jueves, 6 de octubre de 2011

¿Nuevo miembro en la familia?



(Para Sofía y Julieta, mamás bloggeras)

Han sucedido muchas cosas desde la última entrada. Carlita renunció y, pese a que hice hasta lo imposible porque su salida no fuera melodramática, fue eso y más. Días después comenzaron a arderme las palmas de las manos. Pensé que se trataba del detergente, desacostumbrada como estaba de lavar platos y otras cosas incluso en fines de semana. Cuando la comezón fue aumentando, una de mis amigas me dijo que se trataba de una alergia nerviosa, algo llamado "soriasis". Para entonces las manos se me despellejaban, digamos que no se me caían a pedazos pero casi. Lo peor no fue eso sino el momento en que ligué los pedazos que a mi madre verdaderamente sí se le caían de sus manos en nuestra infancia. Mi mamá comenzó más joven con ese trastorno, tenía una vida más difícil en muchos sentidos. No vivía en su país, estaba lejos de su madre, sus hermanas, sus amigas. Estaba casada con mi padre, un machín prototipo de los '70s que se paraba de la mesa en el momento inmediato en que le decían que no había bolillos para acompañar la comida. Pero además, mi mamá era perfeccionista, obsesiva, nerviosa, estresada...un poco como yo. Luego de hacer el link con mi soriasis y la de mi mamá, el siguiente pensamiento que me asaltó (más bien, me torturó) fue que, claro, se trataba de una bienvenida adelantada de los cuarenta que se avecinan... el glamour de los cuarenta.

Hice varias cosas para la soriasis, tomé flores de Bach, me descolocó emocionalmente pero en fin, se trata del proceso normal de curación, me dicen. A las pocas semanas del abandono de Carla -que dejó de ser Carlita para siempre en nuestro imaginario familiar en cuestión de segundos luego de su salida de telenovela- llegó Yola. Vino a conocer la casa un domingo por la noche con dos amigas más. Traía el pelo pintado de rojo y eso, de entrada, me cayó bien. Para entonces Yola no sabía pero yo tenía una lista mental kilométrica de las cosas que, esta vez, no iba a permitir ni conceder. Necesitaba una real ayuda, alguien eficaz, eficiente, no sólo que me adivinara el pensamiento sino que se me adelantara a pensar. Así de complicadas somos las mujeres. Yola aparentó ser sincera y decir que había sido niñera en su último trabajo. Que le sabía más o menos a lo de la limpieza y otro tanto a lo de la cocina. Le dije que yo no buscaba una niñera. Anna acababa de entrar a la guardería y tenía hijos que disque ya se cuidan solos. Tengo dos preadolescentes en casa: uno de once y la otra de un año siete meses. Y como nadie es monedita de oro, menos yo y mi familia, le advertí de lo sui generis, disfuncionales e intensos que podemos llegar a ser, no con esas palabras, claro está. Yola, con muy buena actitud, quedó de llegar a la mañana siguiente.
Yola mostró ser en cuestión de horas no mejor que Carla sino mucho mucho peor, far beyond. Hasta las cosas más básicas como poner una mesa se le complicaban. Para mis adentros yo respiraba hasta cien, paciencia, paciencia. Comenzaban a picarme las manos. De la cocina ni hablamos, yo acostumbrada a nanas oaxaqueñas que confeccionan platos mexicanos tan bien como los chilenos. Que además de cocinar y limpiar, hacen disfraces, fabrican piñatas para los cumpleaños... supuse el triste fin: N-E-X-T. Lo peor fue una noche en que llegué a ver qué hacía Yola en la cocina. Partía jitomate y cebolla, muy mal partido, como era obvio. No me quise meter, sólo le pregunté que para quién pues supuse que alguien se lo había pedido: "Para mí, señora. Es que voy a cenar apenas". Le hice carita de ok, me dí la media vuelta y salí de la cocina. Acto seguido, un ruido apocalíptico, yo que giro y veo reflejadas llamas descomunales en la puerta de madera y uno de los gatos que sale corriendo despavorido. El ruido era el del sartén que había dado a parar al piso. No reparé en que Yola tuvo a bien hervir aceite en lo que cortaba las verduras y como corta a dos por hora, pues el aceite del sartén saltó en el momento de echar las verduras al fuego y la cocina se incendiaba.

En realidad no se incendió.

No pasó nada, de hecho, ni un trapo chamuscado. Pero por mi cabeza pasaron las peores escenas: Anna en su sillita, los niños cenando, esta chava con la cara deforme por las quemaduras. Le expliqué, por suerte no me enojé, lo que sucede con el aceite y otras sustancias calientes como mantequilla, azúcar, etc. Le dije que a partir de ese momento utilizaría las hornillas de la cocina sólo si estábamos nosotros. Al día siguiente mi querida Luci, la que solía ayudarme con los niños unas horas a la semana, se volvió la cocinera y la planchadora. Le pagaría por horas. Yola sería ahora la niñera.

No podía tomar una decisión precipitada, me iba en semanas a un viaje, dejaría a los niños solos por primera vez. Me ayudaría mi familia en muchos menesteres y, en cuestión de limpieza, es peor no tener nada que tener a alguien que haga lo mínimo indispensable. Pero mis insomnios y pesadillas regresaron ¿estaba yo acaso jugando con el bienestar de mis hijos?, ¿era peligroso tener a Yola en la casa?, ¿su ingenuidad se extendería a otros terrenos como la seguridad, la gente extraña que toca timbres, etc. etc., etc.? Por el otro lado se me cruzaban los cables con esta pinche filosofía de vida que nos cargamos: la educación como herramienta de cambio, este país necesita de solidaridad, vivimos en una sociedad apática y despreocupada por el que tenemos enfrente de nuestros ojos. Todo eso aunado a las culpas pequeñoburguesas: Yo estudio mientras otras trabajan para que yo pueda estudiar. ¿Me lo merezco? ¡La puta suerte!, ¿qué coños he hecho para merecerme más? No lograba yo enlazar la A con la B.

En uno de esos días en que no daba más con la lista ordinaria de pendientes, muchos como siempre, traté de relajarme. Llamé a Yola y pedí que se sentara a jugar con Anna. No lo podía creer. Yola era la persona más divertida y Anna se la pasaba bomba. Le leía hasta en inglés. Luego ya me contó que en las anteriores casas donde había trabajado existía una legión de servidumbre: desde guaruras y choferes hasta recamareras, cocineras, jardineros, etc. En ese momento pensé que la que me estaba haciendo un paro al ocuparse de casi todo en una casa donde viven cinco personajazos, era ella a mí y no yo a ella. En el pasado, Yola se ocupaba de los chavos de principio a fin y escuchaba todo, hasta las clases de inglés. Su pronunciación de "Cars" película con la que está obsesionada y pretende traspasar esa obsesión a Anna, es mejor que la mía por mucho.

De cualquier forma, yo seguía deprimida. D. se llevó a Tomás al TKD. Guido se quedó porque andaba enfermo sin ir a la escuela por dos días. Intenté relajarme y no pensar en lecturas pendientes, maljugadas de la vida, doctorado, tesis, economía, etc. etc. Me senté en el cuarto de los niños hombres sobre la alfombra y le propuse a Guido que jugáramos "Verdad o reto". Invité a Yola a que se sentara con nosotros y jugara también. Guido fue por una botella para establecer los turnos.

El primer turno le tocó decidir a Yola si me imponía una verdad o un reto. Ah caray, a ver qué se le ocurre. