miércoles, 19 de noviembre de 2008

Mi Lola (2005-2008)



Unos días después de que atropellaron a nuestra perra Matilde, me di a la tarea de encontrar una nueva mascota para nosotros. Hallé a Lola en un criadero de perros de raza Labrador. La pude adoptar pues, a pesar de haber nacido en un criadero, no alcanzaría la talla necesaria para poder venderla. Recuerdo muy bien cuando le conté a Alejandra, mi entonces jefa, que había encontrado varios perros en oferta: uno era macho pero no se podía vender pues nunca le bajó un testículo; la otra era hembra pero chaparra. Alejandra pensó que mis explicaciones eran meros pretextos para rechazar ambas opciones y me respondió muy enojada: "¡Ay, Chiquis! ¿pero qué no te has visto en un espejo? ¡Tú también estás chaparra!."

Cuando la recogí en un consultorio veterinario, pues el criadero se encontraba rumbo a la carretera a Puebla, era apenas una pequeña cría de Labrador. Sin embargo, no alcanzaba a entender cómo con esos dos pares gigantes de patas, podían argumentar que no llegaría a la talla de un adulto propio de su raza. En efecto, Lola creció sólo hasta cierto punto, hecho que provocaba en ella, un aspecto bastante gracioso. Todos los que la encontraban a su paso cuando la sacábamos de paseo, se admiraban de su nobleza y pensaban que era un rasgo distintivo de su ser cachorro. En los casi cuatro años que estuvo con nosotros, jamás lanzó un gruñido a nadie.

Al principio, le costaba un enorme esfuerzo algo tan simple como bajar las escaleras. Se le imponían como gigantescas mesetas y le provocaban un vértigo tremendo. Era como tener un tercer hijo pues mis otros dos, le daban una cuerda interminable. Mordía todo, era la más inquieta y juguetona. Descansaba en una postura similar a la de un tapete hecho con la piel de un tigre. Eso parecía: una alfombra de chocolate.



Más adelante, maduró. Se adaptaba a lo que la vida le pusiera enfrente. Se acostumbró a viajar entre una casa y otra con mis hijos cada quince días. Fue muy feliz en Valle de Bravo, en la cima del bosque de Tlalpan y en los parques de Chimalistac. Le tenía miedo a los demás perros. Su amigo más reciente fue nuestro gato, Joe. Tardaron un par de días en acostumbrarse a la presencia del otro. Luego de eso, se volvieron compañeros de juego donde, cabe decir, Joe siempre fue el líder. Todavía ayer, tal y como escribió D., Joe se ufanaba en alcanzar la ventana para ver qué había pasado con Lola y, así, dar con la posible explicación del por qué ya no entraba a casa.

Cuando por un tiempo viví en casa de mi madre, Lola aguantó estoicamente las medidas ajenas, y vivió en un pequeño patio con la esperanza de que la sacáramos a pasear a los parques de Chimalistac, en la medida de nuestras demandas cotidianas. Eterna compañera de juegos de Guido y Tomás, la recordaremos por siempre, como el apoyo que constituyó en todo momento: desde volverse una especie de sillón reclinable para la talla también pequeña de mis hijos, hasta asumir los tiempos de penas y alegrías; las vacas gordas y las vacas flacas.

Me consuela un pequeño gran hecho. Tuvo un último mes lleno de alegría, uno de los más felices. Entraba y salía de la casa, subía y bajaba de la azotea, me saludaba metiendo su hocico en el umbral de la puerta del coche cada vez que yo llegaba.

Ayer me sentía incapaz de explicar la pena que invade cuando estos extraños seres se meten en nuestro corazón a pesar de no ser personas. Tuve que interrumpir una visita guiada con mis alumnos para recibir la noticia de su muerte y no alcanzaba a explicar el motivo de mis ojos llorosos: "Disculpen ustedes, pero es que acaba de morir mi perra". En lugar de ello, me pareció mejor idea fingir una gripa implacable.

