sábado, 16 de agosto de 2008

Sincronicidad junguiana


(A unos días del 9 de agosto)

Sucedió hace un año. El 9 de agosto, para ser exactos, según recuerda D. Lo tiene tan fresco en la memoria pues un día antes celebraba su cumpleaños número treinta y siete. Si bien lo nuestro no ha sido tácitamente una historia de encuentros y desencuentros, nos consta haber estado en el mismo lugar al menos dos veces antes de conocernos realmente.

La primera fue hace más de diez años, en el 95 o 96. En aquel entonces yo trabajaba para Plaza & Janés como Coordinadora de Difusión y Relaciones Públicas. Estábamos por presentar los libros de dos autores distintos, ambos jóvenes promesas literarias españolas: Ray Loriga y Benjamín Prado. Para sede de la presentación, elegimos el local del ahora desaparecido Alejandro Aura, El hijo del cuervo. Debíamos, ante todo, estar a tono con los estoperoles, el pelo oxigenado, los jeans deslavados y las botas de piel de cocodrilo de Loriga. En ese tono, debíamos elegir, asimismo, a nuestras jóvenes promesas nacionales para que los presentaran. Uno de ellos fue Roberto Max y el otro elegido fue D. La noche, un abanico de texturas disímiles: la emoción incontenible de Benjamín Prado ante las palabras de sus presentadores, en contraste con el desencuentro –ese sí– entre Paula, mi mejor amiga y la que escribe, y las peripecias que la noche le deparó al propio D. en su mundo, separado del mío. Nuestra relación sólo llegó a estrecharse lo suficiente para entregarle el par de libros a reseñar, darle la bienvenida en El hijo del cuervo y divisarlo un par de veces en el lugar destinado para la fiesta.

Hace casi un año (desconocemos la exactitud con certeza, entre su arribo y mi partida o viceversa) estuvimos en el mismo evento, en el mismo lugar, sin reconocernos. Por aquel tiempo, mi pasatiempo preferido –o como mi mejor amiga lo definió de excepcional manera: un trabajo de medio tiempo sin goce de sueldo– era flickr. El día que subí mis imágenes por vez primera, lo recuerdo como si estuviera ahora afinando un instrumento. Era un lunes a las 11 pm a finales de mayo. Acabé por acostarme a las 4 a.m. con todo y que al día siguiente me esperaba un día ordinario, es decir, amplio en tareas; llevar a los niños al colegio, trabajar, recogerlos, volver a trabajar, etc.

Los tres meses siguientes a aquel día, mi popularidad en flickr subió como la espuma de una XX Lager en día festivo o en anuncio publicitario en el tiempo extra de la final del mundial de futbol. Tenía más de cien contactos que visitaban mis páginas y yo visitaba las de ellos. Amigos por todas partes: España, Singapur, Chile, Suecia, Israel, Colombia. Me habían invitado a formar parte de grupos fotográficos amateurs que a mí se me antojaban de lo más exclusivo. A uno de ellos me invitó mi obseso y vicioso amigo de la vida, alma milenaria, el Onder. Padrino cibernético por doble partida, él fue quien me orilló a caer primero en flickr y luego en facebook. Se trataba del fotopong, una especie de cadáver exquisito fotográfico. La dinámica del juego consistía en partir de una primera foto para luego, por turnos, interpretar sólo el último tiro con una nueva y así sucesivamente, hasta completar una cadena completa. Fue así también como conocí a El Calamar.

Conocerlo es mucho decir. Resulta peculiar analizar lo entrañables que de pronto se vuelven las relaciones virtuales. Cada vez que me topaba con sus fotos, sentía que conocía a sus hijas, que su mujer y yo podríamos ser amigas, que había acariciado a su perro (aunque ahora, pensándolo bien, desconozco si el Calamar tenga mascotas u odie a los perros o prefiera a los gatos. Lo que sí sé es que también estuvo en el Parque México el mismo día en que yo presencié la marcha por la legalización de la cannabis). Casi todas las veces que entraba a su página, dejaba grandes elogios. Mirando sus fotos fue que me interesé por conocer hasta hace unas breves semanas, el kiosco de la Sta. María y el Museo de Geología. Igualmente, él me dejaba comentarios, me invitaba a visitar La Galería Virtual en flickr. Eramos, lo que se puede decir, conocidos cyber. Las fotos de El Calamar en el fotopong eran inmejorables. Fue para mí un gran reto reinterpretar aquella de su hija con una sombrilla estilo oriental de color verde. Si no lo superé con creces, al menos fue mi tiro más elocuente y más elogiado. El Calamar mismo fue quien me dio la noticia de su aparición en bighugelabs, una subpágina de explore en flickr donde aparecen los tiros más visitados y sobresalientes. No cabía en mí de la emoción.



