jueves, 11 de diciembre de 2008

Hannah Höch



Uno de los grandes regalos de mi cumpleaños, fue un libro sobre Hannah Höch. Aquí va una cita, dedicada a Juan Antonio, por hacerme llegar este paraíso de imágenes.

"Quiero borrar las fronteras fijas que los humanos tendemos a trazar seguros de nosotros mismos en torno a todo lo que nos es alcanzable. Yo pinto cuadros con los cuales trato de hacer que eso sea comprensible, perceptible a la mirada. Quiero mostrar que lo pequeño puede ser también grande; sólo cambia el punto de vista desde el que juzgamos y todo concepto tiene su validez. Deseo seguir formulando la advertencia de que, aparte de tu concepción y tu opinión y las mías, existen millones y millones de otros modos de ver legítimos. Preferiría mostrar hoy el mundo como lo ve una abeja, y mañana como lo ve la luna, y luego como pueden verlo muchas otras criaturas, pero soy un ser humano; puedo, en virtud de mi fantasía, ser un puente. Deseo hacer sentir como posible lo que me parece imposible. Deseo ayudar a vivir un mundo más rico, para poder estar unidos más benignamente a este mundo que conocemos."

H.H

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Mi Lola (2005-2008)



Unos días después de que atropellaron a nuestra perra Matilde, me di a la tarea de encontrar una nueva mascota para nosotros. Hallé a Lola en un criadero de perros de raza Labrador. La pude adoptar pues, a pesar de haber nacido en un criadero, no alcanzaría la talla necesaria para poder venderla. Recuerdo muy bien cuando le conté a Alejandra, mi entonces jefa, que había encontrado varios perros en oferta: uno era macho pero no se podía vender pues nunca le bajó un testículo; la otra era hembra pero chaparra. Alejandra pensó que mis explicaciones eran meros pretextos para rechazar ambas opciones y me respondió muy enojada: "¡Ay, Chiquis! ¿pero qué no te has visto en un espejo? ¡Tú también estás chaparra!."

Cuando la recogí en un consultorio veterinario, pues el criadero se encontraba rumbo a la carretera a Puebla, era apenas una pequeña cría de Labrador. Sin embargo, no alcanzaba a entender cómo con esos dos pares gigantes de patas, podían argumentar que no llegaría a la talla de un adulto propio de su raza. En efecto, Lola creció sólo hasta cierto punto, hecho que provocaba en ella, un aspecto bastante gracioso. Todos los que la encontraban a su paso cuando la sacábamos de paseo, se admiraban de su nobleza y pensaban que era un rasgo distintivo de su ser cachorro. En los casi cuatro años que estuvo con nosotros, jamás lanzó un gruñido a nadie.

Al principio, le costaba un enorme esfuerzo algo tan simple como bajar las escaleras. Se le imponían como gigantescas mesetas y le provocaban un vértigo tremendo. Era como tener un tercer hijo pues mis otros dos, le daban una cuerda interminable. Mordía todo, era la más inquieta y juguetona. Descansaba en una postura similar a la de un tapete hecho con la piel de un tigre. Eso parecía: una alfombra de chocolate.



Más adelante, maduró. Se adaptaba a lo que la vida le pusiera enfrente. Se acostumbró a viajar entre una casa y otra con mis hijos cada quince días. Fue muy feliz en Valle de Bravo, en la cima del bosque de Tlalpan y en los parques de Chimalistac. Le tenía miedo a los demás perros. Su amigo más reciente fue nuestro gato, Joe. Tardaron un par de días en acostumbrarse a la presencia del otro. Luego de eso, se volvieron compañeros de juego donde, cabe decir, Joe siempre fue el líder. Todavía ayer, tal y como escribió D., Joe se ufanaba en alcanzar la ventana para ver qué había pasado con Lola y, así, dar con la posible explicación del por qué ya no entraba a casa.

Cuando por un tiempo viví en casa de mi madre, Lola aguantó estoicamente las medidas ajenas, y vivió en un pequeño patio con la esperanza de que la sacáramos a pasear a los parques de Chimalistac, en la medida de nuestras demandas cotidianas. Eterna compañera de juegos de Guido y Tomás, la recordaremos por siempre, como el apoyo que constituyó en todo momento: desde volverse una especie de sillón reclinable para la talla también pequeña de mis hijos, hasta asumir los tiempos de penas y alegrías; las vacas gordas y las vacas flacas.

Me consuela un pequeño gran hecho. Tuvo un último mes lleno de alegría, uno de los más felices. Entraba y salía de la casa, subía y bajaba de la azotea, me saludaba metiendo su hocico en el umbral de la puerta del coche cada vez que yo llegaba.

Ayer me sentía incapaz de explicar la pena que invade cuando estos extraños seres se meten en nuestro corazón a pesar de no ser personas. Tuve que interrumpir una visita guiada con mis alumnos para recibir la noticia de su muerte y no alcanzaba a explicar el motivo de mis ojos llorosos: "Disculpen ustedes, pero es que acaba de morir mi perra". En lugar de ello, me pareció mejor idea fingir una gripa implacable.

De regreso del centro, durante el trayecto del metro a mi auto, en el auto mismo, reparé en lo sabio que es el cuerpo, que se vuelve literalmente agua cuando encara una gran pena. Eso sentía, que toda yo me volvía agua mientras recordaba los mil y un momentos viejos y recientes junto a mi perra Lola. Uno de los últimos fue intentar ponerle un tratamiento en los oídos, dos veces al día en las últimas dos semanas. Tan sólo de ver las botellitas de medicina, se volvía una estatua. Poco a poco había que convencerla para que se recostara, a veces, con ayuda del abrazo de una pierna a manera de una Wilson. Me daba mucha risa observar cómo, poco a poco, el semblante de Lola se transformaba hasta ser la digna anunciante de un spa. Llegaba hasta roncar.

Sólo una gran verdad se me ocurre agregar ante su pérdida, y cito aquí a Guido, mi hijo mayor, que ayer escribía esta gran, gran frase: "Lola: me dio mucho gusto haberte conocido."

domingo, 2 de noviembre de 2008

Felicidad




A las 8:30 del lunes 13 de octubre, recibí oficialmente mi título de Maestra en Historia del Arte. Luz Ma., sinodal que fungió en calidad de Secretaria durante la firma de actas, reparó en la inusual manera de iniciar la semana. Una vez terminado el protocolo y despedirme de los representantes, acompañé a Daniel, Director de mi tesis, a que se tomara un café y fumara un cigarro. Platicamos de los proyectos futuros inmediatos; de la exposición próxima de Luis Barragán y de otras posibilidades en puerta. A raíz de Barragán y sus proyectos en el Pedregal, recordé a las dos personas que fueron el motivo por el que yo llegara a vivir a México a la edad de un año. Momentos después, acompañé a Daniel a que tomara un taxi; nos despedimos deseándonos buena suerte y feliz inicio de semana.

Una serie de papeleos y trámites en la UNAM impidió que arribara a tiempo a mi rutina habitual de los lunes: dar clase. No hubo tiempo, en esta ocasión, de celebrar con una fiesta de recepción o una gran comida. Tan pronto pasó el tiempo reglamentario en CU, me dirigí a mi nuevo hogar, ubicado en el centro de Tlalpan, a desvalijar cajas pendientes de la mudanza y acomodar libros, trastos, utensilios, ropa. Esa fue mi particular manera de festejar mi nuevo estatus. Alrededor de las 18:00, llegaron D. y los niños, estos últimos enfundados en sus trajes de Tae Kwon Do, demostrando las patadas triples y combinadas que aprendieron en clase. Ahora somos más en la casa: los niños, D., yo, mi perra Lola y Joe, el gato de D. Por suerte, Lola y Joe, acostumbrados a vivir en calidad de mascotas únicas, cada día que transcurre se caen mejor. A diferencia de la reciente vida pasada de Lola en la que, por ciertas circunstancias, su espacio vital se vio reducido a un pequeño patio por más de un año, hoy puede transitar libremente dentro y fuera de la casa. Cuando permanece afuera, tiene un jardín que, si bien no es grande, circunda nuestra casa de una sola planta por la que camina entre dos árboles de mandarina, una camelia y varios rosales, piracantos y alcatraces.

Por la noche del mismo lunes, llegó Alejandra, nuestra primera visita oficial a nuestra nueva casa. Cocinamos una pasta, cenamos con los niños, le entregué mi tesis autografiada, la cual esperaba guardada por semanas. Habérsela entregado en el día oficial fue una señal de buena suerte para nosotras.

El jueves siguiente recogí a los niños luego de sus talleres. Después de la mudanza parece que no extrañan la televisión. Las horas han transcurrido en la revisión de sus antiguos libros que parecen nuevos cuando los desempacamos. Les conté el añejo chiste de la fiesta de los papeles en la que el papel Bond salva a los pocos sobrevivientes al filo de los hermanos tijera. A mi sorpresa, se rieron mucho y yo lo celebré doblemente. Por la noche, fuimos D. y yo a ver, por tercera vez, los videos de Valérie Mréjen al Laboratorio Arte Alameda. Tuve la suerte de conocerla, en su franca paz. Los alumnos que acudieron al evento también la conocieron. La próxima vez que los vea, si ya he logrado desembalar todas las cajas de libros para aquel entonces, les leeré fragmentos de "Mi abuelo" -la pequeña novela autobiográfica de Valérie- como éste:

"Mi abuelo viajaba todos los años a Italia, desde donde enviaba una postal dirigida a nuestro perro."

"De niño, mi abuelo gastaba bromas en los hoteles. Echaba en los orinales unos polvos que hacían que la orina se pusiera espumosa y verde. Volvía locos a los botones."

"Cuando nos pasaba algo, mi padre nos tranquilizaba diciendo: 'no es grave'; y añadía: 'nada es grave, sólo la muerte'."

Luego de la exhibición de los videos, fuimos al Covadonga con Valérie, Cuauhtémoc, Tania, la Morra y D. Por la noche, D. y yo dormimos con los cuerpos amarrados en un largo abrazo, por quinta noche consecutiva.

