miércoles, 22 de mayo de 2013

22


Hace ya casi un año que dejé de postear. La vida, francamente, no me da. Pero hoy ocurrió algo especial. Luego de un día terrible en el que nada parecía cuadrar, encontrar su lugar, su centro, hoy amanecí a eso de las cuatro o cinco de la madrugada. A las 5:35 miré el reloj, me fui al baño para no despertar a D. y terminar de leer el gran libro de un amigo: La casa de K, de Héctor Toledano. No fue nada premeditado, había optado por dejar la satisfactoria lectura literaria a un lado por obligadas razones. Anoche, cuando ya no daba más para continuar con la teoría, me embarqué en las últimas setenta páginas. Pensé que en cualquier momento me quedaba dormida pero logré avanzar hasta que quedaron alrededor de veinticinco. Hoy, encima del frío azulejo, reparé en que justo se celebra la presentación por la tarde. Ora sí que como le escribí a Héctor: "sin querer queriendo".

Pensé que iba a estar muy cansada para la clase de yoga a las 8:00. Al menos, renuncié a irme en bici pues de ahí pensaba hacer la ruta hasta el Pedregal desde Coyoacán y dudé en poder llegar al esperado evento por la tarde. Una clase linda, muy profunda, el cansancio dio de sí y se volvió fuerza. Yo también reuní fuerzas para poderle soltar a mi maestro algo relativo a la práctica del yoga que rondaba mi cabeza desde el domingo. Algo que tenía que ver con "romperse la madre" en el mat y en otros rings, no sé si literal o metafóricamente, porque el domingo yo había decidido que tenía que romperme la madre en otros: era la celebración del cumpleaños número setenta de mi padre en nuestra casa y por la noche tenía que acabar, como fuera, una ponencia para revisarla y enviarla el lunes. Estuvo bonito haberme atrevido a decir que, en ocasiones, uno elige el mat pa' romperse la madre y otras veces en que no queda más que rompérsela en otros lados o, más bien, no romperse la madre en el mat porque queda todavía un día largo e intenso por delante -aunado a los eventos, mis niños mayores llegaban de Los Ángeles y no los veía hace una semana-, y pues uno no va a comenzar rompiéndose la madre en el mat si en una de esas se la va a seguir rompiendo todo el día. Hay veces en que uno elige la yoga como el último reducto, el único remanso de paz. Fue bueno haberlo dicho y sentir que el otro recibía el comentario con los brazos abiertos.

Después de la yoga tenía una cita con una ex alumna mía de la universidad donde doy clase y su socio, con quien hacía un rato que no le dábamos a la bici. Ya el pretexto era bueno. A K le di clases en un propedéutico de redacción antes de que entrara a la carrera y dos veces más en tronco común y Arte Contemporáneo. No sé, me sentí tan honrada. G había preparado unos bagels con salmón y queso crema para el desayuno y así se nos fueron las horas hasta que salí casi a la una de su despacho. Aprecio tanto esos momentos en los que me queda claro que hay futuro, que vale la pena dar clase cuando uno se topa con personas de esa especie. Ver los ojos de ambos, contemplarla a ella cómo se desenvuelve tan profesional, en una palabra: tan pro; ambos, tan llenos de proyectos, tantas coincidencias, tanto que dar, tanto por compartir. Por si fuera poco, ayer después de la medianoche me llegó un correíto de una ex alumna por fb que acaba de llegar de estudiar un semestre en Londres y me preguntaba sobre mis horarios para darme un libro que me trajo de Londres... Disculpen todos pero este post sí es un gran egotrip...

Me llegó el diseño primoroso de mis tarjetas personales para llevármelas a Bogotá en diez días, hechos por el Nene y Rafa.

Hoy es el día preferido de Anna pues es su clase de natación y me toca llevarla. Le compré lichis, the flavor of the month. 

T. tiene tenis y G, tae kwon do. Comerán hamburguesas invitados por su abuela a dos casas de la nuestra: todos y cada cada uno de mis hijos en su disciplina favorita y en su respectivo sabor del momento.

Hacia la tarde tocará celebrar a H. en la presentación de su libro y el domingo brunchearé con los chamaqueens. Son de esos dias en que uno se siente en deuda con la vida.

miércoles, 4 de julio de 2012

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Estoy triste. Me duele el país. Pocas cosas me hacen mantener la esperanza. Entre ellas, mi familia, mis hijos, a quienes deseo un mundo mejor.

Miro y miro este video que hice hace unos meses, aquí lo vuelvo a compartir (Aclaro a mi favor que no es que desconozca encuadrar la cámara. Algo sucede con el iMovie que cuando pasa a otros formatos compatibles, empequeñece el video. También sugiero que lo vean directamente en vimeo.com donde la resolución es mil veces mejor. Aquí el link: http://vimeo.com/33509117).

La buena noticia es que acabé las 2/3 partes de mi tesis, a punto estoy de entregarla. Lo que sigue ahora es una ponencia. Como sea, sirve de algo estar encarrilada pero confieso que me urgen unas vacaciones.

Vi a mi shrink luego de que estuvo unas semanas en Suecia. Me encanta porque es una sabia vieja jovial. Hoy me dijo: "¡Pero si aún eres muy joven!" La amé doblemente.



lunes, 9 de abril de 2012

¿?

A punto de intentar rehacer una nueva entrada que borré por accidente, me llega un mail de Miranda July:
"You give into distraction as if it is a murderer. You lay there, waiting to be killed. 
Today: fight for your life."
Sin entender o queriendo entender a medias, le pido a D. me ayude a descifrar el contenido del consejo. Él me dice que no puede estar más claro: "Pelea contra la distracción". Casi en automático le respondo: "¿Y cómo se hace eso en vacaciones?, ¿cómo hago para concentrarme con tres niños a mi lado, entre otras tantas posibles "distracciones"? Y como la quimera vigilante del oráculo de Delfos me responde: "Quizá los niños no sean la verdadera distracción".
Me dirijo al baño, me siento en él. A veces las verdades y los veintes más profundos me han llegado en el eco de ese pequeño recinto. Comienzo a preguntarme y con tantas preguntas que siguen a la primera, imagino que hago un poema de toda esa retahíla.
...¿Cómo saber si el doctorado me distrae de ser creativa?
...¿Cómo saber si aprovechar las vacaciones para ver a los amigos me distrae de no estar conmigo?
...¿Cómo saber si la costura me distrae del doctorado?
...¿Cómo saber si ir al tianguis, pensar en el menú del día, ir a pagar la multa de Hacienda me distrae de estar con los niños?
...¿Cómo saber si estar con los niños me distrae de estar cosiendo?
...¿Cómo saber si preparar clase me distrae de capturar el último libro para mi investigación?
....¿Cómo saber si leer me distrae de lo que realmente tendría que estar leyendo?
....¿Cómo saber si escribir me distrae de lo que realmente tendría que estar escribiendo?
....¿Cómo saber si editar un video de las vacaciones me distrae de leer?
...¿Cómo saber si estar con la familia me distrae de no estar con D.?
....¿Cómo saber si estar con D. me distrae de no estar con mis amigos?
...
En estos días he pensado seriamente en llamar a la terapeuta opción 2. La opción 1 me caía muy bien pero dejé de verla por un mes y algo pasó que sentí que podía manejar mi vida sin su orientación. Ahora pienso que la terapeuta 2 -más vieja, más sabia- podría ayudarme a desentrañar el verdadero misterio y desatorarme de las constantes de mi reciente vida, o sea, de ésta que llevo hace cerca de veinte años. De pronto parece que se vuelve a enfilar y, al menor contratiempo, me encuentro sintiendo la misma sensación de angustia que cuando tenía veintitrés. Antes, sólo por ratos escasos: a los quince, el primer extraordinario y tener que notificarle a mi padre; más adelante, un examen de anatomía. Durante la infancia no la recuerdo, al menos no ésa en la que siento que es cuestión de vida o muerte; en la que el tiempo es oro y se me va como agua entre las manos.

