lunes, 19 de mayo de 2008

De las citas con el pasado (3)



Lo que a continuación sigue, fue escrito hace poco más de un año. Algunas cosas siguen faltando, otras se han ido cumpliendo. Dejo para quien lo quiera y a quien le sirva, mi mantra personal.

19: a trece meses de haber abandonado el nido…

Quiero respirar pausadamente. Advertir la oportunidad de aventura que surge a cada segundo. Correr y estrellarme contra el cielo y las altas frondas que lo enmarcan….quedarme ahí.

Esto se vuelve necesariamente una suerte de oración. Desconfío de los dioses patriarcas; confío más en la sabiduría del universo.

Quiero estar con mis hijos y postergar la urgencia. Quiero verlos a los ojos. Lograr que esa conexión sutil se vuelva parte de nuestros hábitos. Quiero mirarlos jugar con certeza. Disfrutar de las tareas y los proyectos infantiles tanto como del poder infranqueable que se vuelve ser madre al acurrucarlos contra el pecho sabiendo que ese es el mejor lugar donde pueden estar cuando se sienten heridos. Quiero percatarme de la singularidad de sus voces y sus hallazgos. Volverme niña en sus juegos, estar menos pendiente de los granos de arroz que dejan en el plato.

Del trabajo, quiero que día a día vaya yo conquistando mi lugar en este mundo. Tener un espacio para la creatividad, al menos quince minutos al día. Quiero dejar de ser unilateral, empatizar con el otro; asumir mis propios errores. Lanzarme al vacío con la plena conciencia de que hay mayor ganancia en ello de la que queda cuando espero que los demás me resuelvan la vida.

Quiero seguir siendo valiente (que el coraje se transforme en dulzura). No quiero darme a conocer ni como la ogra tempestuosa ni como la Lilith autosuficiente; tan sólo en mi propia tesitura y que ello no asuste. Correr el riesgo de partir de lo que yo siento y pienso. Tomar mi corazón como mi propia brújula. Mirar de frente, a los ojos.

Quiero tener lo suficiente. Vivir con una alegría humilde que de cuando en cuando sea inundada por la euforia. Tener derecho a abonar la tierra de los sueños en la medida en que éstos se vayan cumpliendo.

Quiero viajar. Viajar con mis hijos. Viajar con un hombre. Vivir una road movie de la mano de Alejandra y Tania. Quiero tener lo suficiente para dejar de sentirme culpable por querer ir al cine, hacer una maqueta con mis hijos en Peña Pobre, ir al Taro con ellos, escudriñar las esquinas de esta ciudad en busca de nuevos lugares donde ellos aprendan, conozcan y se maravillen como yo lo hago.

Quiero tener el derecho a tener una mejor casa, un mejor auto, una mejor vida. Hacerme de una amplia biblioteca, en un estudio que mire al jardín. Escribir por las tardes de los fines de semana mientras ellos juegan y de fondo se escuche la voz torrente de Nick Cave.

Quiero respaldar mi compu y mi I tunes.

Quiero seguir siendo bendecida por la vida de la forma en que lo he sido hasta ahora. Quiero fortalecer el vínculo tácito, inexpresable para con mis amigos. Es el mayor tesoro que estos meses me han otorgado.

Quiero salud para mi padre y sosiego para su alma. Quiero descanso y amor profano para mi madre. Quiero que mis hermanos me vean como la mujer que soy y tengan ganas de verme y de hablar conmigo.

Quiero amor para los que me rodean.

Quiero seguir siendo vulnerable, quiero seguir teniendo ganas de llorar. Ya no quiero hacerme la fuerte. Quiero ser repositorio de ternura y sinceridad. Quiero que alguien me ame. Quiero encontrar el amor en su verdadera y sana dimensión. Quiero comunicación. Quiero acabar el día sabiendo que valió la pena. Quiero acabar el día intuyendo que el otro sabe a qué me refiero sin la necesidad de las palabras.


Quiero…

domingo, 4 de mayo de 2008

Ayuda doméstica



La primera vez que prescindí del gran lujo que constituye tener ayuda doméstica, mi primer hijo había nacido hacía escaso mes y medio. Me quedé sola, en un condominio horizontal de tres pisos, con un bebé en los brazos en tanto miraba, atónita, la olla express rellena de lentejas sobre el fuego, a punto de explotar. Una sensación de desvarío me mantuvo inmovil por segundos mientras decidía qué hacer para lograr enmudecer el ruido ensordecedor de la alarma humeante. Con el niño todavia en brazos, caminé hacia la llave de la hornilla al tiempo que las fibras de las lentejas que lograban escapar del único orificio, se autoinmolaban y se adherían al azulejo del muro formando una figura esquizofrénica digna de Amytiville. Lo hice a tiempo. Ninguna tragedia adicional contribuyó a ensombrecer el día más de lo que ya estaba.