Un día cualquiera, El Calamar me mandó un correo con una invitación, esta vez, a una exposición no virtual. Se trataba de una exhibición pequeña de fotos tomadas en el Japón. El fotógrafo se llamaba –y se sigue llamando– Aurelio Asiain. Recuerdo muy bien una de sus fotos. Él, fotografiándose en el interior de un elevador mientras dirige su mirada y el rabillo de su cámara hacia el techo espejeante. Puede ser que lo que sigue sea más bien fruto de mi imaginación desbordada o maltrecha pero, si mal no recuerdo, Aurelio no se encontraba solo. Lo acompañaba una típica japonesa, típicamente inmutable ante lo que podría calificarse como un impulso intimidatorio del que empuñaba el arma, la cámara fotográfica, en las paradójicas posibilidades que sugiere siempre el espacio de un ascensor; público al tiempo que íntimo.


(Ahora que busqué la imagen para subirla a esta entrada, corroboro que tanto mi memoria como mi imaginación no andaban del todo perdidas)

Aquel 9 de agosto, hace un año, llegué tarde pues salía de las juntas semanales que tenía en Universum. Arribé en Coyoacán, a la Casa de la Cultura Federico Reyes Heroles cuando todo había prácticamente terminado. Eso me dio, al menos, la oportunidad de observar cada una de las fotos con la debida mesura, sin la presión del exceso de trashumantes al mismo paso que conllevan las inauguraciones, grandes o pequeñas. En eso llegó El Calamar a, finalmente, estrechar mi mano. Viejos conocidos, no hallamos qué decir. Yo me moría de la vergüenza pues su saludo fue delator: había llegado al final de la inauguración. No cruzamos más de tres frases, yo le pedí disculpas, le dije que tenía que irme pronto. Me sentía ajena en medio de los últimos convidados, familiares seguramente, la gente más cercana.

A Aurelio nunca lo saludé. Tampoco a D. Meses después, en uno de nuestros tantos escarceos amorosos (y con esto, no quiero confundir al lector: los escarceos amorosos entre D. y yo son las grandes pláticas que tenemos desde que nos reencontramos; en las sobremesas, en los viajes de carretera, mientras observamos a las mantarrayas surfear en las olas del mar, al principio o al final del día), reparamos en que habíamos estado en la misma inauguración ¿Cómo fue que jamás nos topamos el uno con el otro, que nuestras miradas jamás coincidieran? Tras analizar la situación obtuvimos la siguiente conclusión: él llegó muy temprano, yo llegué muy tarde. No concordamos por diferencia de cuartos de hora o quizá de minutos o de segundos... Él, al igual que yo, tampoco pudo estrechar la mano de Aurelio ¿Y cómo fue que llegamos a hablar de Aurelio entre otras tantas cosas que comentamos a lo largo de nuestros maravillosos días juntos? Esto no lo recuerdo tan bien. D. me habló alguna vez de su blog Al margen del Yodo, que ahora visito con frecuencia. Cambié mi antiguo vicio del flickr por otros igualmente saludables. Ahora D. y Aurelio son amigos virtuales; se envían libros, se cartean por mail.

Hoy D. y yo soñamos con visitar Japón, el lugar de nuestras personales obsesiones que también compartimos. Ojalá y, en un par de años o, en menos, estemos D. y yo tomando sake en Japón, en compañía de Aurelio y de Montserrat. Quién quita y hasta viene El Calamar con su esposa. Soñar no cuesta nada.

(La versión de los hechos escrita por el Vaquero, aquí)