En estas vacaciones he visto a uno o dos amigos distintos cada día. Estuve con Anna la mayor parte del tiempo y esta semana les toca a los mayores. Capturé, leí, preparé clases, escribí. Surfee por la red con el permiso de las vacaciones y vi capítulos de series sin sentir tanta culpa. Me di tiempo para estar no sólo con la familia inmediata sino también con la extendida. Fui al tianguis, cosí dos cojines, lavé trastes, recogí la casa en días festivos, cociné, respondí a todos los correos, pagué multas sin deberla ni temerla. La garganta se curó y empeoró varias veces, yo creo que es puramente emocional. Queda, de cualquier manera, la sensación de no haber destinado el tiempo suficiente, de ser más organizada, de reformular prioridades. Trato de jerarquizarlas pero todas se vuelven el número 1 o el 2, de perdis. Veo a mi hija jugar a tomar té en una tacita miniatura con tanta parsimonia, tan circunspecta ella. No hallo las horas de viajar en familia, de recorrer el mundo sola y acompañada, no entiendo tampoco por qué este pensamiento le sigue a la imagen de la tacita y cuál es su extraña conexión, por qué uno le siguió al otro. No hallo las horas de haber acabado con todos los pendientes que la vida obliga y sentarme, no tanto a verla pasar, pero sí a escribirla, a volverla un guión, a hacerla una historia.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Ramal



Hace mucho que no escribo en el blog. Tareas múltiples me persiguen. Copio el texto de la presentación del libro de Cynthia Rimsky. Por sugerencia de la autora y para romper con el protocolo clásico de este tipo de eventos, lo leímos de forma intercalada David y yo, en seis entradas distintas cada uno. Aquí mi parte. Por desgracia, creo que se disfruta más en el formato original de presentación. Ojalá y sume más lectores. No se arrepentirán.


1.- Caín, Abel y la literatura


Dice Francesco Careri en su libro Walkscapes:

“La primitiva separación de la humanidad entre nómadas y sedentarios traería como consecuencia dos maneras de habitar el mundo y, por lo tanto, de concebir el espacio.”

Si revisamos el mito de Caín y Abel, podremos observar la relación que éstos instauran respecto al nomadismo y al sedentarismo. Según las raíces de los nombres de los dos hermanos, Caín puede ser identificado con el Homo Faber, el hombre que trabaja y que se apropia de la naturaleza con el fin de construir materialmente un nuevo universo artificial, mientras que Abel, al realizar a fin de cuentas un trabajo menos fatigoso y más entretenido, puede ser considerado como aquel Homo Ludens, el hombre que juega y que construye un sistema efímero de relaciones entre la naturaleza y la vida. Si la mayor parte del tiempo de Caín estaba dedicada al trabajo, Abel disponía de mucho tiempo libre para dedicarse a la especulación intelectual, a la exploración de la tierra, a la aventura, es decir, al juego: un tiempo no utilitario por excelencia que llevará a experimentar y a construir un primer universo simbólico en torno a sí mismo.


2.- 40 años, Chile como regalo.


En mi cumpleaños número cuarenta recibo entre otros regalos, un libro que habla del país en el que nací. Soy chilena de nacimiento. Nací en la segunda primavera de Salvador Allende, en el mismo año en que Pablo Neruda recibe el Premio Nobel pero, por cosas del destino, aprendí a caminar a los 15 meses en México. Mi abuela paterna, a quien visité numerosas veces durante mi infancia y adolescencia, vivía en la calle de Carrión, muy cerca de la Avenida Independencia. Desde la vereda de su casa se podía mirar el edificio de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Chile. Abro el libro ese mismo día por la noche. En el primer párrafo surge una imagen conocida por mí ubicada a sendos pasos de la mencionada Avenida. Tanto los muros de la fachada como la entrada principal de la casa de mi abuela tenían lucernas en lo alto. Las coincidencias me facilitan imaginar el espacio que fue de tres generaciones: Arnoldo Bórquez, abuelo, y Salomón Bórquez, padre del protagonista y narrador de Ramal. Sin embargo, no puedo evitar a la vez, evocar la casa de mis abuelos. El comedor, las baldosas ajedrezadas del piso, las dos camas individuales en que ellos dormían dentro de la recámara principal, el living donde se recibía a las visitas y que quedaba justo enfrente del portón. Las celosías que cerraba mi abuelo con ayuda de un largo gancho, poco después de tomar la once.

No puedo evitar tampoco sentir un escalofrío correr a lo largo y ancho del cuerpo.

Leo el segundo párrafo y recuerdo la escena siguiente: Tres años después de la muerte de mi abuelo, en un ataque de rebeldía mezclada con hastío, me fugo de la casa de Carrión dejando a mi abuela en ascuas. Tomo una micro. El enojo se transmuta poco a poco en angustia. Aún cuando estoy en la ciudad donde nací no puedo moverme en ella. No la conozco. Me bajo en una de las primeras paradas. Apenas y pude cruzar las achocolatadas aguas del río Mapocho, mi espíritu de aventura llegó hasta ahí. Frente a mí queda la estación que también lleva su nombre –Estación Mapocho– antaño utilizada para esperar la llegada y salida de los trenes, y que ahora encuentro como sede de la Feria Internacional del Libro. Mis padres son libreros, sólo que en México. Puras coincidencias.

