viernes, 21 de marzo de 2008

Senile Dementia



Mi amiga Laura me contó hace algunos años algo que recordé días atrás. Su abuela, presa de un Alzheimer avanzado, vivía en Morelia bajo el cuidado de su hija, la madre de Laura. Esta última solía prestarle una escoba para que la anciana se entretuviera. Acto seguido, la abuela barría durante largas horas hasta llegar a los rincones más recónditos de cada una de las habitaciones, barriendo una y otra vez las mismas esquinas, los mismos recovecos, hasta que se volvía de noche.

Un día, la madre de Laura hizo lo acostumbrado pero olvidó cerrar la cochera con candado. La abuela, al encontrar la reja abierta, salió y comenzó por barrer la banqueta. Luego siguió por la calle, dio la vuelta en la esquina, continuó barriendo la siguiente, luego la avenida, la manzana entera, y siguió así por horas. Pasó todo ese tiempo en lo que la madre de Laura reparó, presa de otras preocupaciones más inmediatas, en el silencio o, al menos, en el cese de las fibras acompasadas contra la loseta de la casa. Encontró la puerta abierta lo mismo que la reja. Caminó y caminó por las calles sin encontrarla. Regresó a la casa, presa del horror mezclado con la culpa. Llamó a Locatel, a los hospitales vecinos y a la policía hasta que, finalmente, dio con la abuela en una comisaría. Un par de personas que vivía a varios kilómetros de allí la había encontrado afuera de su casa, completamente desorientada, escoba en mano.

Suelo imaginarme a la abuela de Laura barriendo sin parar todas y cada una de las calles de Morelia. De no ser por el cansancio, los signos del clima, el paso de la noche, la abuela podría haber barrido todo el globo terráqueo. Eso es lo que imagino.


(Foto cortesía de DerrickT's)

Recuerdo también que hace unos años, no muchos, tuve que alzar en vilo a Guido, mi hijo mayor, luego de que se quedara dormido en el interior del automóvil. Con toda seguridad, los sonidos de mi esfuerzo tras haber subido las escaleras rumbo a su recámara lo despertaron. Guido sólo alcanzó a darme las gracias y añadir: "Gracias mamita. Cuando tú seas viejita y te quedes dormida en el coche, yo te voy a cargar y llevarte a tu cuarto".

En eso, se me vino el terrible y sombrío pensamiento de la vejez sin remedio y me imaginé a mí, pequeña y arrugada, en efecto, en brazos de mi hijo mayor que me llevaba de vuelta al asilo donde yo vivía, luego de la consabida visita y el paseo dominical adjunto.

La última escena. A manera de exorcismo demoniaco, días después le confesé la anécdota y su derivación a Eleonora, mi entonces suegra. Lo anterior hizo que yo le recordara a ella, en mi personal juicio, la mejor y más humorística de las tres viñetas.

Un día que Eleonora se despertó de buenas, se dirigió a Perisur para ir al banco, saldar las cuentas, pagar la tarjeta del Palacio. Se sentía tan bien que creyó justo merecerse un pequeño autoregalo. Entró a Mixup y se encontró con algo hacia tiempo deseado: un CD con los grandes éxitos de Frank Sinatra. Lo compró, abandonó Perisur, subió al auto y aceleró más que de costumbre. No podía esperar a llegar a su casa y escuchar sola, en la comodidad de su sala, la gran voz del cantante. Fue así como llegó, abrió la puerta, desenvolvió el CD de su celofán y los primeros acordes empezaron a brotar de la máquina. Eleonora comenzó a bailar al ritmo de la primera canción, Fly me to the moon. Entretanto, se reía con ella misma y con el alma de Sinatra que por allí rondaba, llamado por la extraña alquimia esotérica de los pasos de la bailarina sobre la alfombra. Así era, Eleonora lo estaba consiguiendo. Ya no bailaba en su sala, bailaba en un prado iluminado. Se veía a sí misma dando vueltas y más vueltas en medio de ese paraje encopetado por el sol, hasta que dejó de reirse. La siguiente escena que torturó su mente fue la de dos enfermeros que la llevaban, canosa y chimuela, enfundada en un camisón pestilente y amarillento, al interior de la sala adonde otros viejos como ella la miraban extrañados. Los enfermeros la convencían cariñosamente de ir puertas adentro mientras ella no dejaba de oír en su interior la voz de Frank Sinatra.

Sus hijos la habían encontrado igual, pensaba, un día que la fueron a visitar a su casa y la hallaron desaliñada, en mangas de camisa, bailando sabe Dios por cuántas horas sin comer ni dormir. Fue entonces que tomaron la decisión de ingresarla en el asilo, al que Eleonora llegó encasquetada por un par de audífonos de los que manaba la voz de Sinatra. La mujer y el cantante, completamente inocente, vuelto cómplice de su demencia senil.

Eleonora volvió a la realidad y se encontró parada y muda en medio de su sala, con los ojos inmensos mientras la voz de Sinatra seguía y seguía.

Fin de la historia.

jueves, 13 de marzo de 2008

De las citas con el pasado (2)



Las juntas de trabajo en Universum (el museo donde trabajo hace casi dos años) suelen ser muy divertidas. Pero hubo unas pocas en las que impedía me invadiera el sopor por medio de la escritura. La foto arriba, es de un poster que se encontraba frente a mi vista mientras Lourdes y Emmanuel, los encargados de museografía, nos enseñaban las nuevas propuestas de armatostes modulares. Sirvió como pretexto para escribir el viaje delirante que presento con las debidas reformas posteriores y las atinadas correcciones del Vaquero, a quien se lo dedico.


Polinización

Murciélagos y polillas. Ciempiés, avispas, mariposas. A la derecha, un órgano de ochenta brazos cactáceos, poblado por un acné espinoso, veteado de aguijones variados en color que evitan cualquier posibilidad de pasear el dedo por la pulpa de su latitud carnosa. Árido según se le mire.

Miles, millones de años antes, el desierto era fondo marino. Desconozco qué especies mareaban al mar con su nado de trashumante, justo donde ahora la población de cactus espera, aburrida, la visita de un coyote perdido.

Me gusta imaginarme que entretanto vivieron dinosaurios de colores inexistentes en la actual existencia; que luego de ellos, hubieron batallas minúsculas entre la minúscula demografía de neanderthales. Y, que en el futuro, habrá guerras semejantes a las peleadas por Mad Max, sobre la grupa de Harleys destartaladas y Hummers oxidados, amnésicos de los tiempos placenteros en los que corrían por caminos pavimentados, sombreados por ahuehuetes.

Los caballos tampoco recordarán que fueron salvajes en ese país porque estarán extintos. De su huella sólo quedarán las osamentas ocupadas por los insectos que las utilizarán como vivienda, en la espera de tiempos mejores.

A lo largo de ese largo y fino hilo sedoso que es el tiempo, subsistirá la abeja. Nacerá de la pérdida y la polinización de algún extracto marino; abrevará en flores carnívoras superiores a los dos metros; se refugiará debajo de la arenisca, lanzará rayos ultravioleta que eviten la pisada de un animal viejo, enfermo o enojado. Polinizará las escasas flores que peinan la cabeza de las biznagas. Volará nauseabundamente ante el escaso trabajo que le depara el valle de Cuatro Ciénegas y recordará -finisecularmente- cuando era un ser unicelular, una bacteria que semejara la vida en el valle del lejano Marte.

martes, 4 de marzo de 2008

De las citas con el pasado

Acabo de encontrar este texto. Hace casi un año de él. La vida sonríe de nuevo. Sólo queda pedir que se estacione ahí, en la sonrisa, por mucho tiempo más.



Recuerdo el poema de Sylvia Plath. Mi sombra brota de las orillas de mis pies tan pronto me levanto de la cama. No tengo a quien abrazar por las noches. Entonces, me acurruco en los meandros que dibujan las almohadas, dispuestas como dos dunas solitarias en medio del paisaje desértico de mi cama.

Los cuerpos de mis niños son los que ahora rompen con la sinfonía que pareciera proseguir ad infinitum. En la punta de la mañana, se acercan y se recogen. Juntos, construimos conchas con las superficies cóncavas de nuestras manos aplatanadas sobre la franela, inmóviles. Los diminutos dedos de los pies son cuentas de un rosario prístino y azulado, coloreadas por la noche que nos abandona.

Por ahora sólo queda arquearse en silencio, contemplar los laberintos radiales que hacen los cabellos, asesinados por el aplastamiento. Inminente muerte que a todos aqueja, primero aquí, luego en las baldosas del baño matinal, arreciando evadirse en el huracán que desaparece por la coladera.

Ya no más compañía por hoy, sólo el abrazo maternal al tiempo del aire que, imperceptible, se cuela por los ojillos de las narices, en la espera del eco en el fin de los tiempos (pero no en el Apocalipsis).