De regreso del centro, durante el trayecto del metro a mi auto, en el auto mismo, reparé en lo sabio que es el cuerpo, que se vuelve literalmente agua cuando encara una gran pena. Eso sentía, que toda yo me volvía agua mientras recordaba los mil y un momentos viejos y recientes junto a mi perra Lola. Uno de los últimos fue intentar ponerle un tratamiento en los oídos, dos veces al día en las últimas dos semanas. Tan sólo de ver las botellitas de medicina, se volvía una estatua. Poco a poco había que convencerla para que se recostara, a veces, con ayuda del abrazo de una pierna a manera de una Wilson. Me daba mucha risa observar cómo, poco a poco, el semblante de Lola se transformaba hasta ser la digna anunciante de un spa. Llegaba hasta roncar.

Sólo una gran verdad se me ocurre agregar ante su pérdida, y cito aquí a Guido, mi hijo mayor, que ayer escribía esta gran, gran frase: "Lola: me dio mucho gusto haberte conocido."

domingo, 2 de noviembre de 2008

Felicidad




A las 8:30 del lunes 13 de octubre, recibí oficialmente mi título de Maestra en Historia del Arte. Luz Ma., sinodal que fungió en calidad de Secretaria durante la firma de actas, reparó en la inusual manera de iniciar la semana. Una vez terminado el protocolo y despedirme de los representantes, acompañé a Daniel, Director de mi tesis, a que se tomara un café y fumara un cigarro. Platicamos de los proyectos futuros inmediatos; de la exposición próxima de Luis Barragán y de otras posibilidades en puerta. A raíz de Barragán y sus proyectos en el Pedregal, recordé a las dos personas que fueron el motivo por el que yo llegara a vivir a México a la edad de un año. Momentos después, acompañé a Daniel a que tomara un taxi; nos despedimos deseándonos buena suerte y feliz inicio de semana.

Una serie de papeleos y trámites en la UNAM impidió que arribara a tiempo a mi rutina habitual de los lunes: dar clase. No hubo tiempo, en esta ocasión, de celebrar con una fiesta de recepción o una gran comida. Tan pronto pasó el tiempo reglamentario en CU, me dirigí a mi nuevo hogar, ubicado en el centro de Tlalpan, a desvalijar cajas pendientes de la mudanza y acomodar libros, trastos, utensilios, ropa. Esa fue mi particular manera de festejar mi nuevo estatus. Alrededor de las 18:00, llegaron D. y los niños, estos últimos enfundados en sus trajes de Tae Kwon Do, demostrando las patadas triples y combinadas que aprendieron en clase. Ahora somos más en la casa: los niños, D., yo, mi perra Lola y Joe, el gato de D. Por suerte, Lola y Joe, acostumbrados a vivir en calidad de mascotas únicas, cada día que transcurre se caen mejor. A diferencia de la reciente vida pasada de Lola en la que, por ciertas circunstancias, su espacio vital se vio reducido a un pequeño patio por más de un año, hoy puede transitar libremente dentro y fuera de la casa. Cuando permanece afuera, tiene un jardín que, si bien no es grande, circunda nuestra casa de una sola planta por la que camina entre dos árboles de mandarina, una camelia y varios rosales, piracantos y alcatraces.

Por la noche del mismo lunes, llegó Alejandra, nuestra primera visita oficial a nuestra nueva casa. Cocinamos una pasta, cenamos con los niños, le entregué mi tesis autografiada, la cual esperaba guardada por semanas. Habérsela entregado en el día oficial fue una señal de buena suerte para nosotras.

