa a las familias. Mi padre dibujó un círculo perfecto de restos de helado a lo largo de toda Danesa 33. Yo me sentía morir.

Otras veces, mi padre llegó a entrar al cine burlando los cinturones elásticos de seguridad y evadiendo la cola que esperaba, paciente, entrar a la sala. O se peleó a golpes con un uruguayo que encontró robando en su negocio (esa vez, me sentí morir por segunda ocasión). Pero también era el que más jugaba conmigo, el que más bromas nos hacía cuando éramos pequeños. Cada vez que llegaba del trabajo a comer a la casa, mi hermano y yo nos peleábamos por sentarnos a su lado.

Cuando comencé a tener serias sospechas sobre la existencia de Santa Claus y los Reyes Magos, mi padre me confesó que él había sido el único niño a quien se le había permitido la fortuna de ver a Santa Claus sin que éste lo sorprendiera en su arriesgada travesura. Tan vehemente fue mi credulidad que ahora repito la fórmula. No sé si me sale igual de bien. El caso es que cada vez que mis hijos pierden dientes, al día siguiente me aseguran que el Ratón Pérez habló con ellos, los cargó, les presentó a sus amigos. Cuando el Ratón Pérez nos visita, me sorprenden con ocurrencias cada vez más arriesgadas en su estructura, aderezadas con un sinfín de detalles, como si se tratara de un concurso poético del Siglo de Oro. Será, en esta ocasión sí, algo de familia.

Mi hermano Luis, dos años menor que yo, solía encontrar el corte de todo un fin de semana en los burós de mis padres. Sin pena ni culpa iba depositando, uno a uno en su cochinito, las monedas y los billetes que luego mi padre recuperaba de un golpe, haciendo abortar a la pobre bestia de yeso. Tras haber perdido varios dientes, dejé el séptimo u octavo debajo de mi cama. A la mañana siguiente, mi almohada cubría una cantidad de monedas inverosímil. Mis padres no se lo explicaban. Fue mi hermano quien, luego de verificar que al Ratón Pérez se le había olvidado pasar por nuestra ventana, antes de que yo despertara decidió salvar la honra de tan prestigiado animal y fue a asaltar el cajón de la cocina donde mi madre guardaba el cambio para las tortillas, el pan y la leche.

Ahora mi padre está viejo, cansado, achacoso. A veces, suele vivir bastante desilusionado de la vida misma. Me duele verlo así, con todo y que, cada vez se parece más a mi abuelo. Y sí, esa fue la familia que me tocó, para bien o para mal. De la que yo aprendí cosas buenas y cosas malas que hasta ahora, me percato, inconscientemente repito.

viernes, 25 de julio de 2008

Feliz por D.



Estaba por terminar la que se suponía sería la siguiente entrada. El título era "Yo soy lo que mi familia es". La acababa mientras miraba al fondo, el Mar Pacífico encabritarse, denso, celoso, pero a veces, de un azul aguamarina, abierto como adolescente, dispuesto a cobijar a quien lo quisiera, en la leche de su espuma.

Hoy apareció una de esas pocas noticias luminosas en la red que aplazó la siguiente entrega por motivos obvios. Me refiero al reconocimiento que le han dado a un joven escritor que quiere hacerse de una vida buena y humilde, sin pretensiones, a partir del oficio que más ama: la escritura misma.

Y yo lo comparto con creces, al darme cuenta de que vivimos entre tragedias y redenciones. No hay más. Cuando lleguen las segundas, hay que agradecerlas, abrazarlas. Son la gasolina de los sueños y los proyectos que las secundarán.

Miro hacia atrás y veo, hasta en los supuestos fracasos una condecoración postergada. Me refiero, sobre todo, a Cuaderno Salmón, una revista que se fue, como el oso a su cueva, en la espera de tiempos mejores. Proyecto romántico de principio a fin, pero por ello, doblemente valiente. En medio de un país de escasos lectores, de incipientes apoyos, este joven escritor publicó ocho números inmejorables. Yo voy en el tercero, que devoro dulcemente cuando el tiempo me lo permite. Es para mí, el caramelo infantil que deseamos se vuelva mágicamente inagotable.

A la par de Cuaderno Salmón, el joven escritor tiene numerosas colaboraciones y tres novelas. Con la primera, me robó el corazón y todavia no me lo regresa. Con una reseña sobre el último CD de Radiohead acabó por conquistarme. Soy yo feliz con él, leyéndolo al igual que viviendo estos últimos meses, cuerpo a cuerpo, a su lado.

No me queda más que desearle larga vida, que todos sus sueños, los solitarios y los compartidos, se coronen como éste. Los brazos abiertos hacia el mar rebelde, que de este joven escritor estoy enamorada.