martes, 26 de mayo de 2009

Hoja en blanco



A Laura, a Estrella
Al 401


Hoy accedí a la invitación que me hizo uno de mis alumnos de mi grupo preferido durante este semestre, y mucho me temo que lo seguirá siendo por varios más o, al menos, estará siempre dentro de mi top 5 (hablando de top 10). La propuesta era presenciar sus puestas teatrales para la clase de dirección actoral, materia curricular dentro de la licenciatura de Cine. Los vi a ellos mismos en calidad de actores y directores, interpretar escenas de obras nada menos que de Harold Pinter, Dario Fo y Tennessee Williams. Hace años que no voy al teatro, lo más cercano capaz de abrirme el alma con esa velocidad es el cine. Ahí, en el salón de actos de la universidad, con escenografías austeras, vestuarios y maquillajes improvisados, el alma se me volcó en cuestión de segundos.

Han habido semestres estériles, yermos casi en su totalidad. En éste, gracias al 401, volví a creer en la enseñanza y su minúsculo o gran poder. Me dio pena haber visto sólo a algunos, pues llevan ejecutando estas escenas hace un par de semanas. Hoy dejé a mis hijos en la puerta del colegio, subí el cerro con L., no me bañé, me fui directo a verlos pues, de lo contrario, no llegaba. Se me pasó el primero, el de las diez y media por una confusión de naturaleza más bien espacial. Luego de que el semestre acabe, cosa que sucederá en dos semanas, extrañaré inmensamente los martes que para mí han sido como sábados desde enero hasta ahora.

Ayer que ultimaba detalles en la clase, en la búsqueda de obras de Jenny Holzer, encontré varias joyas, una de ellas adorna ahora mi wallpaper. Recuerdo a la par, la exposición de mi alumno D. y las maravillas que encontró en la red: una gran frase célebre que hablaba de los wallpapers como las obras de arte de la gente ordinaria.

Otro video de Holzer sobre las ya famosas series truisms me reconectó con la realidad. Grandes frases en las que residen sencillas verdades. Aquí, la muestra:



Como decía, subí el cerro con L. Nos asombraba una cosa. No hay inmovilidad en esta vida, todo es cambio, nada permanece exactamente igual, es sólo cuestión de mirar alrededor, de contemplar la naturaleza. La vida es, de hecho, como la escritura. Un ejercicio denso, inacabable, en el que puedes corregir, aumentar, borrar, o incluso, arrancar la página. Arrancar las hojas es una de las cosas que más duelen en la vida y, sin embargo, algo positivo queda de ello: la posibilidad interminable de empezar desde cero, de nuevo, aún cuando nunca es así puesto que siempre nos llevamos con nosotros lo aprendido. Y la vida, sí, ofrece oportunidades hasta cuando todo se presupone oscuro.

Un reciente amigo me escribía y cerraba con esta frase de Paul Virilio: “Ahí donde está el peligro crece la salvación.” Por mi parte, recuerdo que: “Nada real puede ser amenazado. Nada irreal existe.”

lunes, 11 de mayo de 2009

El resultado de la influenza



“Los hombres buscarían en aquellos días la muerte, y no la hallarán, y desearán morir, y la muerte huirá de ellos.”
Libro del Apocalipsis según San Juan

La Semana Santa se repartió entre una singular y citadina semana de vacaciones con largas horas transcurridas en la casa, y una última e intensa semana de niños las veinticuatro horas del día, en la búsqueda de actividades que sirvieran para “matar la mañana”, “matar la tarde”,“matar”, en realidad, el día completo. Siempre me ha llamado la atención esta expresión: ¿Por qué buscar “matar” dicho tiempo cuando tendría que ser a la inversa? No matar sino vivir, en sí, disfrutar lo que está frente a uno, un día que jamás volverá una vez que muera, en su minúscula duración si se le compara con la abrumadora cantidad de días que un ser humano promedio vive ¿Por qué intentar matarlo antes?, ¿cuál es la razón por la que se busca acelerar la de por sí breve vida de un día, similar a la de la mosca que sólo vive para crecer lo suficiente e incubar así, sus microscópicos huevecillos?

A manera de paréntesis, siguió una semana que, extrañamente, no recuerdo, al igual que a muchos con los que me he topado les sucedió: amigos, profesores, conocidos y desconocidos que así lo reiteran. De estos últimos, sólo aquellos pocos desconocidos que, durante y después del periodo emergente, alcanzaron a comentar algo relacionado con la influenza detrás de la vitrina de la farmacia y de la coraza de su tapabocas. Extraños personajes de quienes jamás veremos su cara completa. Volver a la vida común y corriente, como para tantos, fue salir de una suerte de limbo bizarro y difuso. Incierto ante todo.

En lo que duró el disímil toque de queda, jamás usé tapabocas ni para ir al super. Tampoco compré gel antibacterial aunque la influenza y el encierro que conllevó, dejó su huella en otros aspectos aún más profundos de mi vida. Debo confesar que aquel viernes de hace dos semanas en que se prohibieron las clases, por recomendación de un médico fui a parar al Instituto Nacional de Pediatría con mi hijo de nueve años. Ligeramente resfriado, Guido se vio contagiado por la paranoia de los medios masivos y, de pronto, lo colmaron imaginarios dolores musculares, de cabeza y en las articulaciones. El médico que nos atendió ipso facto en el INP luego de una antesala irrisoria, hizo muy bien: me reprendió lo más elegantemente posible. Me explicó los verdaderos síntomas de la influenza, criticó a la prensa, el radio y la televisión por vender un miedo innecesario a la población. Heme allí, en un foco de infección con un niño vulnerable, con bajas defensas, a la espera de recibir cualquier bicho extraño de aquellos que viven preñando ad infinitum, la gélida atmósfera de un hospital. Fin de la paranoia: en mí duró sólo los quince minutos que conformaron el recorrido en automóvil rumbo al hospital y la pequeña espera previa a la consulta.