El jueves siguiente recogí a los niños luego de sus talleres. Después de la mudanza parece que no extrañan la televisión. Las horas han transcurrido en la revisión de sus antiguos libros que parecen nuevos cuando los desempacamos. Les conté el añejo chiste de la fiesta de los papeles en la que el papel Bond salva a los pocos sobrevivientes al filo de los hermanos tijera. A mi sorpresa, se rieron mucho y yo lo celebré doblemente. Por la noche, fuimos D. y yo a ver, por tercera vez, los videos de Valérie Mréjen al Laboratorio Arte Alameda. Tuve la suerte de conocerla, en su franca paz. Los alumnos que acudieron al evento también la conocieron. La próxima vez que los vea, si ya he logrado desembalar todas las cajas de libros para aquel entonces, les leeré fragmentos de "Mi abuelo" -la pequeña novela autobiográfica de Valérie- como éste:

"Mi abuelo viajaba todos los años a Italia, desde donde enviaba una postal dirigida a nuestro perro."

"De niño, mi abuelo gastaba bromas en los hoteles. Echaba en los orinales unos polvos que hacían que la orina se pusiera espumosa y verde. Volvía locos a los botones."

"Cuando nos pasaba algo, mi padre nos tranquilizaba diciendo: 'no es grave'; y añadía: 'nada es grave, sólo la muerte'."

Luego de la exhibición de los videos, fuimos al Covadonga con Valérie, Cuauhtémoc, Tania, la Morra y D. Por la noche, D. y yo dormimos con los cuerpos amarrados en un largo abrazo, por quinta noche consecutiva.

A la salida de la clase que doy los viernes por las mañanas en el Claustro de Sor Juana, caminé por el andén del metro, como siempre, hasta alcanzar los primeros vagones. Perdida en mis permanentes tribulaciones, me vi distraída, de pronto, por las cabezas de dos hombres que asomaban por entre las pequeñas ventanillas de ventilación del primer vagón. Me sorprendió el cinismo, por no decir, la valentía con la que me hacían señas y me lanzaban chasquidos, sacando sus manos al exterior de la ventanilla y haciendo aspavientos con ellas para que yo me acercara. La sorpresa fue rápidamente sustituida por el inicio del miedo... ¿Y si entro al vagón y ellos se cambian al mío en la siguiente estación?, ¿qué debo hacer? Dos vendedores de Cds piratas que esperaban en el andén al igual que yo, se mostraban igual de estupefactos ante las muecas deliberadas de los extraños hacia mí. En eso, se asomó el chofer del metro, hizo otra serie de ademanes, supuse que iban dirigidos a mí, lo verifiqué al voltear la cabeza al lado contrario, pues no había nadie cercano que las pudiera descifrar. Al volver hacia el chofer, por primera vez di un vistazo al interior del vagón en el que, supuestamente, viajaría. Me sorprendió ver, en medio de él, un retén; estas altas estructuras plásticas color naranja que se utilizan en los andenes después de las 17:00 para dividir los vagones exclusivos de mujeres y niños. Al interior del vagón, alrededor del retén, observé a varios hombres, unos parados y otros sentados, con la mirada perdida y el cuerpo uniformado. Descarté que se tratara de reos pues su vestimenta no era parda sino de una combinación de azules asépticos. Lo anterior, conjugado con el pelo cortado a navaja y las reacciones completamente descontextualizadas de los primeros dos personajes, me hizo constatar que se trataba de los internos de un pabellón psiquiátrico. La nave de los locos, en una mañana de viernes en el metro de la Ciudad de México.

Las puertas del vagón jamás se abrieron. De cualquier forma, no pude evitar pensar en la suerte de una distraída, más pendiente de sus tribulaciones mentales que de los acontecimientos externos ¿Qué hubiera sido de mí si las puertas se hubieran abierto y yo entrara en automático, como casi siempre? Haber sido avisada a tiempo por medio de tantos signos extraños fue, en sí, otra una buena señal. Lo consideré un amuleto más de aquella afortunada semana.

Al parecer, en días próximos conoceré a F.A. Le entregaré, tal y como antes lo había pensado, mi tesis, emparejada a la foto de los perros que duermen en forma de ovillo.