A la salida de la clase que doy los viernes por las mañanas en el Claustro de Sor Juana, caminé por el andén del metro, como siempre, hasta alcanzar los primeros vagones. Perdida en mis permanentes tribulaciones, me vi distraída, de pronto, por las cabezas de dos hombres que asomaban por entre las pequeñas ventanillas de ventilación del primer vagón. Me sorprendió el cinismo, por no decir, la valentía con la que me hacían señas y me lanzaban chasquidos, sacando sus manos al exterior de la ventanilla y haciendo aspavientos con ellas para que yo me acercara. La sorpresa fue rápidamente sustituida por el inicio del miedo... ¿Y si entro al vagón y ellos se cambian al mío en la siguiente estación?, ¿qué debo hacer? Dos vendedores de Cds piratas que esperaban en el andén al igual que yo, se mostraban igual de estupefactos ante las muecas deliberadas de los extraños hacia mí. En eso, se asomó el chofer del metro, hizo otra serie de ademanes, supuse que iban dirigidos a mí, lo verifiqué al voltear la cabeza al lado contrario, pues no había nadie cercano que las pudiera descifrar. Al volver hacia el chofer, por primera vez di un vistazo al interior del vagón en el que, supuestamente, viajaría. Me sorprendió ver, en medio de él, un retén; estas altas estructuras plásticas color naranja que se utilizan en los andenes después de las 17:00 para dividir los vagones exclusivos de mujeres y niños. Al interior del vagón, alrededor del retén, observé a varios hombres, unos parados y otros sentados, con la mirada perdida y el cuerpo uniformado. Descarté que se tratara de reos pues su vestimenta no era parda sino de una combinación de azules asépticos. Lo anterior, conjugado con el pelo cortado a navaja y las reacciones completamente descontextualizadas de los primeros dos personajes, me hizo constatar que se trataba de los internos de un pabellón psiquiátrico. La nave de los locos, en una mañana de viernes en el metro de la Ciudad de México.

Las puertas del vagón jamás se abrieron. De cualquier forma, no pude evitar pensar en la suerte de una distraída, más pendiente de sus tribulaciones mentales que de los acontecimientos externos ¿Qué hubiera sido de mí si las puertas se hubieran abierto y yo entrara en automático, como casi siempre? Haber sido avisada a tiempo por medio de tantos signos extraños fue, en sí, otra una buena señal. Lo consideré un amuleto más de aquella afortunada semana.

Al parecer, en días próximos conoceré a F.A. Le entregaré, tal y como antes lo había pensado, mi tesis, emparejada a la foto de los perros que duermen en forma de ovillo.

jueves, 9 de octubre de 2008

Insomnio



Cada vez que el insomnio sucede, interrumpe mi sueño en las primeras horas de la madrugada. Me atrapa en medio de las tribulaciones que mi alter ego me hace a mí misma. Años antes, el insomnio sólo me tomaba presa en los periodos de exceso de trabajo. Semidormida repasaba, uno por uno, los pendientes de una interminable lista mental hasta que me despertaba y no podía volver a conciliar el sueño.

Desde mi infancia hasta mi temprana juventud, sólo sucedía ante un evento de inminente importancia: el primer día de un campamento lejos del lecho familiar, en la víspera de un viaje, la noche posterior al primer beso, el día anterior a los resultados del ingreso a la universidad y, luego, el día previo a formar la fila para elegir los horarios de clase.

Escasos años atrás fueron inmejorables pesadillas: cuando las olas me engullieron y, a diferencia de las noches en que me visitaba ese sueño recurrente, no salí a flote; cuando un soldado me disparó a quemarropa y advertí mi blusa blanca lavada en sangre; cuando soñé con atroces atropellos viales en Insurgentes o con el desuello del vecino de manos de un sociópata.

Tras la maternidad, supongo que los músculos se aflojaron. La vejiga no soporta el paso de más de seis horas pese a obedecer el consejo que comparten médicos alópatas y naturistas: no ingerir líquidos después de las siete de la noche. Cuando aparentemente sólo esto sucede, al regreso del baño y, de nuevo, internada en el pulmón de la cama, tomada víctima por el gancho amoroso del que despierto con mis pequeños ruidos, retomo lo que inconscientemente llevó a despertarme (la vejiga no o, al menos, escasas veces). Mis tribulaciones tienen que ver con los alumnos que me dan problema, con escribir o no, cuándo, cómo y dónde, si con los hijos que tengo o con uno más, con adivinar cuál será mi verdadera vocación y por qué hay personas, a diferencia mía, que la descubren tan temprano. Con escribir o trabajar, escribir o comer, escribir lo que quiero o lo que debo.

Anoche, me vi de pronto en medio de una larga retahíla de imprecaciones dirigidas a un alumno. La escena es similar a cuando uno se descubre a sí mismo hablando solo en su automóvil, en medio de las islas de autos que no sucumben al tráfico y que se mantienen como mausoleos itinerantes, movidos por bloques, hasta que uno de nosotros muera de un infarto, de un derrame cerebral, por una crisis hepática espontánea o por un estornudo reprimido, y todos nos demos cuenta, arrebatados repentinamente de nuestros pensamientos por ese molesto claxon que no se apaga al ser pulsado por la cabeza de la víctima que cae sin vida al frente ¿Cuántas veces no hemos visto esta escena en el cine o en la TV? Se ha vuelto un pastiche recurrente en mi insomnio. La última vez, recuerdo, fue en la más reciente de Shyamalan: un suicida arremete contra un árbol a toda velocidad. Sólo queda el grito escandaloso del claxon, mantenido en una sola nota aguda que entra a nuestros oídos como si se tratara de una grave.

En días previos a las mudanzas, el insomnio es sólo un juego donde acomodar cajones: ¿qué va en aquella caja?, ¿Por qué poner lo pesado encima de lo frágil?, ¿Cuántas veces más tendré que cambiar de morada?...

De regreso del baño, lo que parecía un simple sueño se vuelve cuerdo. Soy incapaz de detenerlo. Se vuelve un ejército, una marabunta de hormigas plateadas que invade la cama. Me abruma tanto como el hecho de reconocer que se me van segundos, minutos, horas de sueño. Sin embargo, no puedo parar, sé que mañana voy a despertar agotada. Cuento ovejas, inhalo por los pies y exhalo por la coronilla, me concentro en mi respiración. Nada. Como búho aguardo, todo lo que contemplo es azul. A lo lejos, el rumor del endeble tránsito que se fortalece conforme el azul se dispersa y mis párpados buscan, de nuevo, la humedad de las lágrimas.

martes, 16 de septiembre de 2008

Paparazzi (Crónica de un no-encuentro)



El valor de la distancia se muestra en este pequeño recuadro. Éste, se refiere a la distancia física. Respetuosamente, sólo pude inmortalizar los momentos en que Francis Alÿs jugaba con su hijo entre las olas. Más cerca de mí lo tuve un par de veces a lo largo de una semana. Cuando hablo de la distancia física evito, ante todo, relacionarlo con cualquier clase de distancia de carácter emotivo. Más cerca estuve de él al contemplar su obra. Fueron meses o probablemente un año, en los que estuve franqueada por sus piezas y los límites de tiempo que tenía para recibirme.

Más cerca, también, cuando reparé en el hecho de haber fotografiado a unos perros acurrucados en una calle desierta apenas punteaba el alba. Lo hice sin un motivo premeditado. Tan sólo recuerdo haber pasado de largo en el auto y, repetinamente, frenar, girar el cuello hacia el vidrio trasero y marchar en reversa; moverme con sumo cuidado mientras desenmascaraba la cámara y tirar tres, cuatro veces hacia ellos, sin medir la pena de despertarlos o el peligro de que, una vez despiertos, tornáranse en una pequeña jauría enfurecida. Pero no, allí estuvieron como seis obedientes ovillos de lana, a la espera inconsciente de ser retratados.


Sólo adiviné la relación cuando imprimí el tiro y lo comparé con las imágenes de los perros fotografiados por Alÿs en Burma, en Río, en el Centro. Recordé, asimismo, la fascinación que los frescos de Lorenzetti en Siena, causaron en Alÿs . Un momento de quiebre para el entonces arquitecto, en el umbral del próximo estadio de su vida. Desde entonces, me gusta duplicar la foto y regalarla a quien considero alguien especial dentro de mi microcosmos, o a quien contempló la foto y, simplemente, le agradó. Siempre pensé en imprimir la imagen y enviarla a Francis Alÿs, adjunta a mi tesis sobre su obra. Hasta el día de hoy, sigo pensando en hacerlo una vez que imprima los ejemplares, esta misma semana.

En todo este tiempo, desde el día uno evoqué las múltiples posibilidades que tenía de encontrarlo a raíz de mi tesis: en algún coloquio, en un proyecto curatorial futuro... en mi mente podía dar rienda suelta a toda la serie de oportunidades que desdoblaba mi mente, como los sets aleatorios de solitarios desplegados por el monitor de una aburrida computadora. Es en esos precisos momentos, como en los del incauto análisis de sus piezas, cuando la distancia emotiva se acortaba y donde me sentía poseedora de un don infalible al ser capaz de desentrañar un posible misterio. Ser, por elección propia, algo más que una fan, o bien, una fan con permiso tutorial, como quien presenta una apostilla ante un notario público; con la autorización concedida por un interventor de Gobernación que acreditara mi intimidad y/o mi sapiencia respecto al sujeto en cuestión.

Pero jamás imaginé que fuera de forma tan intempestiva, sin aviso alguno, en medio de una vacaciones en Pie de la Cuesta. C.M., sinodal de mi tesis, acertó a decir: "No sabes a quién vas a conocer en este momento." A continuación, apareció como llamado a la escena. Altísimo, como se le ve en los libros, en las imágenes, en los videos. Altísimo como aquella única vez en que lo atisbé hace cinco años atrás, volviendo su espalda hacia mí, camino a lo que era, seguramente, su estudio en las calles del Centro, luego de una magna conferencia sobre su obra Cuando la fe mueve montañas, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso.