3.- Perderse

En su libro A field guide to getting lost que traducido al español sería algo así como “Guía práctica para poder perderse”, Rebecca Solnit repara en las deambulaciones infantiles como la primera posibilidad de desarrollar confianza en uno mismo; un sentido de dirección al tiempo que de aventura e imaginación. La voluntad de explorar y sentirse un poco perdido para luego encontrar el regreso o la salida. Solnit se pregunta sobre lo que le depara a esta nueva generación infantil que vive una especie de arresto domiciliario, pues ¿en dónde obtendrá la oportunidad de adiestrar este potencial humano, inherente en nosotros desde el tiempo de las cavernas?

Finalmente, la clave para la supervivencia es saber, de alguna manera, que estamos perdidos. La cuestión radicará en cómo decidamos perdernos ya que no haberse perdido implica no haber vivido. No saber perderse te lleva no a la conservación sino a la destrucción. Como Solnit afirma: “Perderse es el principio de encontrar el propio camino o encontrar un camino análogo en virtud de las múltiples posibilidades que hay de estar perdido.”

4.- Jaguares


Día con día o, con mayor precisión, noche con noche, durante breves días me doy cita con Ramal. Refrendo un Chile hace tiempo sin visitar, sin poder redescubrir. Ese Chile del que tanto han hablado mi madre y mi padre como los pocos amigos chilenos que han tenido en México a lo largo de su residencia. Recuerdo el campo chileno del que conozco poco y en el que vivieron mis antepasados: apenas Doñihue, Rinconada, San Fernando. En mi último viaje hace ya quince años me sorprendió la ruta que tomó mi tío Jorge para llegar a la casa de la tía Chofi. Mi madre dice que ahora le llaman “La ruta de la fruta” incrustada en la sexta región llamada como el libertador O’Higgins. En ese momento me asombraba reconocer un Chile similar al que mi padre evoca cuando se trata de comparar a las uvas chilenas con las sandías mexicanas en términos de proporción. Cuando hace eso, le gusta referirse a su país de origen como “Los jaguares de América Latina.” Puede ser que esté equivocada pero Google me lo confirma: jaguares en Chile sólo los importados por la firma británica automotriz y alguno que otro perdido deambulando en jaulas de zoológicos. Rememoro las naves industriales de Chilefrut alinearse por la autopista una tras otra, una tras otra, sin dejar mayor paisaje que eso: plantíos simétricos dispuestos en cuadros perfectamente organizados. Lo recuerdo tan bien como una anécdota que compartí con Cynthia, la autora del libro, hace una semana. Mi primo hermano viaja a México con su entonces polola, ahora su señora. Los recibimos en la entonces casa de mis padres.

- Pues bien primos ¿qué les apetece conocer de México?, ¿las pirámides, el museo Nacional de Antropología, Acapulco, Oaxaca? Quizá puros lugares comunes. Mi primo nos responde muy seguro de sí mismo.

- Lo tenemos clarísimo: Miami. Queremos llegar a Miami.

Lo que más le gustó a mi primo de México fue Taxco. Lo encontró “limpio y ordenado.” Por desgracia, en aquella ocasión no pudo llegar a Miami.

¿Será esa la nueva generación de los jaguares de la que habla mi padre tan orgulloso?

5.- Ramal


Por suerte, Ramal habla del otro Chile. Ese que se esconde todavía en las vías del subdesarrollo que, para estos efectos, pueden ser comparadas por unos con las vías del ramal que todavía une a Talca con Constitución. Auge ayer, agonía ahora. Icono del bicentenario de la independencia chilena como lo son los recientemente llamados “Pueblos mágicos” mexicanos a propósito de la misma celebración. Ese Chile más parecido a la América cantada por Calle 13 y Camila Moreno. El Chile oculto, en todos sentidos: por su geografía austral en la última esquina del mundo; disimulado por la historia mediática de los mineros y la nueva arquitectura cosmopolita de Santiago que se rebautiza ahora como la zona “Soho Santiago.” Encubierta incluso por la belleza de Camila Vallejo que recubre, por paradójico que resulte, quizás el movimiento estudiantil más importante de América Latina en la actualidad. Pido disculpas por mencionar tantos lugares comunes: Salvador Allende, Pablo Neruda, las pirámides, Acapulco, Calle 13 y Camila Vallejo. Han servido para enunciar un libro que tiene todo menos eso: ser un lugar común. En el caso de Cynthia Rimsky develamos esa literatura que es cada vez más difícil que encontrar: la literatura que respira. Una prosa llana y directa, sin rodeos, que da claro testimonio no sólo del Chile que parece desaparecer al menos en el imaginario colectivo: el Chile de la nostalgia y la poesía; el Chile de la protesta pronunciado en Santa María de Iquique por los Inti Illimani y la música de los Parra que escuché desde niña advirtiendo lágrimas en los ojos de mi padre cuando hacía maletas imaginarias a su terruño. No sólo de ese Chile atornillado en mi cabeza sino del Chile presente: el Chile solitario, el Chile pobre que es más grande que largo, el Chile que sabe a glosario; a chancho en piedra, a queso de cabeza, a vino pipeño.

Todo ese Chile y más cupo en mi cabeza mientras leí Ramal.

Al final de los días ¿cuál quedará?, ¿qué Chile será más fuerte?, ¿el Chile de Caín o el Chile de Abel?


6.- Despedida


Ramal
es también la historia de un hombre que busca encontrarse a sí mismo a través de numerosos viajes a la agrimensura del ramal. Viajes largos o cortos, viajes físicos o imaginarios, viajes por placer, viajes de trabajo. ¿Qué son los viajes sino la posibilidad de encontrarse a uno mismo en algún fragmento del periplo?

En un texto que hizo Olivier Debroise sobre una de las acciones artísticas del artista ambulante Francis Alÿs, la cual consistía en atravesar el globo terráqueo para pasar de Tijuana a San Diego sin cruzar la línea –un paso que dura menos de una hora pero que en la experiencia de Alÿs duró más de 30 días en los que él subió y bajó aviones, espero conexiones en aeropuertos y aterrizó en ciudades como Panamá, Santiago de Chile, Sydney, Bangkok, Seúl y Anchorage– Debroise escribe:

“Del itinerario teórico, Alÿs sólo pudo conservar la escala esencial en la Isla de Pascua y, para rozar de vuelta la ruta original, desviarse hasta Tailandia. Al llegar a Rangoon, perdió la conciencia del tiempo: las fechas incoherentes de los correos electrónicos delatan ese momento de ruptura consigo mismo —y con el resto del mundo—. Confiesa ahora que, a partir de este punto, el cansancio del tránsito acumulado, las vigilias, la imposibilidad de comprender los letreros, las lenguas, los rostros, lo apartaron de sí mismo.
Este fue quizá, el momento en que inició el viaje verdadero.”

