martes, 16 de septiembre de 2008

Paparazzi (Crónica de un no-encuentro)



El valor de la distancia se muestra en este pequeño recuadro. Éste, se refiere a la distancia física. Respetuosamente, sólo pude inmortalizar los momentos en que Francis Alÿs jugaba con su hijo entre las olas. Más cerca de mí lo tuve un par de veces a lo largo de una semana. Cuando hablo de la distancia física evito, ante todo, relacionarlo con cualquier clase de distancia de carácter emotivo. Más cerca estuve de él al contemplar su obra. Fueron meses o probablemente un año, en los que estuve franqueada por sus piezas y los límites de tiempo que tenía para recibirme.

Más cerca, también, cuando reparé en el hecho de haber fotografiado a unos perros acurrucados en una calle desierta apenas punteaba el alba. Lo hice sin un motivo premeditado. Tan sólo recuerdo haber pasado de largo en el auto y, repetinamente, frenar, girar el cuello hacia el vidrio trasero y marchar en reversa; moverme con sumo cuidado mientras desenmascaraba la cámara y tirar tres, cuatro veces hacia ellos, sin medir la pena de despertarlos o el peligro de que, una vez despiertos, tornáranse en una pequeña jauría enfurecida. Pero no, allí estuvieron como seis obedientes ovillos de lana, a la espera inconsciente de ser retratados.


Sólo adiviné la relación cuando imprimí el tiro y lo comparé con las imágenes de los perros fotografiados por Alÿs en Burma, en Río, en el Centro. Recordé, asimismo, la fascinación que los frescos de Lorenzetti en Siena, causaron en Alÿs . Un momento de quiebre para el entonces arquitecto, en el umbral del próximo estadio de su vida. Desde entonces, me gusta duplicar la foto y regalarla a quien considero alguien especial dentro de mi microcosmos, o a quien contempló la foto y, simplemente, le agradó. Siempre pensé en imprimir la imagen y enviarla a Francis Alÿs, adjunta a mi tesis sobre su obra. Hasta el día de hoy, sigo pensando en hacerlo una vez que imprima los ejemplares, esta misma semana.

En todo este tiempo, desde el día uno evoqué las múltiples posibilidades que tenía de encontrarlo a raíz de mi tesis: en algún coloquio, en un proyecto curatorial futuro... en mi mente podía dar rienda suelta a toda la serie de oportunidades que desdoblaba mi mente, como los sets aleatorios de solitarios desplegados por el monitor de una aburrida computadora. Es en esos precisos momentos, como en los del incauto análisis de sus piezas, cuando la distancia emotiva se acortaba y donde me sentía poseedora de un don infalible al ser capaz de desentrañar un posible misterio. Ser, por elección propia, algo más que una fan, o bien, una fan con permiso tutorial, como quien presenta una apostilla ante un notario público; con la autorización concedida por un interventor de Gobernación que acreditara mi intimidad y/o mi sapiencia respecto al sujeto en cuestión.

Pero jamás imaginé que fuera de forma tan intempestiva, sin aviso alguno, en medio de una vacaciones en Pie de la Cuesta. C.M., sinodal de mi tesis, acertó a decir: "No sabes a quién vas a conocer en este momento." A continuación, apareció como llamado a la escena. Altísimo, como se le ve en los libros, en las imágenes, en los videos. Altísimo como aquella única vez en que lo atisbé hace cinco años atrás, volviendo su espalda hacia mí, camino a lo que era, seguramente, su estudio en las calles del Centro, luego de una magna conferencia sobre su obra Cuando la fe mueve montañas, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso.

Cuando estrechamos nuestras manos, yo sólo alcancé a emitir un gritito, por suerte interno, y añadir: "Yo hice una tesis sobre tí", a lo que él respondió: "Desolé".

Desolada estuve yo las siguientes horas, los siguientes días. Desolada y perpleja. Trataba de convencerme a mí misma de que no iba a haber un segundo encuentro ni fortuito ni gratuito ni deliberado. Entendía que se trataba de sus vacaciones, que éramos meros vecinos de habitación en un pequeño hotel. Formulé racionamente, uno a uno, los motivos por los que esa conversación no se iba a dar, al menos, en esta ocasión. Y, sin embargo, la soñadora irredenta que llevo dentro, guardaba en lo más profundo de su médula, la posibilidad de un milagro o, al menos, el arrojo de una ridícula valiente. Pasaron noches en que nos sentábamos en sendos extremos del restaurante. Al día siguiente, elegíamos la mesa contigua de la noche anterior a la suya. Y nada. La suerte me abandonaba dejando, de nueva cuenta, a Alÿs del otro lado del universo.