La segunda ocasión en la que me quedé, esa vez sin Obdulia, Guido tenía dos años y Tomás había nacido cinco meses atrás. Desde el día uno, Guido atentaba contra la vida de su hermano menor con todo género de accesorios: controles remotos masivos y contundentes, llaveros punzantes, muñecos de peluche asfixiantes. Estábamos recientemente solos, abandonados a nuestra suerte, cuando Guido tiró agua al piso. Para evitar cualquier resbalo, no tuve opción alguna más que correr en busca de una jerga. A mi regreso, veinte segundos después, hallé a Guido de pie, con Tomás en sus brazos. Mi cara de terror seguramente habría recordado a cualquiera, el rostro de la única sobreviviente de la masacre preparatoriana en Carrie. Al verme, Guido no tuvo mejor idea que arrojar a su hermano al escaso vacío fronterizo entre sus cortas piernas y el suelo. Tomás cayó abruptamente sobre la loseta y yo sentí que un millón de neuronas morían asesinadas dentro de la cabeza de mi hijo.

Durante el tercer caso de orfandad, mis dos hijos y yo nos quedamos sin la milagrosa ayuda de Marlene. Nos enteramos por coincidencia, meses después de su partida, de que Marlene se llamaba en realidad María Magdalena. Un pariente suyo insistía en localizarla y luego de tres rechazos telefónicos con sus pertinentes aclaraciones, caímos en la cuenta de que María Magdalena y Marlene eran la misma persona. La relación entre la figura mítica de la Primera Guerra Mundial y la nana de mis hijos, esa, jamás la supimos.

En aquel entonces, además de seguir siendo madre de dos niños, irrumpían en mi vida otras novedades, fruto directo de mi ser consecuente. Llevaba escasos meses separada del padre de mis hijos y mi pareja por casi nueve años, y acababa de independizarme al solicitar un préstamo bancario pagadero a tres años para rentar un departamento en Tepepan. Estaba, también, reciente y repentinamente desempleada. Cuando Marlene llamó un lunes después del mediodía para avisar que no regresaba más, nos sentimos de nuevo derrumbados. La tarea inmediata fue intentar aplacar el pánico atroz que inundó a Tomás al perder a la mujer que lo había acompañado desde que tenía un año. Marlene era tan importante para Tomás que cuando vió la película Los Increíbles, él mismo afirmaba que Guido era Dash, su papá era Bob Parr, Marlene era Helen, su madre, y yo era Edna Moda.

La soledad y la incertidumbre nos envolvieron a Guido, Tomás y a mí, fundidos en un abrazo en medio del departamento, blanco y desierto de muebles.

Desconozco cuántas ausencias más deberé de sobrellevar en el futuro. Supongo que muchas. La última, la más reciente fue hace una semana. Esta vez seguía siendo la madre de dos hijos, nuevamente estaba a punto de perder el trabajo. El departamento en el que me independicé no existía más. En el último año me había sido imposible sostener los gastos con el dinero que obtenía de proyectos free-lance y de dar clases. Me mudé a casa de mi madre un tanto derrotada. La ametralladora se había vuelto escopeta. Era sordomuda, sin eco y sin balas.

El único lujo que me quedaba de mi existencia pasada era Laurita, quien se fue un soleado martes de abril de la misma forma en que llegó. De la misma manera en que todas las anteriores, también, llegaron y se fueron. En términos estadísticos, los daños fueron mucho menores. Hasta en esta suerte de acontecimientos una va adquiriendo destreza. Ya no me enojé como las otras veces, tampoco las califiqué de injustas a ellas, de injusta a la vida. No es que me haya alegrado tampoco. Sin embargo, el ejercicio del desapego practicado hasta este momento surtió sus inesperados efectos. Sin una casa propia, sin un trabajo estable, con dos hijos que criar y con la vida vacía de elementos tangibles pero, a la vez, la cabeza llena de cometas (tantos que se salen por los orificios de mis orejas hasta encontrar una altura de vuelo propicia).

Hacía muchos meses no me había sentido tan suelta, tan libre.