Me di cita con Ramal en breves días porque pese a la hora en que esto aconteció, hubo un momento en el que no pude parar de leer. Era un día entre semana, a la mañana siguiente me esperaba la jornada cotidiana de ciudades como el D.F.: largas trayectorias, numerosos pendientes, poco tiempo. Pero algo decía en mí: “No puedes parar.”


Ramal
es un libro en donde parece no pasar nada y, sin embargo, pasa todo. Es la historia de un hombre que recuerda a su padre y a su abuelo. Un hombre que se confronta y se busca a sí mismo. Es la historia también de un niño perdido que encuentra un camino.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Miedo de volar



23 octubre 2011

Abro uno de los libros que traje al viaje mientras miro, distraída, la escena en la que se quedó la película que decidí no seguir en el interior de un avión rumbo a Buenos Aires.

Hace unos segundos que terminé el libro de Guadalupe Nettel. Todos somos, en mayor o menor medida, outsiders, trilobites. Leo el último párrafo y evoco a las personas que pensé me acompañarían para siempre. Me cuesta creer que ya no figuren en mi vida. Aunque lo intento, es duro el ejercicio de soltar, de fluir. La vida, como dice la canción, me ha dado sorpresas. Amigos de los que estuve separada por años, lustros, décadas, regresaron a mí. Otros, mientras tanto, se van.

Acto seguido, cierro las páginas del segundo libro que comencé a leer de una manera instintiva, para evitar un conjuro, una maldición. Sin tramarlo, he traído conmigo la carta que cifró mi destino. Aquella en apariencia última epístola dirigida a mis padres en la que mi madrina de bautizo les escribe sin saber que ya no los volverá a ver más pues en pocas semanas después de su redacción, morirá en un avionazo. Lo peculiar del momento es que justo lo abro a la mitad de un vuelo a la mitad de América, quiero creer; lejos del país donde me tocó vivir y rumbo al Cono Sur. Como destino final, el país vecino al que nací.

Cierro los ojos, me los cubro con el libro mismo. Éste habla de la mimesis y la alteridad. Aquí estoy yo, en medio de la América, arriba de ella, en el cielo, repitiendo un mantra. Parezco un judío que se aferra al Muro de los Lamentos. Pido, ruego a la carta que me salve de morir como mi madrina. En las páginas delgadas, azules, la tipografía de color rojo de una máquina de escribir talló las letras y las dejó palpables, como escritura braille. No sé si el paso del tiempo ha ayudado a hacer más táctil este efecto, si el roce del tiempo las ha vuelto aún más delgadas. En ellas, mi madrina Lourdes habla de que ya ha comenzado a volar el avión de mi padrino. Toma clases de vuelo una vez a la semana, se despierta a las 6 a.m. Sabe localizar puntos en el mapa y ya tiene nociones de radiocomunicación.

La avioneta se precipitará y chocará en el Ajusco con mis padrinos, su hija de meses y un piloto en su interior. No sé quién de los mayores piloteaba, jamás lo he preguntado.

Transfiero el hallazgo de la carta hallada a D. al querer librarme de la maldición. Como por suerte no me da mucha bola, comienzo a orar con la cara velada por las tapas del libro y la carta misma: “Madrina, donde quiera que estés, que esta carta sea una suerte de amuleto que me acompañe y me proteja. Que su fuerza y su capacidad guardiana se extienda a mis hijos; que cure la febrícula de mi hija pequeña quien no entiende por qué a la edad de un año ocho meses ha sido abandonada por sus padres sin previo aviso. Que los vuelva a ver, madrina, que las estadísticas de accidentes aéreos rindan su ejemplo en mi caso. Que el seguro de vida que la UNAM me obligó a adquirir jamás sea utilizado. Que no me sucedan calamidades, asaltos ni accidentes automovilísticos ni tropiezos con cáscaras de plátano ni caídas en las escaleras." Repito mentalmente como si estuviera vociferando un mantra hacia adentro y hacia fuera: OOOOOOMMMM.

La semana pasada tuve la idea primigenia de esta entrada. Iría más encaminada hacia el miedo de dejar el nido, la mezcla de recuerdos infantiles, entre ellos, uno de un libro situado en las repisas de una de las recámaras de mi entonces hogar. Era una casa llena de libros, en parte por tratarse de ser la vivienda de mis padres dedicados al negocio de las librerías. Más adelante, mi padre amplió los espacios y adaptó una bodega. Por la casa iban y venían libros como marejadas. A veces teníamos que caminar de puntitas el trayecto que iba del comedor a la sala. Mi madre odiaba que mi padre utilizara nuestro domicilio como bodega. Generalmente vencía y los libros se retiraban por un tiempo. Mis hermanos y yo aprovechábamos y, en ocasiones, tomábamos libros sin inventariar que nos llamaban la atención. Los escondíamos algunos días, pendientes de burlar el conocimiento de su hurto. Si mis padres cachaban que faltaban algunos, mágicamente aparecían de vuelta. Pero más de una vez los libros lograban quedarse en casa por siempre.

Había un libro en los anaqueles que me llamaba particularmente la atención. Se llamaba Miedo a volar de Erica Jong. No era el título lo que más me atraía sino la portada por demás kitsch: el torso desnudo de una mujer muy cerca de las alas de un avión. Jamás lo abrí a pesar de la inquietud que me provocaba. Ya mi padre me había dado un sermón ejemplar cuando me sorprendió leyendo a escondidas Calígula, disimulado entre las páginas de un libro empastado que recopilaba las cartas de los niños del mundo dirigidas a las Naciones Unidas. Probablemente el libro no llamó mi curiosidad lo suficiente como para abrirlo. Pero la semana pasada lo recordé a propósito de reencontrarme con la legendaria carta escondida en uno de los libros de nuestra ahora pequeña biblioteca propia. Cada vez que leo la carta de mi madrina no me deja de sorprender. Mi madrina no era escritora y, sin embargo, lo hacía muy bien. Parecía estar bajo los efectos de una iluminación. Hablaba lo mismo de sus primeras clases de vuelo que de la vida cotidiana y plana, la rutina con la nueva bebé, sus mañas, sus miedos más profundos, sus sueños, sus pesadillas, los recuerdos que la tenían unida a mis padres. En un fragmento de la referida carta escribe:

"Anoche pensaba cuánto faltaba para que se vinieran para acá. Imaginaba que faltaba mucho tiempo y veía el mes de enero como algo lejano, dentro de cuatro o cinco meses. Así lo sentía pero luego me puse a contar y el mes de enero será en menos de cuarenta días. Cuando descubrí que faltaba tan poco y que el tiempo se pasa volando, me dio una mezcla de gusto y rara emoción, como cuando alguna cosa nueva y bonita va a suceder como casarse, ir de viaje a un lugar lejano o tener un hijo. Me los imaginé ya aquí y empecé a planear cosas desde el momento en que los viéramos bajar del avión y recibirlos, y sentía que no me iba a alcanzar el tiempo para planear tantas cosas que quisiera tener listas para entonces, y más emoción y nervios me daban y hasta se me llenaban los ojos de lágrimas, y deseaba que pronto fuera enero. Luego pensaba en cosas tristes, como que no vinieran o no pudiéramos irlos a recibir y no saben el miedo que me daba. Entonces pensaba que era mejor imaginar cosas bonitas. Y así estuve pensando de las doce de la noche a las dos de la mañana, en que me quedé dormida."