Las pocas veces que coincidíamos, ellos bajando a la playa, nosotros subiendo a la habitación, o viceversa, nos saludaba respetuoso, como quien recuerda y practica las reglas mínimas de cortesía, características de los mexicanos. En otras ocasiones, yo corría mis tramos habituales matutinos antes de que el sol se volviera un tirano, y los encontraba, de nuevo, a él y a su hijo al acecho de las olas. Nos despedíamos amablemente.

¿Cómo explicarle que hasta le tenía una posible acción artística? El día de nuestro arribo, horas antes de conocernos oficialmente, D. y yo caminamos sobre la playa hacia el extremo contrario (el rito inaugural de cualquier vacación sobre la arena). Estábamos tan felices que no alcanzamos a darnos cuenta de que, en algún momento, cruzamos la frontera de territorio militar. Sólo lo comprendimos cuando observamos acercarse en línea directa, a un perro criollo con los dientes desnudos, correr a toda velocidad hacia nosotros. Yo grité en el momento en el que me percaté de que el perro no estaba dispuesto a aminorar su paso. Era demasiado tarde, además, para emprender la carrera en sentido contrario y meterse al agua. Pero como por arte de magia, el perro se detuvo a escasos decímetros de nosotros. Detrás de él, a lo lejos, un militar armado nos hacía señales para que abandonáramos el terreno. Una vez que dejamos de mentar madres, recordé la acción Gringo de Alÿs, en la que se enfunda unos gruesos pantalones de entrenamiento para perros de ataque y visita, cámara en mano, los senderos inhóspitos de Epazoyucan, Hgo.

Obviamente, guardé las esperanzas de relatarle el proyecto, de acompañarlo con una cámara hasta el territorio resguardado por los marinos e intentar reanudar la experiencia, esta vez, para volverla una acción artística que hablara de la imposibilidad de caminar por un territorio reconocido como propio por mandato Constitucional. Probablemente, mi primer trabajo curatorial. Pero no, jamás lo hice. No conté con la imprudencia, la valentía o el desparpajo necesarios para hacerlo. Ante todo, sabía que estaba de vacaciones. Lo más que llegué a hacer fue sugerir torpemente a C.M., un encuentro informal, a lo que él jamás entendió ni hizo reparo alguno. En parte, me interesaba hablar también con él sobre las posibilidades de un doctorado en un futuro mediato, qué se yo, hablar sobre el arte, sobre la vida misma, escuchar anécdotas propias de sus infancias. A final de cuentas, uno no se encuentra todos los días con semejante dúo posmoderno en medio de sus vacaciones familiares. Pero no. Comprendí que, muy probablemente, lo que menos desearan era lidiar con alumnas o admiradoras.



Aquí está la prueba más grande de mi osadía. Lo más cerca que llegué fue a fotografiarlo a lo lejos, con el defectuoso zoom de mi excámara Olympus de seis megapixeles. Debo reconocer que algunas me gustan. Son recatadas hasta cierto punto. Constituyen para mí, un homenaje a un hombre que se olvida de quien es mientras juega con su hijo a abatir las olas. Seguramente juega con él para enfrentar el posible miedo infantil, en un juego tribal de hombre a niño, de padre a hijo, como un águila enseñara a volar a su aguilucho. Enfrentar la vida en un mero acto, como ejemplo práctico y demostrable de lo que, en sí, es estar en este mundo.



Antes de que esta entrada se vuelva una cursilería barata, mi imprudencia, de nueva cuenta, sólo llegará a publicar estas fotos en mi página de flickr, a postear la crónica de este no-encuentro en mi blog de contados lectores, a mandar mi tesis a Francis Alÿs una vez que esté impresa con una fotografía adjunta, donde se mira a unos perros dormir en forma de ovillos de lana.



En el inter, evocaré el día en que contemplé a Francis Alÿs mirar, a su vez, en medio de una turba espontánea, a las mantarrayas surfear en las olas de Pie de la Cuesta.