Cuando estrechamos nuestras manos, yo sólo alcancé a emitir un gritito, por suerte interno, y añadir: "Yo hice una tesis sobre tí", a lo que él respondió: "Desolé".

Desolada estuve yo las siguientes horas, los siguientes días. Desolada y perpleja. Trataba de convencerme a mí misma de que no iba a haber un segundo encuentro ni fortuito ni gratuito ni deliberado. Entendía que se trataba de sus vacaciones, que éramos meros vecinos de habitación en un pequeño hotel. Formulé racionamente, uno a uno, los motivos por los que esa conversación no se iba a dar, al menos, en esta ocasión. Y, sin embargo, la soñadora irredenta que llevo dentro, guardaba en lo más profundo de su médula, la posibilidad de un milagro o, al menos, el arrojo de una ridícula valiente. Pasaron noches en que nos sentábamos en sendos extremos del restaurante. Al día siguiente, elegíamos la mesa contigua de la noche anterior a la suya. Y nada. La suerte me abandonaba dejando, de nueva cuenta, a Alÿs del otro lado del universo.

Las pocas veces que coincidíamos, ellos bajando a la playa, nosotros subiendo a la habitación, o viceversa, nos saludaba respetuoso, como quien recuerda y practica las reglas mínimas de cortesía, características de los mexicanos. En otras ocasiones, yo corría mis tramos habituales matutinos antes de que el sol se volviera un tirano, y los encontraba, de nuevo, a él y a su hijo al acecho de las olas. Nos despedíamos amablemente.

¿Cómo explicarle que hasta le tenía una posible acción artística? El día de nuestro arribo, horas antes de conocernos oficialmente, D. y yo caminamos sobre la playa hacia el extremo contrario (el rito inaugural de cualquier vacación sobre la arena). Estábamos tan felices que no alcanzamos a darnos cuenta de que, en algún momento, cruzamos la frontera de territorio militar. Sólo lo comprendimos cuando observamos acercarse en línea directa, a un perro criollo con los dientes desnudos, correr a toda velocidad hacia nosotros. Yo grité en el momento en el que me percaté de que el perro no estaba dispuesto a aminorar su paso. Era demasiado tarde, además, para emprender la carrera en sentido contrario y meterse al agua. Pero como por arte de magia, el perro se detuvo a escasos decímetros de nosotros. Detrás de él, a lo lejos, un militar armado nos hacía señales para que abandonáramos el terreno. Una vez que dejamos de mentar madres, recordé la acción Gringo de Alÿs, en la que se enfunda unos gruesos pantalones de entrenamiento para perros de ataque y visita, cámara en mano, los senderos inhóspitos de Epazoyucan, Hgo.

Obviamente, guardé las esperanzas de relatarle el proyecto, de acompañarlo con una cámara hasta el territorio resguardado por los marinos e intentar reanudar la experiencia, esta vez, para volverla una acción artística que hablara de la imposibilidad de caminar por un territorio reconocido como propio por mandato Constitucional. Probablemente, mi primer trabajo curatorial. Pero no, jamás lo hice. No conté con la imprudencia, la valentía o el desparpajo necesarios para hacerlo. Ante todo, sabía que estaba de vacaciones. Lo más que llegué a hacer fue sugerir torpemente a C.M., un encuentro informal, a lo que él jamás entendió ni hizo reparo alguno. En parte, me interesaba hablar también con él sobre las posibilidades de un doctorado en un futuro mediato, qué se yo, hablar sobre el arte, sobre la vida misma, escuchar anécdotas propias de sus infancias. A final de cuentas, uno no se encuentra todos los días con semejante dúo posmoderno en medio de sus vacaciones familiares. Pero no. Comprendí que, muy probablemente, lo que menos desearan era lidiar con alumnas o admiradoras.



Aquí está la prueba más grande de mi osadía. Lo más cerca que llegué fue a fotografiarlo a lo lejos, con el defectuoso zoom de mi excámara Olympus de seis megapixeles. Debo reconocer que algunas me gustan. Son recatadas hasta cierto punto. Constituyen para mí, un homenaje a un hombre que se olvida de quien es mientras juega con su hijo a abatir las olas. Seguramente juega con él para enfrentar el posible miedo infantil, en un juego tribal de hombre a niño, de padre a hijo, como un águila enseñara a volar a su aguilucho. Enfrentar la vida en un mero acto, como ejemplo práctico y demostrable de lo que, en sí, es estar en este mundo.



Antes de que esta entrada se vuelva una cursilería barata, mi imprudencia, de nueva cuenta, sólo llegará a publicar estas fotos en mi página de flickr, a postear la crónica de este no-encuentro en mi blog de contados lectores, a mandar mi tesis a Francis Alÿs una vez que esté impresa con una fotografía adjunta, donde se mira a unos perros dormir en forma de ovillos de lana.



En el inter, evocaré el día en que contemplé a Francis Alÿs mirar, a su vez, en medio de una turba espontánea, a las mantarrayas surfear en las olas de Pie de la Cuesta.

sábado, 16 de agosto de 2008

Sincronicidad junguiana


(A unos días del 9 de agosto)

Sucedió hace un año. El 9 de agosto, para ser exactos, según recuerda D. Lo tiene tan fresco en la memoria pues un día antes celebraba su cumpleaños número treinta y siete. Si bien lo nuestro no ha sido tácitamente una historia de encuentros y desencuentros, nos consta haber estado en el mismo lugar al menos dos veces antes de conocernos realmente.

La primera fue hace más de diez años, en el 95 o 96. En aquel entonces yo trabajaba para Plaza & Janés como Coordinadora de Difusión y Relaciones Públicas. Estábamos por presentar los libros de dos autores distintos, ambos jóvenes promesas literarias españolas: Ray Loriga y Benjamín Prado. Para sede de la presentación, elegimos el local del ahora desaparecido Alejandro Aura, El hijo del cuervo. Debíamos, ante todo, estar a tono con los estoperoles, el pelo oxigenado, los jeans deslavados y las botas de piel de cocodrilo de Loriga. En ese tono, debíamos elegir, asimismo, a nuestras jóvenes promesas nacionales para que los presentaran. Uno de ellos fue Roberto Max y el otro elegido fue D. La noche, un abanico de texturas disímiles: la emoción incontenible de Benjamín Prado ante las palabras de sus presentadores, en contraste con el desencuentro –ese sí– entre Paula, mi mejor amiga y la que escribe, y las peripecias que la noche le deparó al propio D. en su mundo, separado del mío. Nuestra relación sólo llegó a estrecharse lo suficiente para entregarle el par de libros a reseñar, darle la bienvenida en El hijo del cuervo y divisarlo un par de veces en el lugar destinado para la fiesta.

Hace casi un año (desconocemos la exactitud con certeza, entre su arribo y mi partida o viceversa) estuvimos en el mismo evento, en el mismo lugar, sin reconocernos. Por aquel tiempo, mi pasatiempo preferido –o como mi mejor amiga lo definió de excepcional manera: un trabajo de medio tiempo sin goce de sueldo– era flickr. El día que subí mis imágenes por vez primera, lo recuerdo como si estuviera ahora afinando un instrumento. Era un lunes a las 11 pm a finales de mayo. Acabé por acostarme a las 4 a.m. con todo y que al día siguiente me esperaba un día ordinario, es decir, amplio en tareas; llevar a los niños al colegio, trabajar, recogerlos, volver a trabajar, etc.

Los tres meses siguientes a aquel día, mi popularidad en flickr subió como la espuma de una XX Lager en día festivo o en anuncio publicitario en el tiempo extra de la final del mundial de futbol. Tenía más de cien contactos que visitaban mis páginas y yo visitaba las de ellos. Amigos por todas partes: España, Singapur, Chile, Suecia, Israel, Colombia. Me habían invitado a formar parte de grupos fotográficos amateurs que a mí se me antojaban de lo más exclusivo. A uno de ellos me invitó mi obseso y vicioso amigo de la vida, alma milenaria, el Onder. Padrino cibernético por doble partida, él fue quien me orilló a caer primero en flickr y luego en facebook. Se trataba del fotopong, una especie de cadáver exquisito fotográfico. La dinámica del juego consistía en partir de una primera foto para luego, por turnos, interpretar sólo el último tiro con una nueva y así sucesivamente, hasta completar una cadena completa. Fue así también como conocí a El Calamar.

Conocerlo es mucho decir. Resulta peculiar analizar lo entrañables que de pronto se vuelven las relaciones virtuales. Cada vez que me topaba con sus fotos, sentía que conocía a sus hijas, que su mujer y yo podríamos ser amigas, que había acariciado a su perro (aunque ahora, pensándolo bien, desconozco si el Calamar tenga mascotas u odie a los perros o prefiera a los gatos. Lo que sí sé es que también estuvo en el Parque México el mismo día en que yo presencié la marcha por la legalización de la cannabis). Casi todas las veces que entraba a su página, dejaba grandes elogios. Mirando sus fotos fue que me interesé por conocer hasta hace unas breves semanas, el kiosco de la Sta. María y el Museo de Geología. Igualmente, él me dejaba comentarios, me invitaba a visitar La Galería Virtual en flickr. Eramos, lo que se puede decir, conocidos cyber. Las fotos de El Calamar en el fotopong eran inmejorables. Fue para mí un gran reto reinterpretar aquella de su hija con una sombrilla estilo oriental de color verde. Si no lo superé con creces, al menos fue mi tiro más elocuente y más elogiado. El Calamar mismo fue quien me dio la noticia de su aparición en bighugelabs, una subpágina de explore en flickr donde aparecen los tiros más visitados y sobresalientes. No cabía en mí de la emoción.