Casi de forma mágica recuerdo la portada del libro. No la había traído a la memoria en años, puede ser que nunca antes. Son de aquellas remembranzas que te sorprenden pues pertenecen a la clase de recuerdos que parecen originarios, se manifiestan solos y rebeldes sin que uno los llame, no pertenecen a esos sobados largamente por la conciencia.

Googleo el libro, quiero encontrar la portada, no encuentro esa que acecha mi recuerdo. Llego al blog sobre literatura de una argentina. Allí está: una reseña casi magnífica de un "gran best-seller", en palabras de la bloggera. Una de las citas del libro de Erica Jong en el blog dice así:

"Había 117 psicoanalistas en el vuelo de Pan Am a Viena y por lo menos seis de ellos me habían tratado. Por otra parte, estaba casada con un séptimo."

Al menos la portada correspondía, Se parecía a otras llamativas como las de Sidney Sheldon, James Clavell y sí, la mente no me traiciona: se trataba de un best-seller. Leo otra de las citas y prometo buscarlo junto con los libros que espero encontrar en las librerías de la Avenida Corrientes, en Buenos Aires. Se sumará a otro best-seller de antaño: Las matemáticas de Nina Gluckstein. Lo leí casi adolescente. Esther Vilar elucubra una fórmula digna de la revista Cosmopolitan pero para mujeres intelectuales. La clave del éxito está en renunciar a la entrega total en el amor por medio de una ecuación matemática. En todos estos años lo he buscado en México, en la librería de mis padres, jamás lo encontré. Espero tener más éxito en el país de la autora y, una vez que lo lea, no ser presa de la decepción ni reencontrarme con la ingenuidad de una niña-mujer que lo leía por primera vez cerca de los doce años de edad.

Volviendo a las coincidencias hoy, 23 de octubre, mi amiga desde el kínder cumple cuarenta años un mes antes de que yo los cumpla. Hace unas semanas, mientras tomaba un café con otra amiga, me sorprendió otro de los recuerdos de la categoría 1, esos que parecen estrenarse por primera vez en la cabeza.

Tendríamos once o doce años, no más. No recuerdo cómo llegamos allá pero recorríamos solas el Palacio de Bellas Artes. Es extraño no sólo por la edad que teníamos sino también porque vivíamos en el recóndito sur, a un paso del canal de Cuemanco, donde el Periférico acababa en aquel entonces. Trato de recordar cómo llegamos, si en metro o en pesero. Quiero creer que nos llevó Hugo, el papá de Estrella, y que el pretexto no era nuestra sed de cultura sino algún trabajo escolar de la secundaria. Lo que sí recuerdo es que nos habíamos esmerado en acicalarnos. Llevábamos los tacones que a una joven de quince años se le pueden permitir aunque nosotras tuviéramos tres o cuatro menos. Fumábamos, por supuesto. Nos paseábamos como quien acostumbra recorrer esos pasillos de manera ordinaria.

Fuimos al entonces café del palacio y cada una de nosotras pidió un cappuccino para acompañar el cigarro número N de la jornada. Nos reíamos, soñábamos con nuestro futuro. No sé si Estrella me lo decía a mí o yo se lo decía a ella o ambas lo reforzábamos: “Imagina cuando sean nuestros cumpleaños y las dos estemos en lugares opuestos del mundo. Y la una le llame a la otra para felicitarla." Nos soñábamos exitosas, eso sí, por suerte nos ahorramos de soñar la sufridera que llegaría con la adultez. Y algo de eso está pasando ahora, casi treinta años después. Tuvieron que pasar todos esos años para que yo aterrice en unas horas en Argentina y le escriba a Estrella que, si mal no calculo, ahora estará en medio de los Redwoods californianos. Le escribiré, perpleja al haberme percatado lo que hace semanas volví a adivinar: parte de lo que soñamos está sucediendo.

Todo esto es también parte del conjuro. Hoy no me puedo morir. Y si sí, como ya lo he dicho hacia mis adentros o a unos pocos que se encontraban cercanos en aquellos segundos: Puede ser que después de esto ya lo pueda hacer en paz. Pero no puedo, hoy no quiero morir.

jueves, 6 de octubre de 2011

¿Nuevo miembro en la familia?



(Para Sofía y Julieta, mamás bloggeras)

Han sucedido muchas cosas desde la última entrada. Carlita renunció y, pese a que hice hasta lo imposible porque su salida no fuera melodramática, fue eso y más. Días después comenzaron a arderme las palmas de las manos. Pensé que se trataba del detergente, desacostumbrada como estaba de lavar platos y otras cosas incluso en fines de semana. Cuando la comezón fue aumentando, una de mis amigas me dijo que se trataba de una alergia nerviosa, algo llamado "soriasis". Para entonces las manos se me despellejaban, digamos que no se me caían a pedazos pero casi. Lo peor no fue eso sino el momento en que ligué los pedazos que a mi madre verdaderamente sí se le caían de sus manos en nuestra infancia. Mi mamá comenzó más joven con ese trastorno, tenía una vida más difícil en muchos sentidos. No vivía en su país, estaba lejos de su madre, sus hermanas, sus amigas. Estaba casada con mi padre, un machín prototipo de los '70s que se paraba de la mesa en el momento inmediato en que le decían que no había bolillos para acompañar la comida. Pero además, mi mamá era perfeccionista, obsesiva, nerviosa, estresada...un poco como yo. Luego de hacer el link con mi soriasis y la de mi mamá, el siguiente pensamiento que me asaltó (más bien, me torturó) fue que, claro, se trataba de una bienvenida adelantada de los cuarenta que se avecinan... el glamour de los cuarenta.

