domingo, 4 de mayo de 2008
Ayuda doméstica
La primera vez que prescindí del gran lujo que constituye tener ayuda doméstica, mi primer hijo había nacido hacía escaso mes y medio. Me quedé sola, en un condominio horizontal de tres pisos, con un bebé en los brazos en tanto miraba, atónita, la olla express rellena de lentejas sobre el fuego, a punto de explotar. Una sensación de desvarío me mantuvo inmovil por segundos mientras decidía qué hacer para lograr enmudecer el ruido ensordecedor de la alarma humeante. Con el niño todavia en brazos, caminé hacia la llave de la hornilla al tiempo que las fibras de las lentejas que lograban escapar del único orificio, se autoinmolaban y se adherían al azulejo del muro formando una figura esquizofrénica digna de Amytiville. Lo hice a tiempo. Ninguna tragedia adicional contribuyó a ensombrecer el día más de lo que ya estaba.
La segunda ocasión en la que me quedé, esa vez sin Obdulia, Guido tenía dos años y Tomás había nacido cinco meses atrás. Desde el día uno, Guido atentaba contra la vida de su hermano menor con todo género de accesorios: controles remotos masivos y contundentes, llaveros punzantes, muñecos de peluche asfixiantes. Estábamos recientemente solos, abandonados a nuestra suerte, cuando Guido tiró agua al piso. Para evitar cualquier resbalo, no tuve opción alguna más que correr en busca de una jerga. A mi regreso, veinte segundos después, hallé a Guido de pie, con Tomás en sus brazos. Mi cara de terror seguramente habría recordado a cualquiera, el rostro de la única sobreviviente de la masacre preparatoriana en Carrie. Al verme, Guido no tuvo mejor idea que arrojar a su hermano al escaso vacío fronterizo entre sus cortas piernas y el suelo. Tomás cayó abruptamente sobre la loseta y yo sentí que un millón de neuronas morían asesinadas dentro de la cabeza de mi hijo.
Durante el tercer caso de orfandad, mis dos hijos y yo nos quedamos sin la milagrosa ayuda de Marlene. Nos enteramos por coincidencia, meses después de su partida, de que Marlene se llamaba en realidad María Magdalena. Un pariente suyo insistía en localizarla y luego de tres rechazos telefónicos con sus pertinentes aclaraciones, caímos en la cuenta de que María Magdalena y Marlene eran la misma persona. La relación entre la figura mítica de la Primera Guerra Mundial y la nana de mis hijos, esa, jamás la supimos.
En aquel entonces, además de seguir siendo madre de dos niños, irrumpían en mi vida otras novedades, fruto directo de mi ser consecuente. Llevaba escasos meses separada del padre de mis hijos y mi pareja por casi nueve años, y acababa de independizarme al solicitar un préstamo bancario pagadero a tres años para rentar un departamento en Tepepan. Estaba, también, reciente y repentinamente desempleada. Cuando Marlene llamó un lunes después del mediodía para avisar que no regresaba más, nos sentimos de nuevo derrumbados. La tarea inmediata fue intentar aplacar el pánico atroz que inundó a Tomás al perder a la mujer que lo había acompañado desde que tenía un año. Marlene era tan importante para Tomás que cuando vió la película Los Increíbles, él mismo afirmaba que Guido era Dash, su papá era Bob Parr, Marlene era Helen, su madre, y yo era Edna Moda.
La soledad y la incertidumbre nos envolvieron a Guido, Tomás y a mí, fundidos en un abrazo en medio del departamento, blanco y desierto de muebles.
Desconozco cuántas ausencias más deberé de sobrellevar en el futuro. Supongo que muchas. La última, la más reciente fue hace una semana. Esta vez seguía siendo la madre de dos hijos, nuevamente estaba a punto de perder el trabajo. El departamento en el que me independicé no existía más. En el último año me había sido imposible sostener los gastos con el dinero que obtenía de proyectos free-lance y de dar clases. Me mudé a casa de mi madre un tanto derrotada. La ametralladora se había vuelto escopeta. Era sordomuda, sin eco y sin balas.
El único lujo que me quedaba de mi existencia pasada era Laurita, quien se fue un soleado martes de abril de la misma forma en que llegó. De la misma manera en que todas las anteriores, también, llegaron y se fueron. En términos estadísticos, los daños fueron mucho menores. Hasta en esta suerte de acontecimientos una va adquiriendo destreza. Ya no me enojé como las otras veces, tampoco las califiqué de injustas a ellas, de injusta a la vida. No es que me haya alegrado tampoco. Sin embargo, el ejercicio del desapego practicado hasta este momento surtió sus inesperados efectos. Sin una casa propia, sin un trabajo estable, con dos hijos que criar y con la vida vacía de elementos tangibles pero, a la vez, la cabeza llena de cometas (tantos que se salen por los orificios de mis orejas hasta encontrar una altura de vuelo propicia).
Hacía muchos meses no me había sentido tan suelta, tan libre.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
amiga, necesitas pensar ya en publicar esto, mas personas tienen que leerlo, personas que como yo se sientan identificadas y les ilumine una sonrisa con buen sabor. me encanta!
María, la chica que, desde hace muchos años limpia mis desastres semanales se llama Gloria, pero A y yo la hemos renombrado Heisenberg, el principio de incertidumbre, nunca sabes cuando llegara, nunca sabes si aparecera, pero cuando lo hace, todo mundo es feliz... Gloria nos alegra cada semana, es decir, cuando llega, cuando tiene tiempo de venir a arreglar mi vida...
Un saludo
Mi dulce Sra:
Sí, es dulce su forma de narrar el apego que desarrolla hacia las mujeres que le ayudan a mantener un poco de órden en la caótica vida de una mujer sola con dos hijos pequeños. Si yo lo sabré.
Yo le podría contar mil veces lo que puede llegar a pasar por la cabeza de Laurita, Marlene o cualquier otra. Pero eso me tomaría muchas letras, sólo puedo decirle, que es reconfortante saber que el lugar que una "ayuda doméstica" puede ocupar en una familia, hace que una como yo, se sienta menos agredida cuando reflexiona sobre lo que realmente significa y/o simboliza su trabajo.
Atte. Una Ayudante Doméstica.
Publicar un comentario