Unos parecen abejorros y se hacen llamar “El escuadrón Nazi”. Los contrarios, llevan el uniforme del Barsa a manera de amuleto, en espera de la suerte suficiente para ganar la semifinal.
El futbol es más un deporte catártico que catalítico. Los abejorros arrasan en un inicio con un vergonzoso 4-0, más aún cuando dos de éstos han sido autogoles. Los padres se inflaman igual que los niños, quienes son coucheados “para no dejarse”, para responder a cualquier gesto de violencia por ínfimo que éste sea. El futbol no tiene las características olímpicas que suele llevar, de este lado del mundo, en la cancha de tierra de la 9 Oriente.
Las madres del Barsa les mientan la madre a las contrarias, sin percatarse de que sus hijos son idénticos; se confundirían a simple vista, de no ser por los vistosos uniformes. Los “chingada madre”, “pinche arbitro” y “vendido” irrumpen en la mañana dominical soleada. Vienen tanto del entrenador como del padre. Aquí se olvidan todos los consejos paidopsiquiátricos. El padre presiona, el hijo resopla. El único momento en que se escucha la solidaridad de la matraca al ritmo de la porra del “Copilco Junior”, es cuando nuestro equipo, el Barsa, es golpeado, y nadie entonces se pone de acuerdo para comenzar a vitorear. Esto es sólo el principio.
Los azules y rojos pierden el control. Actúan como si evacuaran un edificio, en desbandada general. El partido mejora ligeramente cuando al segundo tiempo el juego se prolonga de este lado de la cancha, del nuestro. Pero no es suficiente. Tal parece ser que el conjuro del escuadrón Nazi resultó ser más efectivo que la sonrisa de Ronaldinho. Es en estos momentos cuando uno se empieza a cuestionar el sentido profundo de la historia… justo en estos niveles. Desde la teoría del amo y el esclavo hasta el neoliberalismo económico.
Mi hijo de cinco años que nunca juega, presa del pánico escénico cada vez que nos adentramos en estos lares, me mira escribir y piensa que estoy haciendo una lista interminable de futbolistas famosos. No quiere jugar en la cancha grande hasta que cumpla los diez. Comienza por sugerirme añada a los del Barsa, y se sigue con los del álbum 2006. Mientras, el mayor de mis hijos permanece en la banca frustrado por no haber podido jugar en la cancha ni diez minutos. Seguramente pensará que su esfuerzo hubiera evitado menos goles del contrario. O se sueña victorioso, al meter cinco al hilo.
En tanto, los padres del equipo se desarticulan, se extrañan, se rompen las vestiduras. Todos miramos hacia un punto distinto del horizonte. Los más, miran el reloj, a la espera impaciente de la mentada hora en que este pinche partido de mierda concluya.
Yo soy una más de este complejo colectivo, puesto que en medio del partido, me encuentro escribiendo.
El futbol es más un deporte catártico que catalítico. Los abejorros arrasan en un inicio con un vergonzoso 4-0, más aún cuando dos de éstos han sido autogoles. Los padres se inflaman igual que los niños, quienes son coucheados “para no dejarse”, para responder a cualquier gesto de violencia por ínfimo que éste sea. El futbol no tiene las características olímpicas que suele llevar, de este lado del mundo, en la cancha de tierra de la 9 Oriente.
Las madres del Barsa les mientan la madre a las contrarias, sin percatarse de que sus hijos son idénticos; se confundirían a simple vista, de no ser por los vistosos uniformes. Los “chingada madre”, “pinche arbitro” y “vendido” irrumpen en la mañana dominical soleada. Vienen tanto del entrenador como del padre. Aquí se olvidan todos los consejos paidopsiquiátricos. El padre presiona, el hijo resopla. El único momento en que se escucha la solidaridad de la matraca al ritmo de la porra del “Copilco Junior”, es cuando nuestro equipo, el Barsa, es golpeado, y nadie entonces se pone de acuerdo para comenzar a vitorear. Esto es sólo el principio.
Los azules y rojos pierden el control. Actúan como si evacuaran un edificio, en desbandada general. El partido mejora ligeramente cuando al segundo tiempo el juego se prolonga de este lado de la cancha, del nuestro. Pero no es suficiente. Tal parece ser que el conjuro del escuadrón Nazi resultó ser más efectivo que la sonrisa de Ronaldinho. Es en estos momentos cuando uno se empieza a cuestionar el sentido profundo de la historia… justo en estos niveles. Desde la teoría del amo y el esclavo hasta el neoliberalismo económico.
Mi hijo de cinco años que nunca juega, presa del pánico escénico cada vez que nos adentramos en estos lares, me mira escribir y piensa que estoy haciendo una lista interminable de futbolistas famosos. No quiere jugar en la cancha grande hasta que cumpla los diez. Comienza por sugerirme añada a los del Barsa, y se sigue con los del álbum 2006. Mientras, el mayor de mis hijos permanece en la banca frustrado por no haber podido jugar en la cancha ni diez minutos. Seguramente pensará que su esfuerzo hubiera evitado menos goles del contrario. O se sueña victorioso, al meter cinco al hilo.
En tanto, los padres del equipo se desarticulan, se extrañan, se rompen las vestiduras. Todos miramos hacia un punto distinto del horizonte. Los más, miran el reloj, a la espera impaciente de la mentada hora en que este pinche partido de mierda concluya.
Yo soy una más de este complejo colectivo, puesto que en medio del partido, me encuentro escribiendo.
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