Un día cualquiera, El Calamar me mandó un correo con una invitación, esta vez, a una exposición no virtual. Se trataba de una exhibición pequeña de fotos tomadas en el Japón. El fotógrafo se llamaba –y se sigue llamando– Aurelio Asiain. Recuerdo muy bien una de sus fotos. Él, fotografiándose en el interior de un elevador mientras dirige su mirada y el rabillo de su cámara hacia el techo espejeante. Puede ser que lo que sigue sea más bien fruto de mi imaginación desbordada o maltrecha pero, si mal no recuerdo, Aurelio no se encontraba solo. Lo acompañaba una típica japonesa, típicamente inmutable ante lo que podría calificarse como un impulso intimidatorio del que empuñaba el arma, la cámara fotográfica, en las paradójicas posibilidades que sugiere siempre el espacio de un ascensor; público al tiempo que íntimo.


(Ahora que busqué la imagen para subirla a esta entrada, corroboro que tanto mi memoria como mi imaginación no andaban del todo perdidas)

Aquel 9 de agosto, hace un año, llegué tarde pues salía de las juntas semanales que tenía en Universum. Arribé en Coyoacán, a la Casa de la Cultura Federico Reyes Heroles cuando todo había prácticamente terminado. Eso me dio, al menos, la oportunidad de observar cada una de las fotos con la debida mesura, sin la presión del exceso de trashumantes al mismo paso que conllevan las inauguraciones, grandes o pequeñas. En eso llegó El Calamar a, finalmente, estrechar mi mano. Viejos conocidos, no hallamos qué decir. Yo me moría de la vergüenza pues su saludo fue delator: había llegado al final de la inauguración. No cruzamos más de tres frases, yo le pedí disculpas, le dije que tenía que irme pronto. Me sentía ajena en medio de los últimos convidados, familiares seguramente, la gente más cercana.

A Aurelio nunca lo saludé. Tampoco a D. Meses después, en uno de nuestros tantos escarceos amorosos (y con esto, no quiero confundir al lector: los escarceos amorosos entre D. y yo son las grandes pláticas que tenemos desde que nos reencontramos; en las sobremesas, en los viajes de carretera, mientras observamos a las mantarrayas surfear en las olas del mar, al principio o al final del día), reparamos en que habíamos estado en la misma inauguración ¿Cómo fue que jamás nos topamos el uno con el otro, que nuestras miradas jamás coincidieran? Tras analizar la situación obtuvimos la siguiente conclusión: él llegó muy temprano, yo llegué muy tarde. No concordamos por diferencia de cuartos de hora o quizá de minutos o de segundos... Él, al igual que yo, tampoco pudo estrechar la mano de Aurelio ¿Y cómo fue que llegamos a hablar de Aurelio entre otras tantas cosas que comentamos a lo largo de nuestros maravillosos días juntos? Esto no lo recuerdo tan bien. D. me habló alguna vez de su blog Al margen del Yodo, que ahora visito con frecuencia. Cambié mi antiguo vicio del flickr por otros igualmente saludables. Ahora D. y Aurelio son amigos virtuales; se envían libros, se cartean por mail.

Hoy D. y yo soñamos con visitar Japón, el lugar de nuestras personales obsesiones que también compartimos. Ojalá y, en un par de años o, en menos, estemos D. y yo tomando sake en Japón, en compañía de Aurelio y de Montserrat. Quién quita y hasta viene El Calamar con su esposa. Soñar no cuesta nada.

(La versión de los hechos escrita por el Vaquero, aquí)

domingo, 27 de julio de 2008

Yo soy lo que mi familia es (1)



Hace unos días encontré esta frase en un cartel que anunciaba el VI Encuentro Internacional de Familias. El cartel se hallaba centrado en una de las nuevas estructuras publicitarias dispuestas en casi todas las paradas del transporte colectivo a lo largo de la Avenida Insurgentes. Estaba por meter segunda en el auto mientras la frase que había leído hacía escasos segundos, retumbó en mi mente. No había sido una semana muy fácil que digamos. Entre otras cosas, me había convertido en el curso de verano de mis hijos. Al lado de D., los había llevado al zoológico, a la Estación Central de Bomberos, al cine, al Castillo de Chapultepec, a la exposición de Remedios Varo. Como ya es costumbre, mis expectativas y mi fantasía siempre terminan por superar la realidad. A Guido, el mayor, le da pavor meterse en el vagón del metro, abigarrado de pasajeros. Durante nuestro recorrido por Chapultepec, Tomás insistía en comprar un algodón de azúcar y regresar a casa temprano. Por mi parte, yo me dormí en lo mejor de Wall-E.

"Yo soy lo que mi familia es","Yo soy lo que mi familia es". No alcanzo a afirmar con tal contundencia qué tan certera es esta frase. Me vienen a la cabeza episodios de mi infancia y de mi adolescencia. No me gustaría que cualquiera que los viera pasar en una sala de cine, pensara que en eso se resume mi esencia, mi modo de ser, mi naturaleza. De igual manera, me remonto al pasado inmediato junto a mi pequeño núcleo, mi verdadera familia, ¿qué momentos borraría de mi historia?

Analizo las vidas de mis padres, ahora devastadas. Intento encontrar los orígenes de la masacre en un exilio voluntario, en la carencia de relaciones amistosas estrechas y significativas. Yo crecí lejos de primos, tíos, abuelos. Actualmente veo a mis padres con cierta frecuencia, a veces, más de lo que yo deseara. ¿Qué hay de sus vidas en mí?, ¿qué he sido capaz de heredar consciente e inconscientemente?, ¿quién soy yo, finalmente?

Recuerdo la primera visita de mis abuelos a México. Como dato curioso, siempre que mis abuelos llegaban, temblaba en la ciudad. Invariablemente. Un día fuimos convidados a comer a una casa de campo en Hidalgo. Mi abuelo y yo éramos los únicos sentados a la mesa mientras los demás se lavaban las manos, curioseaban, qué se yo, apenas tenía siete años. Ignorante de su presencia, comencé a comparar el reverso de los platos de talavera ordenados en la mesa donde ibamos a comer, hasta elegir para mí, el menos mancillado, el perfecto, de acuerdo a mi infantil criterio. Mi abuelo soltó una carcajada ronca y quieta, nada escandalosa. "¡Ay, María Paz!, ¡eres única!, alcanzó a decir. Años después, sufrió una embolia en días posteriores al terremoto del '85. Dicen que fue causada, en parte, por la angustia de no saber nada de nosotros. Las comunicaciones estaban completamente suspendidas y mi tío, hermano de mi padre, sólo alcanzó a avisar a través de la Casa Chile, que ellos, los Amaro-McClure, se encontraban bien. Obvió lo obvio: que nosotros, los Amaro Cavada, también.

De las anécdotas familiares podría omitir en mis memorias, la vez que fuimos, como cada domingo lo hacíamos luego de recoger el corte de las ventas de fin de semana de la librería de mi padre, a Danesa 33. A mi madre le encantaba el helado de cereza negra. Uno de aquellos domingos, tan pronto me entregaron el helado que pedí, se me cayó al suelo. Mi padre pidió al que atendía que me volviera a servir una bola de helado, en vista del suicidio instantáneo de la anterior. El dependiente se negó, arguyendo que había sido mi culpa y no la de él. Eso era lo de menos. Entonces, mi padre tomó mi cucurucho de galleta, recogió con él la bola de helado que yacía en el suelo y comenzó a embarrarla en toda la protección elevada de la heladería. Como recordarán, las heladerías Danesa 33 parecían verdaderas estaciones espaciales, al menos la que yo frecuentaba en una esquina de Insurgentes Sur, a un costado de la paradisiaca juguetería ARA, curiosamente muy cerca de donde vi el cartel con la mentada frase relativa a las familias. Mi padre dibujó un círculo perfecto de restos de helado a lo largo de toda Danesa 33. Yo me sentía morir.

Otras veces, mi padre llegó a entrar al cine burlando los cinturones elásticos de seguridad y evadiendo la cola que esperaba, paciente, entrar a la sala. O se peleó a golpes con un uruguayo que encontró robando en su negocio (esa vez, me sentí morir por segunda ocasión). Pero también era el que más jugaba conmigo, el que más bromas nos hacía cuando éramos pequeños. Cada vez que llegaba del trabajo a comer a la casa, mi hermano y yo nos peleábamos por sentarnos a su lado.

Cuando comencé a tener serias sospechas sobre la existencia de Santa Claus y los Reyes Magos, mi padre me confesó que él había sido el único niño a quien se le había permitido la fortuna de ver a Santa Claus sin que éste lo sorprendiera en su arriesgada travesura. Tan vehemente fue mi credulidad que ahora repito la fórmula. No sé si me sale igual de bien. El caso es que cada vez que mis hijos pierden dientes, al día siguiente me aseguran que el Ratón Pérez habló con ellos, los cargó, les presentó a sus amigos. Cuando el Ratón Pérez nos visita, me sorprenden con ocurrencias cada vez más arriesgadas en su estructura, aderezadas con un sinfín de detalles, como si se tratara de un concurso poético del Siglo de Oro. Será, en esta ocasión sí, algo de familia.

Mi hermano Luis, dos años menor que yo, solía encontrar el corte de todo un fin de semana en los burós de mis padres. Sin pena ni culpa iba depositando, uno a uno en su cochinito, las monedas y los billetes que luego mi padre recuperaba de un golpe, haciendo abortar a la pobre bestia de yeso. Tras haber perdido varios dientes, dejé el séptimo u octavo debajo de mi cama. A la mañana siguiente, mi almohada cubría una cantidad de monedas inverosímil. Mis padres no se lo explicaban. Fue mi hermano quien, luego de verificar que al Ratón Pérez se le había olvidado pasar por nuestra ventana, antes de que yo despertara decidió salvar la honra de tan prestigiado animal y fue a asaltar el cajón de la cocina donde mi madre guardaba el cambio para las tortillas, el pan y la leche.

Ahora mi padre está viejo, cansado, achacoso. A veces, suele vivir bastante desilusionado de la vida misma. Me duele verlo así, con todo y que, cada vez se parece más a mi abuelo. Y sí, esa fue la familia que me tocó, para bien o para mal. De la que yo aprendí cosas buenas y cosas malas que hasta ahora, me percato, inconscientemente repito.

viernes, 25 de julio de 2008

Feliz por D.