En la semana posterior, mis dos hijos se enfermaron: el que seguía con gripe y el otro, del estómago. Fue sí, una especie de encierro sui generis en donde nada parecía funcionar. Llamaba a mis amigos en igualdad de circunstancias: padres con hijos para poder, al menos, compartir el mismo encierro. Y nada, el extraño ángel de la influenza provocó que ninguno de los posibles planes se llevara a cabo: encierro redoblado, mucha paciencia. A veces, la paciencia agotada, la desesperación en su lugar. Y lo de siempre, lo característicamente humano: levantarse después de caer y hacer ese ejercicio cuantas veces fuera necesario.

Por fortuna, pudimos escapar de las medidas más extremas en aquellos días en que ni Blockbuster abrió sus puertas y vivir parte de nuestro exilio en “La ciudad de la eterna primavera”(aunque cabe aclarar, Sanborn´s siempre estuvo abierto al igual que Wal-Mart. Extraño fenómeno el de la vida de las corporaciones a prueba de todo. Suceda lo que suceda, no hacen más que volverse aún más ricos de lo que ya son. Me pregunto cuántas personas, presas de la desesperación, compraron películas, videojuegos y revistas en estos lugares. No cabe duda que la influenza fue un golpe de suerte para todos ellos). Ahí nos esperaba una alberca solitaria, un par de vecinos quisquillosos que evitaban nuestro contacto por medio de amplios metros de por medio y otro par de vecinos mucho más relajados que, con su mera presencia, volvieron livianos aquellos días y con quienes estaré eternamente agradecida. La más feliz de todos fue Mina, nuestra perra color grafito, quien dio rienda suelta a sus patas medianas, constreñidas en lo cotidiano por una angosta faja de pasto. Mina corrió, entró a la casa cuantas veces lo deseó, encontró incluso un filete que se marinaba en la terraza de los vecinos y se lo zampó entero, además de todas las sobras de nuestras frugales comidas, dignas de un periodo de cuarentena.

Tras cuatro días, los niños se aburrieron del sol, de la alberca desolada, de la falta de amigos con quienes comparar clavados. Llegamos el lunes por la tarde a México, nos encontramos con que no había películas, librerías ni centros comerciales abiertos para matar nuestra distracción. Pasaron los días, mi hijo menor se quejaba de dolor de oídos, le compré las gotas que el pediatra me recetó. Estaba dormido en el auto cuando Mina subió al asiento y con una de sus patas recientemente estrenadas y fortalecidas, le pisó el oído herido. Me encerré con él en el auto dentro de nuestro garage luego de que logré sacar a Mina. Nuestro breve confinamiento en la camioneta sirvió para que no se escucharan los gritos de dolor de Tomás y el ruido de sus pequeñas manos golpeando las vestiduras y los cristales mientras exclamaba ¡Ya no resisto! ¡Ya no resisto!

Este fin de semana, los niños se fueron con su padre, y D. y yo regresamos a Cuernavaca a una boda por demás significativa. Nos tocó encierro en el hotel de nuevo: un alimento contaminado envuelto en la turba de emociones derivadas de una era apocalíptica. En la boda, todos los meseros llevaban elegantes tapabocas a juego con sus uniformes. Demasiado tarde cuando busqué la cámara para captarlos perfectamente alineados, pero será una imagen que me acompañará siempre: la del fantasma de la influenza.

La boda fue magnífica como pocas. El poema que el novio le compuso a la novia, una música inmejorable acompañada de unos colosos ventiladores montados en la pista para que los bailarines se olvidaran del espeso calor. El recinto invadido de flores y, a un costado del mismo, una pareja de supervivientes saltándose las reglas y bailando cerca de su mesa cuando todavía no se abría la pista. Él sobrevivió al avionazo en el que Mouriño perdiera la vida. Corría por esa zona, luego del estruendo sintió un calor asfixiante, se arrancó la ropa quedando desnudo en medio de la calle, sin shorts ni tenis ni playera de corredor y así, desnudo, llegó al hospital transportado por una ambulancia. El día de la boda bailaba con su hermosa mujer. Guantes cubriéndole las manos, no por la influenza sino por los rezagos de las graves quemaduras.

¿Qué me dejó la influenza? No lo sé a ciencia cierta, me siento todavía en el limbo, hoy me costó retomar mi vida ordinaria, tuve que repasar con mis alumnos el programa de los futuros días. Algo que lamento fue la falta de contacto. Esta maldita paranoia que nos dejó congelados, el rechazo de las personas a quienes estamos acostumbrados a saludar cálidamente. Fue para mí un shock y espero que aquello se nos olvide muy pronto, que la paranoia sea sustituida por la apretura de los vínculos. “Más nada” –como suelen decir los cubanos–, que en los momentos más álgidos trataba de visualizar generaciones presentes y pasadas, ensombrecidas por los cuatro jinetes del Apocalipsis: los niños que mueren de hambre, o que se quedan huérfanos en la guerra, los prisioneros en campos de concentración, los desplazados y todos aquellos supervivientes que vivieron para contar que, pese a todo, pasó. Llegó un tiempo nuevo, una oportunidad de vivir regalada sólo a unos cuantos.

Heme aquí de nueva cuenta, sintiéndome como una superviviente, un tanto más extrañamente fortalecida; una nueva maría en paz, distinta a la que existía hace poco más de dos semanas.