Hice varias cosas para la soriasis, tomé flores de Bach, me descolocó emocionalmente pero en fin, se trata del proceso normal de curación, me dicen. A las pocas semanas del abandono de Carla -que dejó de ser Carlita para siempre en nuestro imaginario familiar en cuestión de segundos luego de su salida de telenovela- llegó Yola. Vino a conocer la casa un domingo por la noche con dos amigas más. Traía el pelo pintado de rojo y eso, de entrada, me cayó bien. Para entonces Yola no sabía pero yo tenía una lista mental kilométrica de las cosas que, esta vez, no iba a permitir ni conceder. Necesitaba una real ayuda, alguien eficaz, eficiente, no sólo que me adivinara el pensamiento sino que se me adelantara a pensar. Así de complicadas somos las mujeres. Yola aparentó ser sincera y decir que había sido niñera en su último trabajo. Que le sabía más o menos a lo de la limpieza y otro tanto a lo de la cocina. Le dije que yo no buscaba una niñera. Anna acababa de entrar a la guardería y tenía hijos que disque ya se cuidan solos. Tengo dos preadolescentes en casa: uno de once y la otra de un año siete meses. Y como nadie es monedita de oro, menos yo y mi familia, le advertí de lo sui generis, disfuncionales e intensos que podemos llegar a ser, no con esas palabras, claro está. Yola, con muy buena actitud, quedó de llegar a la mañana siguiente.
Yola mostró ser en cuestión de horas no mejor que Carla sino mucho mucho peor, far beyond. Hasta las cosas más básicas como poner una mesa se le complicaban. Para mis adentros yo respiraba hasta cien, paciencia, paciencia. Comenzaban a picarme las manos. De la cocina ni hablamos, yo acostumbrada a nanas oaxaqueñas que confeccionan platos mexicanos tan bien como los chilenos. Que además de cocinar y limpiar, hacen disfraces, fabrican piñatas para los cumpleaños... supuse el triste fin: N-E-X-T. Lo peor fue una noche en que llegué a ver qué hacía Yola en la cocina. Partía jitomate y cebolla, muy mal partido, como era obvio. No me quise meter, sólo le pregunté que para quién pues supuse que alguien se lo había pedido: "Para mí, señora. Es que voy a cenar apenas". Le hice carita de ok, me dí la media vuelta y salí de la cocina. Acto seguido, un ruido apocalíptico, yo que giro y veo reflejadas llamas descomunales en la puerta de madera y uno de los gatos que sale corriendo despavorido. El ruido era el del sartén que había dado a parar al piso. No reparé en que Yola tuvo a bien hervir aceite en lo que cortaba las verduras y como corta a dos por hora, pues el aceite del sartén saltó en el momento de echar las verduras al fuego y la cocina se incendiaba.

En realidad no se incendió.

No pasó nada, de hecho, ni un trapo chamuscado. Pero por mi cabeza pasaron las peores escenas: Anna en su sillita, los niños cenando, esta chava con la cara deforme por las quemaduras. Le expliqué, por suerte no me enojé, lo que sucede con el aceite y otras sustancias calientes como mantequilla, azúcar, etc. Le dije que a partir de ese momento utilizaría las hornillas de la cocina sólo si estábamos nosotros. Al día siguiente mi querida Luci, la que solía ayudarme con los niños unas horas a la semana, se volvió la cocinera y la planchadora. Le pagaría por horas. Yola sería ahora la niñera.

No podía tomar una decisión precipitada, me iba en semanas a un viaje, dejaría a los niños solos por primera vez. Me ayudaría mi familia en muchos menesteres y, en cuestión de limpieza, es peor no tener nada que tener a alguien que haga lo mínimo indispensable. Pero mis insomnios y pesadillas regresaron ¿estaba yo acaso jugando con el bienestar de mis hijos?, ¿era peligroso tener a Yola en la casa?, ¿su ingenuidad se extendería a otros terrenos como la seguridad, la gente extraña que toca timbres, etc. etc., etc.? Por el otro lado se me cruzaban los cables con esta pinche filosofía de vida que nos cargamos: la educación como herramienta de cambio, este país necesita de solidaridad, vivimos en una sociedad apática y despreocupada por el que tenemos enfrente de nuestros ojos. Todo eso aunado a las culpas pequeñoburguesas: Yo estudio mientras otras trabajan para que yo pueda estudiar. ¿Me lo merezco? ¡La puta suerte!, ¿qué coños he hecho para merecerme más? No lograba yo enlazar la A con la B.

En uno de esos días en que no daba más con la lista ordinaria de pendientes, muchos como siempre, traté de relajarme. Llamé a Yola y pedí que se sentara a jugar con Anna. No lo podía creer. Yola era la persona más divertida y Anna se la pasaba bomba. Le leía hasta en inglés. Luego ya me contó que en las anteriores casas donde había trabajado existía una legión de servidumbre: desde guaruras y choferes hasta recamareras, cocineras, jardineros, etc. En ese momento pensé que la que me estaba haciendo un paro al ocuparse de casi todo en una casa donde viven cinco personajazos, era ella a mí y no yo a ella. En el pasado, Yola se ocupaba de los chavos de principio a fin y escuchaba todo, hasta las clases de inglés. Su pronunciación de "Cars" película con la que está obsesionada y pretende traspasar esa obsesión a Anna, es mejor que la mía por mucho.

De cualquier forma, yo seguía deprimida. D. se llevó a Tomás al TKD. Guido se quedó porque andaba enfermo sin ir a la escuela por dos días. Intenté relajarme y no pensar en lecturas pendientes, maljugadas de la vida, doctorado, tesis, economía, etc. etc. Me senté en el cuarto de los niños hombres sobre la alfombra y le propuse a Guido que jugáramos "Verdad o reto". Invité a Yola a que se sentara con nosotros y jugara también. Guido fue por una botella para establecer los turnos.

El primer turno le tocó decidir a Yola si me imponía una verdad o un reto. Ah caray, a ver qué se le ocurre. Decidió que "Verdad" y me preguntó: "A usted, señora, ¿qué es lo que la hace más feliz en la vida?"

¡No mames!, hace mucho que nadie me contactaba así, vaya, ni mis mejores terapeutas ni yo que me jacto de ser tan creativa. Tardé mucho, pero mucho en formular una respuesta de seguro bastante pendeja que olvidé en el minuto siguiente. Pero de que me descuadró, me descuadró. A los pocos turnos me tocó preguntar o retar a Yola. Le regresé la bolita: "Y a ti, Yola ¿Qué es lo que más te gusta en la vida?"

Ni tarda ni perezosa, Yola respondió, amplia y ancha, como si llenara el espacio del cuarto con su sola presencia: "A mí, señora, lo que más me gusta en la vida es bailar".

Puta madre, ¿en qué momento se me olvidó eso a mí?, ¿cuáles son mis prioridades?, ¿qué no era esa yo?, ¿no era yo la niña que jorobaba a sus padres con clases de ballet en lugar de teatro o pintura?, ¿no era yo la que sacaba libros de contrabando de la librería para aprenderme las cinco posiciones básicas de ballet, el arabesque y más jaladas en vista de que nada iba a conseguir con mis ruegos?, ¿no me salía yo al jardín de mi casa a ensayar mis mejores pasos con el volumen de la música a todo lo que daba si tenía una fiesta en puerta? ¿acaso no perdía yo pretexto o motivo para organizar festivales improvisados en la cuadra con motivo del Día del Padre, de la Madre, la llegada de unos primos y poder, así, poner los pasos de un numerito musical? Varios años después ¿No fui yo una de las organizadoras del baile navideño que cerró el año de mi último trabajo de oficina?. De ahí pasé al "¿hace cuánto no bailo?", "pero si yo bailaba hasta en los pasillos, en el coche con todo y que a mis hijos les doy ya pena ajena", "¿qué pasa conmigo?"