Estaba por terminar la que se suponía sería la siguiente entrada. El título era "Yo soy lo que mi familia es". La acababa mientras miraba al fondo, el Mar Pacífico encabritarse, denso, celoso, pero a veces, de un azul aguamarina, abierto como adolescente, dispuesto a cobijar a quien lo quisiera, en la leche de su espuma.

Hoy apareció una de esas pocas noticias luminosas en la red que aplazó la siguiente entrega por motivos obvios. Me refiero al reconocimiento que le han dado a un joven escritor que quiere hacerse de una vida buena y humilde, sin pretensiones, a partir del oficio que más ama: la escritura misma.

Y yo lo comparto con creces, al darme cuenta de que vivimos entre tragedias y redenciones. No hay más. Cuando lleguen las segundas, hay que agradecerlas, abrazarlas. Son la gasolina de los sueños y los proyectos que las secundarán.

Miro hacia atrás y veo, hasta en los supuestos fracasos una condecoración postergada. Me refiero, sobre todo, a Cuaderno Salmón, una revista que se fue, como el oso a su cueva, en la espera de tiempos mejores. Proyecto romántico de principio a fin, pero por ello, doblemente valiente. En medio de un país de escasos lectores, de incipientes apoyos, este joven escritor publicó ocho números inmejorables. Yo voy en el tercero, que devoro dulcemente cuando el tiempo me lo permite. Es para mí, el caramelo infantil que deseamos se vuelva mágicamente inagotable.

A la par de Cuaderno Salmón, el joven escritor tiene numerosas colaboraciones y tres novelas. Con la primera, me robó el corazón y todavia no me lo regresa. Con una reseña sobre el último CD de Radiohead acabó por conquistarme. Soy yo feliz con él, leyéndolo al igual que viviendo estos últimos meses, cuerpo a cuerpo, a su lado.

No me queda más que desearle larga vida, que todos sus sueños, los solitarios y los compartidos, se coronen como éste. Los brazos abiertos hacia el mar rebelde, que de este joven escritor estoy enamorada.

lunes, 23 de junio de 2008

Una pregunta naive



El jueves pasado, mientras hojeaba el periódico, me encontré con una imagen por demás abrumadora. Se trataba del oso polar que pudo sobrevivir al desorientado viaje que lo llevó desde su terruño -al parecer, Groenlandia- hasta las costas islandesas. Como muchos saben, el gobierno islandés dio luz verde para que masacraran al animal, en vista del peligro que representaba para los seres humanos asentados en las zonas aledañas al paraje que el oso ocupó durante su exangüe exilio. Más de sesenta personas, entre curiosos, ecologistas y pacifistas, veterinarios y guardias, presenciaban las rondas de la solitaria bestia. Lo bautizaron Ófeig que en islandés quiere decir "el que no debe morir". Minutos después de su muerte, su cuerpo aún caliente -una mancha blanca y peluda que yace en el pasto de un país al que todos nos imaginamos verde y pétreo-, violado por todos. En los videos de youtube se alcanza a apreciar la manera en que algunas personas intentan abrir sus fauces, comparar el tamaño de su mordida con el de un teléfono celular. Incluso, hay quienes osan posar para la foto del recuerdo. Guardias o cazadores neófitos, no lo sé. La inmortalidad a través de la muerte, pienso yo.



Coincidencias de la vida. Ayer, mientras esperábamos la apertura de la sala de cine, D. me hizo reparar en una cita de Mahatma Gandhi que encontró mientras leíamos una revista: "Un país, una civilización se puede juzgar por la forma en la que trata a sus animales". Esperábamos ver el último film de Julian Schnabel, "La escafandra y la mariposa". El film aborda los últimos meses de vida de Jean Dominique Bauby, otrora editor de la edición parisina de la revista Elle hasta 1995, año en que sufrió un infarto cerebral. A raiz de la tragedia, Bauby sólo podrá comunicarse por medio del único músculo que puede mover: su párpado izquierdo. Extraño como pueda sonar, gracias a su aleteo, una suerte de aleteo similar al batir de las alas de una mariposa, Bauby escribirá un libro con la ayuda de una devota amanuense que traduciría los movimientos en palabras, reuniendo así, letra por letra, la memoria y la imaginación de Bauby. Diez días después de la aparición del libro, Bauby muere en un hospital de París tras permanecer confinado los últimos meses de su vida en otro, a orillas del mar.



Extraño periplo el de ambos personajes, Ófeig y Bauby. Uno más fructífero que el otro. Aquel, encerrado en su cuerpo, pudo escribir un libro cuya primera edición se agotó a escasas horas de su entrada en librerías. El otro, a pesar de haber cruzado el gélido océano a nado durante días y, poder así, llegar intacto a tierra firme, murió unos días después sin mayor homenaje que un nombre fatídico y las fotografías de su hermoso pelaje blanco, ahora ensangrentado.

Aunque extremadamente naive me vuelvo a preguntar sobre el futuro de la especie humana; sobre el sentido de la vida misma. Un mundo donde existen, a la par, hombres como Bauby, mujeres como Evelyn Glennie, capaces de confrontar cualquier tipo de discapacidad. No sucumben a ellas. Por el contrario, las trocan por dones aún más grandes. Para muestra, un botón:



Glennie es una percusionista inglesa que quedó sorda a la edad de siete años. En una entrevista, Glennie responde con una modulada voz que no levanta ni la menor sospecha alrededor de su sordera, cómo es que logra interpretar la música con esa inigualable delicadeza. Glennie no sólo lee las notas. A través de los años fue desarrollando una habilidad para percibir el impacto de los sonidos en distintas partes de su cuerpo. Al igual que a Bouby, la fatalidad no la hizo rendirse.



La próxima vez que vea a A.H. le preguntaré cuál es su fórmula mágica para resistir los embates de la vida. Esa misma que es tan contradictoria como rica. Susana, mi ex terapeuta, respondió alguna vez a mis atribuladas preguntas sobre el sentido de la existencia. Para ella, no hay más que lo que denomina de forma personal "La apertura a lo desconocido". Es la era de Acuario pero, a la vez, la del sobrecalentamiento global; la edad del consumo desmedido coludido con la hambruna de regiones enteras. Todos estos incidentes, presentes en la etapa que pasará a la posteridad como aquella en la que hasta las más férreas teorías genéticas y físicas se desmoronan como figuras históricas endebles; terruños de harina que no son mas que islotes minúsculos en medio de un cosmos que ahora se admite, en eterna expansión. El fin de la historia.

lunes, 19 de mayo de 2008

De las citas con el pasado (3)



Lo que a continuación sigue, fue escrito hace poco más de un año. Algunas cosas siguen faltando, otras se han ido cumpliendo. Dejo para quien lo quiera y a quien le sirva, mi mantra personal.

19: a trece meses de haber abandonado el nido…

Quiero respirar pausadamente. Advertir la oportunidad de aventura que surge a cada segundo. Correr y estrellarme contra el cielo y las altas frondas que lo enmarcan….quedarme ahí.

Esto se vuelve necesariamente una suerte de oración. Desconfío de los dioses patriarcas; confío más en la sabiduría del universo.

Quiero estar con mis hijos y postergar la urgencia. Quiero verlos a los ojos. Lograr que esa conexión sutil se vuelva parte de nuestros hábitos. Quiero mirarlos jugar con certeza. Disfrutar de las tareas y los proyectos infantiles tanto como del poder infranqueable que se vuelve ser madre al acurrucarlos contra el pecho sabiendo que ese es el mejor lugar donde pueden estar cuando se sienten heridos. Quiero percatarme de la singularidad de sus voces y sus hallazgos. Volverme niña en sus juegos, estar menos pendiente de los granos de arroz que dejan en el plato.

Del trabajo, quiero que día a día vaya yo conquistando mi lugar en este mundo. Tener un espacio para la creatividad, al menos quince minutos al día. Quiero dejar de ser unilateral, empatizar con el otro; asumir mis propios errores. Lanzarme al vacío con la plena conciencia de que hay mayor ganancia en ello de la que queda cuando espero que los demás me resuelvan la vida.

Quiero seguir siendo valiente (que el coraje se transforme en dulzura). No quiero darme a conocer ni como la ogra tempestuosa ni como la Lilith autosuficiente; tan sólo en mi propia tesitura y que ello no asuste. Correr el riesgo de partir de lo que yo siento y pienso. Tomar mi corazón como mi propia brújula. Mirar de frente, a los ojos.

Quiero tener lo suficiente. Vivir con una alegría humilde que de cuando en cuando sea inundada por la euforia. Tener derecho a abonar la tierra de los sueños en la medida en que éstos se vayan cumpliendo.

Quiero viajar. Viajar con mis hijos. Viajar con un hombre. Vivir una road movie de la mano de Alejandra y Tania. Quiero tener lo suficiente para dejar de sentirme culpable por querer ir al cine, hacer una maqueta con mis hijos en Peña Pobre, ir al Taro con ellos, escudriñar las esquinas de esta ciudad en busca de nuevos lugares donde ellos aprendan, conozcan y se maravillen como yo lo hago.

Quiero tener el derecho a tener una mejor casa, un mejor auto, una mejor vida. Hacerme de una amplia biblioteca, en un estudio que mire al jardín. Escribir por las tardes de los fines de semana mientras ellos juegan y de fondo se escuche la voz torrente de Nick Cave.

Quiero respaldar mi compu y mi I tunes.

Quiero seguir siendo bendecida por la vida de la forma en que lo he sido hasta ahora. Quiero fortalecer el vínculo tácito, inexpresable para con mis amigos. Es el mayor tesoro que estos meses me han otorgado.

Quiero salud para mi padre y sosiego para su alma. Quiero descanso y amor profano para mi madre. Quiero que mis hermanos me vean como la mujer que soy y tengan ganas de verme y de hablar conmigo.

Quiero amor para los que me rodean.

Quiero seguir siendo vulnerable, quiero seguir teniendo ganas de llorar. Ya no quiero hacerme la fuerte. Quiero ser repositorio de ternura y sinceridad. Quiero que alguien me ame. Quiero encontrar el amor en su verdadera y sana dimensión. Quiero comunicación. Quiero acabar el día sabiendo que valió la pena. Quiero acabar el día intuyendo que el otro sabe a qué me refiero sin la necesidad de las palabras.


