lunes, 25 de febrero de 2008

El sapo suicida


Érase una vez un sapo que quería suicidarse. Había fracasado en numerosos intentos. Se había encargado de descansar en el lirio flotante más frágil pero sorpresivamente sucedían las cosas más inesperadas. Conforme su hinchado cuerpo se sumergía, el sapo iba perdiendo la visión panorámica del pantano donde había nacido. Tan pronto sintió el agua adentrarse en sus fosas nasales, cerró los ojos y se despidió. Pero el hipopótamo salió a respirar y, con él, el lirio en el que el sapo esperaba la muerte, coincidentemente emergió a la superficie.

Prediciendo las condiciones climatológicas, luego de ese primer intento, esperó morir de sed. Llevaba tres días en postura de meditación, inamovible, con los ojos saltones, únicos globos que recuperaban la nimia humedad cada vez que los cerraba, al mismo ritmo acompasado de su pulso que se menguaba con el paso de los segundos. El día en que ya no los pudo abrir más, comenzó a caer una fina brizna de agua sobre la arena en la que se encontraba. Confundió ese momento con la llegada del paraíso. Pero la lluvia fue cayendo cada vez más fuerte hasta empapar todo su cuerpo quebrado por la intemperie. De nuevo se había salvado.


Intentó clavados estratégicos sobre rocas agresivas, se mantuvo cercano a las bestias depredadoras, masticó bichos venenosos hasta el regodeo pero la muerte no sucedía. Más bien sucedían toda suerte de eventos, mitad milagrosos y mitad miserables, que le impedían cumplir su cometido.

Transcurrieron a la manera bíblica siete días con sus siete respectivas noches. El sapo tenía la estrategia. Había observado sin cesar, el paseo aéreo de los monos en las lianas que colgaban de las altas copas selváticas. Cuidó los secos filamentos que se desgranaban de una liana en particular. Evitó todo alimento durante esa semana –sólo el necesario para enfrentar a los changos que amenazaban con utilizar la liana elegida– hasta quedar delgado como una rana. La luna de la séptima noche le proveyó de la iluminación esencial. Lentamente, el débil sapo saltó hacia la liana que aguardaba paciente. De manera provisoria enredó su cuello en ella sin tirar de más. Sólo ajustó la tensión de la delgada cuerda, de tal forma que sus patas traseras aún descansaban sobre el suelo. Los primeros ruidos matinales de las aves comenzaron a surgir. Con ellos, la cuenta regresiva. Un mono tití se lanzó intempestivamente a tomar el lado contrario de la liga mortuoria y, en el acto, las patas del sapo se elevaron y su cuello fue estrangulado.

El que persevera alcanza.

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