Al siguiente turno tocó que yo le impusiera una verdad o un reto a Guido. Y que le digo: "Órale chavo, ponte a bailar con Yola y que te enseñe unos pasos. Mira que lo que mejor se cotiza en el mercado son hombres que sepan bailar y llevar bien a las mujeres" Para entonces, Yola ya nos había relatado que lo que mejor se le da es la cumbia seguida del rock and roll. La salsa y la norteña, para su gusto van muy rápido. Menos mal porque puso a girar a Guido como pepita en comal. Él feliz pero la que no cabía en sí, vaya, nunca le había visto esa mirada, era Anna que hasta se paró para ser la siguiente.

Yola es de Veracruz y como su casa está muy lejos -ya saben, el día de camino clásico entre las dos horas que hace a la terminal, las diez horas a la ciudad más cercana de donde parte transporte cada cierto tiempo a su pueblo, otras dos horas-, no puede visitar a su familia todos los fines de semana. Me ha contado que por su casa había caballos y vacas pero ahora ya no hay ni burros. "Eso sí señora, es campo campo." Las gallinas de su familia se fueron muriendo de la enfermedad de las gallinas. Tenía una gatita pero la envenenaron.

Le pregunto: "¿Y cuándo bailas tú, Yola, si no vas a las fiestas de tu pueblo todos los fines?" Estúpida yo que sólo se imagina la vida de una manera. "Pues los domingos, señora".

Ahí va Yola, casi todos los domingos a un lugar donde el baile arranca desde las 10
a.m. a morir. Se va con tacones, la admiro. Supongo que el salón no le queda nada cerca.

Y pues con la noticia de que Yola no se va hasta que ella quiera o hasta que nos aguantemos mutuamente. Ya reorganizamos el asunto y yo haré mis sacrificios que a estas alturas, se me antojan bastante pocos. Todos, de hecho, hemos hecho un ejercicio de tolerancia mayúsculo: D., Anna, los niños, yo mera. Ayudo con los lunchs y preparo los desayunos, me levanto un poco más temprano, eso es todo. Yola ya toma flores de Bach para reforzar la memoria, el poder de concentración y atinar a tolerarnos a todos.

Y sí, decidí quedarme con la que me abrió los ojos. Pero sobre todo, porque no puedo evitar que me caiga rebien.

martes, 9 de agosto de 2011

Vacaciones



Todo comienza con el anhelo. Los días se dilatan de sólo evocarlo. No obstante, en un parpadeo se acercan hasta que esos que queremos, llegan: los días de vacaciones acariciados por tantos meses.
La carretera es un paraje disfrutable sólo para los adultos que, anteladamente, sufrieron de exceso de chamba previa, lo que no les impidió de armarse de una buena selección de música. Los niños cuentan las curvas, las montañas, las casetas y los zopilotes. Nos marean con su "¿cuánto falta?" cada diez minutos pese a las advertencias nuestras de no develar ninguna clase de información, a toda costa, ignorando cualquier porfía. Nuestra resistencia parece estar tan curtida como nuestras estrenadas arrugas, a veces, no siempre.
La noche previa, el sueño con retenes; la atmósfera de inseguridad que nos permea tras la última emisión de noticias, toda clase de recomendaciones para quienes osan viajar en carretera. La pesadilla fatal, imaginarse en el peor de los escenarios para saber qué hacer en dado caso. Pasan por mi intrincada cabeza desde llantas ponchadas hasta abusos de autoridad, vejaciones, violación y tortura.
Aunque me confieso no practicante-casi atea, no puedo evitar el tradicional rezo mental cuando los neumáticos de la Scénic se amarran a la autopista. Los niños se impacientan, quieren comprar revistas, papitas, rastrillos y cubetas con todo y que llevamos un par de cada uno de los aditamentos playeros en la cajuela. Ignoran aun, que la canción que oyen se les quedará grabada en la memoria. Regresarán a ella y a este viaje cada vez que la vuelvan a escuchar.
Llegamos al mediodía al soñado paisaje. Nuestra carne reluce en su palidez, insisto en sumir la panza, para el tercer o cuarto día ya no me importará más. Sólo queda la mitad del día, todos emprendemos esfuerzos máximos para sacarle el jugo, como si se tratara de un día completo. Hasta la bebé se emociona, se revuelca en la arena como si la conociera de siempre. Todo le parece maravilloso: el mar, los perros, la brisa. Pedimos una pizza y nos la comemos mientras contemplamos las olas desde una palapa; hacemos bromas, sacamos fotos, somos felices.

Segundo día
Tradicionalmente, el segundo día es uno nublado. Hay en nosotros una mezcla de incredulidad y de sentencia, un ave de mal agüero ¿Por qué en nuestras vacaciones?, ¿por qué si sólo hemos venido a la playa una sola vez en lo que va del año? Sumisión final, no queda de otra. Me unto galones de bronceador al recordar el fin de semana en el que me insolé durante un día más tirado al gris que éste. Las rodillas me quedaron arrugadas para siempre, cargo el rastro de aquella mini vacación desde que tengo quince. En aquel entonces, llevaba un peinado que ahora me hace recordar a Chewbacca. La carne de la cara se me desgarró en gruesos pellejos, parecía una alcachofa sin desgajar. La más impopular cuando lo único que deseaba en aquel entonces era, precisamente, lo contrario.