Quiero…

domingo, 4 de mayo de 2008

Ayuda doméstica



La primera vez que prescindí del gran lujo que constituye tener ayuda doméstica, mi primer hijo había nacido hacía escaso mes y medio. Me quedé sola, en un condominio horizontal de tres pisos, con un bebé en los brazos en tanto miraba, atónita, la olla express rellena de lentejas sobre el fuego, a punto de explotar. Una sensación de desvarío me mantuvo inmovil por segundos mientras decidía qué hacer para lograr enmudecer el ruido ensordecedor de la alarma humeante. Con el niño todavia en brazos, caminé hacia la llave de la hornilla al tiempo que las fibras de las lentejas que lograban escapar del único orificio, se autoinmolaban y se adherían al azulejo del muro formando una figura esquizofrénica digna de Amytiville. Lo hice a tiempo. Ninguna tragedia adicional contribuyó a ensombrecer el día más de lo que ya estaba.

La segunda ocasión en la que me quedé, esa vez sin Obdulia, Guido tenía dos años y Tomás había nacido cinco meses atrás. Desde el día uno, Guido atentaba contra la vida de su hermano menor con todo género de accesorios: controles remotos masivos y contundentes, llaveros punzantes, muñecos de peluche asfixiantes. Estábamos recientemente solos, abandonados a nuestra suerte, cuando Guido tiró agua al piso. Para evitar cualquier resbalo, no tuve opción alguna más que correr en busca de una jerga. A mi regreso, veinte segundos después, hallé a Guido de pie, con Tomás en sus brazos. Mi cara de terror seguramente habría recordado a cualquiera, el rostro de la única sobreviviente de la masacre preparatoriana en Carrie. Al verme, Guido no tuvo mejor idea que arrojar a su hermano al escaso vacío fronterizo entre sus cortas piernas y el suelo. Tomás cayó abruptamente sobre la loseta y yo sentí que un millón de neuronas morían asesinadas dentro de la cabeza de mi hijo.

Durante el tercer caso de orfandad, mis dos hijos y yo nos quedamos sin la milagrosa ayuda de Marlene. Nos enteramos por coincidencia, meses después de su partida, de que Marlene se llamaba en realidad María Magdalena. Un pariente suyo insistía en localizarla y luego de tres rechazos telefónicos con sus pertinentes aclaraciones, caímos en la cuenta de que María Magdalena y Marlene eran la misma persona. La relación entre la figura mítica de la Primera Guerra Mundial y la nana de mis hijos, esa, jamás la supimos.

En aquel entonces, además de seguir siendo madre de dos niños, irrumpían en mi vida otras novedades, fruto directo de mi ser consecuente. Llevaba escasos meses separada del padre de mis hijos y mi pareja por casi nueve años, y acababa de independizarme al solicitar un préstamo bancario pagadero a tres años para rentar un departamento en Tepepan. Estaba, también, reciente y repentinamente desempleada. Cuando Marlene llamó un lunes después del mediodía para avisar que no regresaba más, nos sentimos de nuevo derrumbados. La tarea inmediata fue intentar aplacar el pánico atroz que inundó a Tomás al perder a la mujer que lo había acompañado desde que tenía un año. Marlene era tan importante para Tomás que cuando vió la película Los Increíbles, él mismo afirmaba que Guido era Dash, su papá era Bob Parr, Marlene era Helen, su madre, y yo era Edna Moda.

La soledad y la incertidumbre nos envolvieron a Guido, Tomás y a mí, fundidos en un abrazo en medio del departamento, blanco y desierto de muebles.

Desconozco cuántas ausencias más deberé de sobrellevar en el futuro. Supongo que muchas. La última, la más reciente fue hace una semana. Esta vez seguía siendo la madre de dos hijos, nuevamente estaba a punto de perder el trabajo. El departamento en el que me independicé no existía más. En el último año me había sido imposible sostener los gastos con el dinero que obtenía de proyectos free-lance y de dar clases. Me mudé a casa de mi madre un tanto derrotada. La ametralladora se había vuelto escopeta. Era sordomuda, sin eco y sin balas.

El único lujo que me quedaba de mi existencia pasada era Laurita, quien se fue un soleado martes de abril de la misma forma en que llegó. De la misma manera en que todas las anteriores, también, llegaron y se fueron. En términos estadísticos, los daños fueron mucho menores. Hasta en esta suerte de acontecimientos una va adquiriendo destreza. Ya no me enojé como las otras veces, tampoco las califiqué de injustas a ellas, de injusta a la vida. No es que me haya alegrado tampoco. Sin embargo, el ejercicio del desapego practicado hasta este momento surtió sus inesperados efectos. Sin una casa propia, sin un trabajo estable, con dos hijos que criar y con la vida vacía de elementos tangibles pero, a la vez, la cabeza llena de cometas (tantos que se salen por los orificios de mis orejas hasta encontrar una altura de vuelo propicia).

Hacía muchos meses no me había sentido tan suelta, tan libre.

martes, 8 de abril de 2008

Ante una foto de Soulemama*

Dedicado a Concha. Sin lugar a dudas, una gran mujer.

(* La foto de Soulemama)

Un ángulo recortado, motivacional. Lo llama ella "de inspiración". Mis ojos la miran y sueño con ser todas las mujeres que quisiera. Las vocaciones que yo podría encerrar. Miro después un video de una rusa con ojos rasgados recortando una gasa de yeso que le envuelve los senos y la cintura alta. Dos tipos de recortes, dos tipos de tijeras. ¿Cuántas mujeres podrán caber en mí?

http://youtube.com/watch?v=t5lS3dyI_mU

Se antoja la del fuete en la cresta de la espuma de sus sueños. Para domarlos, para domeñarlos. Para instigar a la pelea a todo aquel que quiera derribar la ola. Se antoja la de mirada en línea recta. Aquella que no ceja, que no se entume, la descorazonada cuando debe acomodar los sentimientos en un librero para buscarlos después, si el tiempo sobra, si la vida amaina. Se antoja, sobre todo, esa.

O también, la que vive suelta en la piel que le tocó. No necesita ser desfundada. Le vienen bien todos los días. Es un poco filósofa. No se detiene en el pasado, no intenta adivinar el futuro. Atropella a las moscas y a cualquier otra distracción con sólo un suspiro corto. Vuelve a abrir los ojos y se enfoca en su meta. Encuentra guijarros en el piso con los que compone una sinfonía muda, sólo leída y escuchada por el tremor de su mente.

....aunque los sueños tienen algo de rebeldes. Se escapan, hay que perseguirlos con algo más que una red de mariposas. El sueño de Verne viajó a la Luna apenas en los '60. ¿Cuántos lustros esperarán los míos?, ¿días?, ¿horas? Mientras, se cuecen al calor del tiempo exangüe.

viernes, 21 de marzo de 2008

Senile Dementia



Mi amiga Laura me contó hace algunos años algo que recordé días atrás. Su abuela, presa de un Alzheimer avanzado, vivía en Morelia bajo el cuidado de su hija, la madre de Laura. Esta última solía prestarle una escoba para que la anciana se entretuviera. Acto seguido, la abuela barría durante largas horas hasta llegar a los rincones más recónditos de cada una de las habitaciones, barriendo una y otra vez las mismas esquinas, los mismos recovecos, hasta que se volvía de noche.

Un día, la madre de Laura hizo lo acostumbrado pero olvidó cerrar la cochera con candado. La abuela, al encontrar la reja abierta, salió y comenzó por barrer la banqueta. Luego siguió por la calle, dio la vuelta en la esquina, continuó barriendo la siguiente, luego la avenida, la manzana entera, y siguió así por horas. Pasó todo ese tiempo en lo que la madre de Laura reparó, presa de otras preocupaciones más inmediatas, en el silencio o, al menos, en el cese de las fibras acompasadas contra la loseta de la casa. Encontró la puerta abierta lo mismo que la reja. Caminó y caminó por las calles sin encontrarla. Regresó a la casa, presa del horror mezclado con la culpa. Llamó a Locatel, a los hospitales vecinos y a la policía hasta que, finalmente, dio con la abuela en una comisaría. Un par de personas que vivía a varios kilómetros de allí la había encontrado afuera de su casa, completamente desorientada, escoba en mano.

Suelo imaginarme a la abuela de Laura barriendo sin parar todas y cada una de las calles de Morelia. De no ser por el cansancio, los signos del clima, el paso de la noche, la abuela podría haber barrido todo el globo terráqueo. Eso es lo que imagino.


(Foto cortesía de DerrickT's)

Recuerdo también que hace unos años, no muchos, tuve que alzar en vilo a Guido, mi hijo mayor, luego de que se quedara dormido en el interior del automóvil. Con toda seguridad, los sonidos de mi esfuerzo tras haber subido las escaleras rumbo a su recámara lo despertaron. Guido sólo alcanzó a darme las gracias y añadir: "Gracias mamita. Cuando tú seas viejita y te quedes dormida en el coche, yo te voy a cargar y llevarte a tu cuarto".

En eso, se me vino el terrible y sombrío pensamiento de la vejez sin remedio y me imaginé a mí, pequeña y arrugada, en efecto, en brazos de mi hijo mayor que me llevaba de vuelta al asilo donde yo vivía, luego de la consabida visita y el paseo dominical adjunto.

La última escena. A manera de exorcismo demoniaco, días después le confesé la anécdota y su derivación a Eleonora, mi entonces suegra. Lo anterior hizo que yo le recordara a ella, en mi personal juicio, la mejor y más humorística de las tres viñetas.

