jueves, 9 de octubre de 2008

Insomnio



Cada vez que el insomnio sucede, interrumpe mi sueño en las primeras horas de la madrugada. Me atrapa en medio de las tribulaciones que mi alter ego me hace a mí misma. Años antes, el insomnio sólo me tomaba presa en los periodos de exceso de trabajo. Semidormida repasaba, uno por uno, los pendientes de una interminable lista mental hasta que me despertaba y no podía volver a conciliar el sueño.

Desde mi infancia hasta mi temprana juventud, sólo sucedía ante un evento de inminente importancia: el primer día de un campamento lejos del lecho familiar, en la víspera de un viaje, la noche posterior al primer beso, el día anterior a los resultados del ingreso a la universidad y, luego, el día previo a formar la fila para elegir los horarios de clase.

Escasos años atrás fueron inmejorables pesadillas: cuando las olas me engullieron y, a diferencia de las noches en que me visitaba ese sueño recurrente, no salí a flote; cuando un soldado me disparó a quemarropa y advertí mi blusa blanca lavada en sangre; cuando soñé con atroces atropellos viales en Insurgentes o con el desuello del vecino de manos de un sociópata.

Tras la maternidad, supongo que los músculos se aflojaron. La vejiga no soporta el paso de más de seis horas pese a obedecer el consejo que comparten médicos alópatas y naturistas: no ingerir líquidos después de las siete de la noche. Cuando aparentemente sólo esto sucede, al regreso del baño y, de nuevo, internada en el pulmón de la cama, tomada víctima por el gancho amoroso del que despierto con mis pequeños ruidos, retomo lo que inconscientemente llevó a despertarme (la vejiga no o, al menos, escasas veces). Mis tribulaciones tienen que ver con los alumnos que me dan problema, con escribir o no, cuándo, cómo y dónde, si con los hijos que tengo o con uno más, con adivinar cuál será mi verdadera vocación y por qué hay personas, a diferencia mía, que la descubren tan temprano. Con escribir o trabajar, escribir o comer, escribir lo que quiero o lo que debo.

Anoche, me vi de pronto en medio de una larga retahíla de imprecaciones dirigidas a un alumno. La escena es similar a cuando uno se descubre a sí mismo hablando solo en su automóvil, en medio de las islas de autos que no sucumben al tráfico y que se mantienen como mausoleos itinerantes, movidos por bloques, hasta que uno de nosotros muera de un infarto, de un derrame cerebral, por una crisis hepática espontánea o por un estornudo reprimido, y todos nos demos cuenta, arrebatados repentinamente de nuestros pensamientos por ese molesto claxon que no se apaga al ser pulsado por la cabeza de la víctima que cae sin vida al frente ¿Cuántas veces no hemos visto esta escena en el cine o en la TV? Se ha vuelto un pastiche recurrente en mi insomnio. La última vez, recuerdo, fue en la más reciente de Shyamalan: un suicida arremete contra un árbol a toda velocidad. Sólo queda el grito escandaloso del claxon, mantenido en una sola nota aguda que entra a nuestros oídos como si se tratara de una grave.

En días previos a las mudanzas, el insomnio es sólo un juego donde acomodar cajones: ¿qué va en aquella caja?, ¿Por qué poner lo pesado encima de lo frágil?, ¿Cuántas veces más tendré que cambiar de morada?...

De regreso del baño, lo que parecía un simple sueño se vuelve cuerdo. Soy incapaz de detenerlo. Se vuelve un ejército, una marabunta de hormigas plateadas que invade la cama. Me abruma tanto como el hecho de reconocer que se me van segundos, minutos, horas de sueño. Sin embargo, no puedo parar, sé que mañana voy a despertar agotada. Cuento ovejas, inhalo por los pies y exhalo por la coronilla, me concentro en mi respiración. Nada. Como búho aguardo, todo lo que contemplo es azul. A lo lejos, el rumor del endeble tránsito que se fortalece conforme el azul se dispersa y mis párpados buscan, de nuevo, la humedad de las lágrimas.