Por fortuna, los niños encuentran amigos en un par de segundos, no más. Se hacen amigos del capi, de los meseros, recuerdan sus nombres de pila desde el año pasado. Son tan amigueros como yo cuando era niña y les sacaba plática a los vecinos de mesa, de alberca, de enramada, de asiento de avión. Los dejo ser como también me dejaron ser a mí. Rara vez les llamo la atención, no parece que importunan sino todo lo contrario.
Aprovechamos lo nublado del día para que la bebé merodee, haga un castillo con los hermanos, meta los pies en las puntas de las agrestes olas del mar abierto. Ella cree que nada lo mismo en el mar que en la alberca, se quiere desafanar de nuestras manos que representan hasta ahora su único cobijo y protección. Yo platico con las mamás de los recientes amigos de mis hijos, se une D., comienza el recuento de las coincidencias, el número de conocidos en común. Para la noche, acompañados de sendos whiskies, tequilas y chelas, ya hemos establecido un claro panorama de la situación del país, hemos comprado tamarindos y sombreros, entre todos le hemos dado $50 de propina a un loco simpático que se hace pasar por salvavidas voluntario. Nos dice que no nos puede agasajar con "el Cristo" ni ninguna pirueta por lo picado del mar. El país está jodido, es como uno de los perros playeros que se ha quedado ciego luego de tamaña infección en los ojos. Detectamos desazón en las caras de los ambulantes playeros, más muros descarapelados y negocios cerrados que el año anterior. Si preguntamos a los empleados del hotel sobre la situación, ellos no hablan de crisis. "Así es en agosto, es por el clima". Se me antoja pensar que los tienen aleccionados, no vaya a ser que se corra el rumor y el año que venga esto sí esté realmente desolado. Hace un verano, tres, cuatro atrás, Pie de la Cuesta se encontraba infestado de turistas por estas mismas épocas.

Los estrenados amigos se van al día siguiente, intercambiamos nuestros datos. Por la noche, dejamos las toallas en la terraza y cae una tormenta que, lejos de secarlas, las inunda.

Tercer día

Ha salido el sol, todo fluye, casi no hay playa, el mar se la ha devorado. No sé cómo le voy a hacer pero prometo trotar esa misma tarde ya que por la mañana, el sol nos sorprendió pasadas las nueve a.m. Los niños conocen nuevos amigos, hacen castillos, minas y túneles; los amenazo, les explico que deben untarse más bloqueador. Anna parece un muñeco de nieve perdido en la playa gracias al FPS del 60. Los adultos estamos estreñidos, yo le echo la culpa a la falta de ejercicio. Aún así, todo me parece maravilloso, el día de hoy hemos comido excelente, a diferencia de los anteriores platillos, lugares y decisiones erradas. Me vale madres si me tomo más de una chela por día, le paro al recuento de las calorías, ya llegará el regreso al mundanal ruido y su consabido régimen de horarios y disciplina: estamos de vacaciones. Leo, reflexiono, saco conjeturas que me sorprenden, estoy de buen humor. Por la tarde, corro como me había prometido, las canciones del shuffle se enfilan una tras otra y me sorprende su sincronía. Miro los edificios descarapelados, en ruinas, los rostros de la gente, las redes improvisadas de voleibol y las porterías del futbol playero. A través de todos ellos, siento que huelo el México inexplicable y común a todos. Corro y lo hago muy mal, parece que me despeño de los montículos apenas amortajados en el débil horizonte de la arena.
La bebé tarda en dormirse esta noche. Comió muy bien a lo largo del día pero hizo el gran entripado al final pues amenazamos con "apagarla" cuando todavía le queda pila para rato. Ni modo, las luces se extinguen.

Cuarto día
Estoy en mi día irritable. Uno de los niños se insoló, la bebé amanece de pésimo hunor. Hoy no corre brisa y hace un calor del nabo. Me prometí un masaje para este día que ahora me parece excéntrico. Hoy no hay niños con quien jugar. Los míos se aburren y preguntan "¿qué hago, mamá?". Pero ¿qué acaso no hay suficientes opciones disponibles? Lee, nada, haz un castillo, duérmete, ¡son vacaciones!, deja de joder. Parece que nadie se da cuenta de que se trata de mi día cero. El volumen de las bocinas me parece de una insolencia espectacular. ¡Qué mal gusto musical tienen los dueños de este lugar! El "mi amor", "sí, corazón" dirigido a mis hijos ha sido sustituido por "Porque sí y te callas", "si no te sales de la alberca a la de tres..." Mis días susceptibles generalmente coinciden con la irascibilidad de Anna y la extrañeza de mi marido. Y, cuando llega mi simpleza, mi facilidad inusual de talante, chocan entonces con la intolerancia de él. En cuestión de hormonas no siempre nos ponemos de acuerdo. Cuando sucedió en los primeros días de sosiego, me dieron ganas de decirle que parecía que lo habían mandado a vacacionar al gulag de Siberia...en realidad no me quedé con las ganas y se lo dije. ¿Quién dijo que el mar, las vacaciones, lo curan todo?
Les pregunto a los niños si se quieren regresar y me dicen que sí. La bebé sólo quiere estar sumergida en agua pero los flotis que le compré no la mantienen a flote. Me arrepiento de no haber pagado los $600 del traje de baño con hule-espuma integrado a manera de lastre que, en su momento, me pareció excesivo. Me pregunto si opinaría lo mismo de las vacaciones si tuviera una casa en los Hamptons. Me siento culpable, sobre todo cuando recuerdo que soy de aquellas madres que recomienda cada vez que puede, contar sus bendiciones, voltear al lado y encontrarse con los niños que trabajan, lo jodido que es también, vivir de este lado del mundo. Es falso sentenciar: "En el mar, la vida es más sabrosa".
Mañana nos regresamos, para bien o para mal. Nuestro presupuesto dio para cuatro noches y cinco días en este hotel rústico venido a menos por la crisis. Mi hijo mayor me sorprende con sus detalles detectivescos al relatarme la historia y los chismes del hotel, el mal carácter de la dueña que todos los empleados -¡Ninguno mamá!, ¡ninguno dijo lo contrario!- dicen que tiene. Mis dos hijos mayores me recuerdan que les prometí una vuelta a caballo. Me duelen las vacaciones y el bolsillo. Ya no me parece la mejor idea cabalgar en esta estrechísima franja de playa al ver lo tieso y huesudo de los jamelgos. ¡Vaya!, hasta pensaba inaugurar la memoria de la pequeña con su primer paseo a caballo. Recuerdo el primero de los paseos de mi hijo el mediano. Tenía más o menos la misma edad de Anna, estábamos en la Marquesa, iba montado con su padre, luego de finalizada la mini excursión ayudé al padre a bajar al entonces bebé. Rechinó tan fuerte por bajarlo del caballo en contra de su voluntad y me tomó tan enérgicamente de las orejas, que sentí que me las iba a arrancar. Me sorprendió tanto su fortaleza como su naturaleza iracunda.
"Mañana nos regresamos", me repito. La vida de seguro tendrá sus mecanismos para salir de la marejada y adentrarse en la cotidianeidad. Nos sonríe la tradicional pasada por la cecina de 4 Vientos, ya me vale madres si a estas alturas se me ve panza o no. El siguiente viaje será uno internacional ¿me estaré quejando igual para entonces? No sé por qué pero me cuesta creerlo.

(Increíble pero cierto: Esta es la primera foto de nosotros cinco como familia. Ahora que edito este blog pienso que no serán mis hijos los únicos que rememoren estas vacaciones al oír ciertas canciones. Y cuando suceda, la nostalgia me anegará, de seguro).