Un día que Eleonora se despertó de buenas, se dirigió a Perisur para ir al banco, saldar las cuentas, pagar la tarjeta del Palacio. Se sentía tan bien que creyó justo merecerse un pequeño autoregalo. Entró a Mixup y se encontró con algo hacia tiempo deseado: un CD con los grandes éxitos de Frank Sinatra. Lo compró, abandonó Perisur, subió al auto y aceleró más que de costumbre. No podía esperar a llegar a su casa y escuchar sola, en la comodidad de su sala, la gran voz del cantante. Fue así como llegó, abrió la puerta, desenvolvió el CD de su celofán y los primeros acordes empezaron a brotar de la máquina. Eleonora comenzó a bailar al ritmo de la primera canción, Fly me to the moon. Entretanto, se reía con ella misma y con el alma de Sinatra que por allí rondaba, llamado por la extraña alquimia esotérica de los pasos de la bailarina sobre la alfombra. Así era, Eleonora lo estaba consiguiendo. Ya no bailaba en su sala, bailaba en un prado iluminado. Se veía a sí misma dando vueltas y más vueltas en medio de ese paraje encopetado por el sol, hasta que dejó de reirse. La siguiente escena que torturó su mente fue la de dos enfermeros que la llevaban, canosa y chimuela, enfundada en un camisón pestilente y amarillento, al interior de la sala adonde otros viejos como ella la miraban extrañados. Los enfermeros la convencían cariñosamente de ir puertas adentro mientras ella no dejaba de oír en su interior la voz de Frank Sinatra.

Sus hijos la habían encontrado igual, pensaba, un día que la fueron a visitar a su casa y la hallaron desaliñada, en mangas de camisa, bailando sabe Dios por cuántas horas sin comer ni dormir. Fue entonces que tomaron la decisión de ingresarla en el asilo, al que Eleonora llegó encasquetada por un par de audífonos de los que manaba la voz de Sinatra. La mujer y el cantante, completamente inocente, vuelto cómplice de su demencia senil.

Eleonora volvió a la realidad y se encontró parada y muda en medio de su sala, con los ojos inmensos mientras la voz de Sinatra seguía y seguía.

Fin de la historia.

jueves, 13 de marzo de 2008

De las citas con el pasado (2)



Las juntas de trabajo en Universum (el museo donde trabajo hace casi dos años) suelen ser muy divertidas. Pero hubo unas pocas en las que impedía me invadiera el sopor por medio de la escritura. La foto arriba, es de un poster que se encontraba frente a mi vista mientras Lourdes y Emmanuel, los encargados de museografía, nos enseñaban las nuevas propuestas de armatostes modulares. Sirvió como pretexto para escribir el viaje delirante que presento con las debidas reformas posteriores y las atinadas correcciones del Vaquero, a quien se lo dedico.


Polinización

Murciélagos y polillas. Ciempiés, avispas, mariposas. A la derecha, un órgano de ochenta brazos cactáceos, poblado por un acné espinoso, veteado de aguijones variados en color que evitan cualquier posibilidad de pasear el dedo por la pulpa de su latitud carnosa. Árido según se le mire.

Miles, millones de años antes, el desierto era fondo marino. Desconozco qué especies mareaban al mar con su nado de trashumante, justo donde ahora la población de cactus espera, aburrida, la visita de un coyote perdido.

Me gusta imaginarme que entretanto vivieron dinosaurios de colores inexistentes en la actual existencia; que luego de ellos, hubieron batallas minúsculas entre la minúscula demografía de neanderthales. Y, que en el futuro, habrá guerras semejantes a las peleadas por Mad Max, sobre la grupa de Harleys destartaladas y Hummers oxidados, amnésicos de los tiempos placenteros en los que corrían por caminos pavimentados, sombreados por ahuehuetes.

Los caballos tampoco recordarán que fueron salvajes en ese país porque estarán extintos. De su huella sólo quedarán las osamentas ocupadas por los insectos que las utilizarán como vivienda, en la espera de tiempos mejores.

A lo largo de ese largo y fino hilo sedoso que es el tiempo, subsistirá la abeja. Nacerá de la pérdida y la polinización de algún extracto marino; abrevará en flores carnívoras superiores a los dos metros; se refugiará debajo de la arenisca, lanzará rayos ultravioleta que eviten la pisada de un animal viejo, enfermo o enojado. Polinizará las escasas flores que peinan la cabeza de las biznagas. Volará nauseabundamente ante el escaso trabajo que le depara el valle de Cuatro Ciénegas y recordará -finisecularmente- cuando era un ser unicelular, una bacteria que semejara la vida en el valle del lejano Marte.

martes, 4 de marzo de 2008

De las citas con el pasado

Acabo de encontrar este texto. Hace casi un año de él. La vida sonríe de nuevo. Sólo queda pedir que se estacione ahí, en la sonrisa, por mucho tiempo más.



Recuerdo el poema de Sylvia Plath. Mi sombra brota de las orillas de mis pies tan pronto me levanto de la cama. No tengo a quien abrazar por las noches. Entonces, me acurruco en los meandros que dibujan las almohadas, dispuestas como dos dunas solitarias en medio del paisaje desértico de mi cama.

Los cuerpos de mis niños son los que ahora rompen con la sinfonía que pareciera proseguir ad infinitum. En la punta de la mañana, se acercan y se recogen. Juntos, construimos conchas con las superficies cóncavas de nuestras manos aplatanadas sobre la franela, inmóviles. Los diminutos dedos de los pies son cuentas de un rosario prístino y azulado, coloreadas por la noche que nos abandona.

Por ahora sólo queda arquearse en silencio, contemplar los laberintos radiales que hacen los cabellos, asesinados por el aplastamiento. Inminente muerte que a todos aqueja, primero aquí, luego en las baldosas del baño matinal, arreciando evadirse en el huracán que desaparece por la coladera.

Ya no más compañía por hoy, sólo el abrazo maternal al tiempo del aire que, imperceptible, se cuela por los ojillos de las narices, en la espera del eco en el fin de los tiempos (pero no en el Apocalipsis).

jueves, 28 de febrero de 2008

Caminante: no hay camino




Esta entrada va dedicada a David, con todo mi amor.

Cuando me enfrenté con la ardua labor de iniciar un proyecto de tesis relativa al desplazamiento, comencé por leer y por practicar lo que dicha lectura narraba. Como todos saben, no hay cosa más difícil que el comienzo, al menos, en proyectos de esa índole. El libro era Wanderlust de Rebecca Solnit. Mientras lo leía, comencé a hacer lo que era objeto del libro: caminé a la espera de que arribaran la serenidad, la destreza, la soltura y la creatividad necesarias para emprender el reto. Caminaba, sobre todo, por los parques de Chimalistac, por Coyoacán. Fue en esas caminatas donde me percaté de un hecho, aunque obvio, digno de mencionar. Las mamás caminamos mucho. Caminamos a la tienda de abarrotes, a las guarderías. Caminamos el espacio que queda entre nuestros automóviles y la puerta de la escuela. Muchas caminan hacia el trabajo, otras dividirán sus caminatas entre los tantos vehículos que deben abordar para llegar con prontitud a múltiples lugares.

Yo tengo la fortuna, entre muchas otras hasta ahora, de caminar por placer. Últimamente camino, sobre todo, para pasear a mi perro y acompañar a mis hijos, o para rentar una película o comprar un libro. Caminar, de pronto, se volvió una reflexión pero también una metáfora. En los días en que amanecía más inspirada, caminaba hasta un café en Coyoacán, adonde llegaba lúcida para garabatear y subrayar sobre libros, fotocopias y escritos propios. Acababa en un estado similar al de un gato montés que acecha pasos, escenas, ideas, presa pertinaz de la cafeína diluida en mis venas luego de varios express cortados. A mi regreso, tomaba fotos, fotografiaba casi todo. Desde una puerta hasta un vocho, los transeúntes...

Recuerdo muy bien una caminata menos reciente. Llevaba yo a Guido, de escasos dos años, por la misma avenida de aquel café. Ibamos muy lento, pues Guido llevaba una suerte de colector, similar al que Francis Alÿs hiciera, por aquello de la obsesión por encontrar coincidencias. Era un perrito de plástico que compramos en la plaza. Guido, con sus piernas pequeñitas, concentraba todo su esfuerzo en hacer que el perrito caminara; que no se saliera de su breve cauce urbano ni que tropezara con toda suerte de piedras, corcholatas y pequeños obstáculos. Impaciente como soy, aquel día dejé que la vida nos llevara sin importar si se hacía de noche o si comenzaba a llover; si llevábamos mucha o poca ropa para semejante ocasión.

Años después, quién me iba a decir que caminé hacia el amor que me esperaba, sentado en una apacible mesa cercana a esa misma plaza. Salimos de ahí, los dos, juntos desde entonces. Y cada vez que traigo ese momento a la memoria , mi corazón se estremece llevado por ese impertérrito ritmo de lo genuinamente verdadero. Es redundante, yo lo sé, pero es así en este caso: genuinamente verdadero.

La tesis salió, mejor o peor. En torno al caminar, hice yo junto con otros, divertidos experimentos que registramos. Uno de ellos fue en Avándaro, en compañía de T. y A. Otro fue en el bosque de Chapultepec con F., rumbo a la exposición de "The Polaroid Kid". Con A. y T. planeamos incluso una road movie. No sé si algún día cuente con un guión terminado, o si se estrene, pero nuestras aventuras ya forman parte de nuestro muy familiar acervo emocional.

Hoy salí de una entrevista en C.U. Salí con el cuerpo nuevo. Son muchas las veces que me he sentido así. La diferencia ahora fue que, conforme cruzaba el umbral hacia las islas de pasto frente a Rectoría, me hice una promesa. Luego de muchos días, mezclados de redención y de frustración por igual, llego a la siguiente conclusión. De nada sirve lamentarse. Hay mucho por hacer. Todavía hay mucho por caminar. Hace dos días llegué corriendo, descalza pero emperifollada y, pensé, "es una buena señal". Hoy salí distinta pero igualmente segura. No hay nada que lamentar. La vida es como es. Sin más ni menos. Es muy corta para detener el paso.

Caminando regresé. Mientras lo hacía volví a dar las gracias por encontrarme con alguien que me quiere y que me cuida. Que se preocupa por mí y por los que más quiero. Que es tan sonriente, tan inteligente y tan versátil. Que baila tan bien como canta y como escribe. Lo que haga se le vuelve fácil y gozoso, y lo llega a dominar como el que más, sean fotos o ñoquis. Su belleza ensombrece a la de John Taylor. Eclipsa a cualquier otra.


Me gusta que la vida se desenvuelva en mil caminos. Me gusta ignorar con precisión hacia dónde dobla la siguiente esquina. Me he acompañado de grandes personalidades que, lo mismo recogen perros heridos en las calles, que bailan hasta las seis de la mañana; que dirigen proyectos, coordinan gente con amor y ternura, entrar en meditación zen cuando se trata de escuchar injurias - hacen, de palabras necias, oídos sordos-, y concluyen esa misma jornada bailando en la soledad de sus espacios íntimos. Me acompaño de gente que no se rinde. Que lo mismo abre un café internet, que enseña a la gente a solucionar sus problemas a través del abrazo. Son incansables y siguen buscando. Por eso va también, para ellos dedicada, la vida misma.




Pd: Se trata de una promesa.

lunes, 25 de febrero de 2008

El sapo suicida


Érase una vez un sapo que quería suicidarse. Había fracasado en numerosos intentos. Se había encargado de descansar en el lirio flotante más frágil pero sorpresivamente sucedían las cosas más inesperadas. Conforme su hinchado cuerpo se sumergía, el sapo iba perdiendo la visión panorámica del pantano donde había nacido. Tan pronto sintió el agua adentrarse en sus fosas nasales, cerró los ojos y se despidió. Pero el hipopótamo salió a respirar y, con él, el lirio en el que el sapo esperaba la muerte, coincidentemente emergió a la superficie.

Prediciendo las condiciones climatológicas, luego de ese primer intento, esperó morir de sed. Llevaba tres días en postura de meditación, inamovible, con los ojos saltones, únicos globos que recuperaban la nimia humedad cada vez que los cerraba, al mismo ritmo acompasado de su pulso que se menguaba con el paso de los segundos. El día en que ya no los pudo abrir más, comenzó a caer una fina brizna de agua sobre la arena en la que se encontraba. Confundió ese momento con la llegada del paraíso. Pero la lluvia fue cayendo cada vez más fuerte hasta empapar todo su cuerpo quebrado por la intemperie. De nuevo se había salvado.


Intentó clavados estratégicos sobre rocas agresivas, se mantuvo cercano a las bestias depredadoras, masticó bichos venenosos hasta el regodeo pero la muerte no sucedía. Más bien sucedían toda suerte de eventos, mitad milagrosos y mitad miserables, que le impedían cumplir su cometido.

Transcurrieron a la manera bíblica siete días con sus siete respectivas noches. El sapo tenía la estrategia. Había observado sin cesar, el paseo aéreo de los monos en las lianas que colgaban de las altas copas selváticas. Cuidó los secos filamentos que se desgranaban de una liana en particular. Evitó todo alimento durante esa semana –sólo el necesario para enfrentar a los changos que amenazaban con utilizar la liana elegida– hasta quedar delgado como una rana. La luna de la séptima noche le proveyó de la iluminación esencial. Lentamente, el débil sapo saltó hacia la liana que aguardaba paciente. De manera provisoria enredó su cuello en ella sin tirar de más. Sólo ajustó la tensión de la delgada cuerda, de tal forma que sus patas traseras aún descansaban sobre el suelo. Los primeros ruidos matinales de las aves comenzaron a surgir. Con ellos, la cuenta regresiva. Un mono tití se lanzó intempestivamente a tomar el lado contrario de la liga mortuoria y, en el acto, las patas del sapo se elevaron y su cuello fue estrangulado.

El que persevera alcanza.

martes, 19 de febrero de 2008

Ashes and Snow en el DF



El pasado domingo 10 de febrero arribamos al andén de la estación del metro Miguel Ángel de Quevedo, D., los niños y yo, en punto de las 8:00 am. El mito en torno a la ya famosa instalación Ashes and Snow, se remontaba incluso a las supuestas colas eternas para tener acceso a tan magno evento. Días después, hago el recuento de los hechos: bien podría parecerme una estrategia más de Colbert, de cuyo talento, sólo reconozco el mérito mercadotécnico.

Ningún problema: a las 9:00 am, hora en que se abren las puertas de la exposición al público, caminamos presurosos en una fila, propia de cualquier parque de diversiones, segmentada por medio de barrotes que desplegaban una enorme tripa de chorizo donde todos aceleraban el paso.

Lo más impresionante de la visita, junto con la porra de los pumas de la UNAM que nos acompañó en el mismo vagón a nuestro regreso, fue presenciar aquella multitud de personas -la misma que seguramente viaja, disgregada e indiferente, en arterias visibles y subterráneas a lo largo de toda la semana-, unidas todas, en completo éxtasis; tan dopadas como el guepardo que acompaña al niño de las fotos de Colbert.

La calidad del trabajo de Colbert no se merece ni dos párrafos: las imágenes, impresas en el recurrente amplio formato que caracteriza las exposiciones fotográficas de nuestros días, con el grano reventado, una supuesta "manipulación estética" del autor que me hace dudar más bien de la buena fortuna de la toma. En ciertos casos, la imprecisión de la imagen se confunde con una desgraciada ilustración hecha en papel amate. Los lugares comunes, todos. Lugares que no voy a repetir pero que me llenaron de rabia pues sólo contribuyen a reforzar la ignorancia de un pueblo actualmente descrito por sus bajos índices escolares nacionales. Mexicanos, la mayoría de ellos, imposibilitados de viajar a los Himalayas o al Amazonas para comprobar la falsedad que impregna a las imágenes de Colbert (...de verdad, ¿existirá algún lugar fuera de nuestros sueños, donde las ballenas vuelen?) Cito a D.: "Vivir la experiencia de Colbert equivale a tener un orgasmo musical mientras se oye a Yanni o a Di Blasio."

Al parecer, Colbert ya se ha percatado de lo anterior. En una premeditada fórmula infalible resguardada en nuestra indolencia artística, y que lleva por objetivo trastocar nuestras frágiles fibras a causa de la superficialidad emblemática de los tiempos actuales, a la vez que nublar la mirada de todo aquel que ha presenciado dicho espectáculo en su seudomuseo itinerante, Colbert prohibe la toma de fotografías, incluso con celular, de tan bienintencionada exhibición. Claro está, es sólo cuestión de ser vomitado por el segundo y último pasillo para adivinar sus intenciones: una tienda móvil que propone, desde adoptar un jaguar, hasta comprar los libros, posters y DVDs que Colbert ofrece al espectador. Un Colbert que ahora no sólo se limita a ser entrepeneur artístico, sino también fotógrafo, videoasta y escritor de unas epístolas que se escuchan en off mientras uno intenta detener el conato de náusea. La estrategia merece el premio a las 4 P's de Philip Kotler ¡Clap, Clap, Clap! De más está decir, que el supuesto patrocinio filantrópico de la Fundación Rolex en tal proyecto, es, por demás, sospechoso.

Mis hijos, por suerte, cansados de ver el mismo concepto repetido en dos formatos (pero al cabo, lo mismo: la diferencia, repito, es sólo el formato ...luego entonces, recuerdo a mis alumnos, calificar al museo nómada de "original propuesta", "algo nunca visto"...) Son muchas las veces en que, como madre, una siente que se equivoca. Pero cuando los escuché, no pude menos que celebrar mis escasas orientaciones artísticas en concordancia con su escasa edad. Mis alumnos, a quienes envié so pretexto de trabajo parcial referente a la mentada exposición, en cambio, cayeron en la triple trampa. La primera, mucho más inocente que la última: dar por hecho que, como profesor, uno sólo los envía a ver cosas buenas. La segunda, creer que el resultado de su calificación iría en función de sus halagos. La última, pobres de ellos: caer en la trampa New Age que Colbert tiende a todos aquellos que, presas de una sociedad templada por la violencia, la insulsez y la pornografía presentes a cada paso que dan, caen, paradójicamente, como bestias vivientes de un pletórico ecosistema para ser enviadas, sin mayor concesión, a la jaula de un zoológico citadino.

Hecha la posterior advertencia -"Para hacerse de un juicio se tienen que ver tanto buenas como malas películas, asistir a buenas y malas exposiciones, leer libros buenos y malos... al menos unas pocas y unos pocos"- cierro este texto con algunas de las impresiones de mis alumnos. Todos, incluida yo, aplaudimos la instalación de Vélez. Pero como les dije, retomando el excelente texto de José Luis Barrios, publicado en Confabulario, suplemento del periódico El Universal, "la instalación no hace al museo". Luego de aceptar, por unanimidad, que Ashes and snow estaba más cerca del Cirque du Soleil que del Centre Pompidou, otros añadieron que se trataba de un magnífico concepto, a lo que yo agregué: "...magnífico igual que The Body Shop o que La Casa del Tío Chueco en Six Flags." Algo me preocupa de estas generaciones: su cultura visual, mucho mayor que la mía, lejos de fortalecer, contamina sus modos de relación con el objeto, sea éste ocioso, artístico o publicitario. Pocos son los que distinguen la diferencia entre una muestra artística y este tipo de eventos, dignos de ser albergados en la nueva carpa Alameda Poniente ubicada en Sta. Fe, o, dada su gratuidad, y para hacer énfasis en el más reciente artilugio en políticas de entretenimiento del DDF, a un lado del zoológico de Chapultepec; escasos somos los que no nos explicamos por qué hace pocos meses se exhibía una retrospectiva del afamado fotógrafo publicitario Mario Testino, en uno de nuestros mayores centros culturales universitarios: el Antiguo Colegio de San Ildefonso. Los dos últimos eventos mencionados, son sintomáticos de lo que se entiende hoy en día por "cultura" o "arte" en nuestro país.

Al cierre de la sesión del viernes pasado, luego de recibir voluminosos ensayos sobre Gregory Colbert, que incluían folletos e imágenes capturadas en la red, una alumna opinó sobre mi muy particular impresión: "Cuando hablaste, sentí lo mismo que cuando mis papás me dijeron: Santa Claus no existe".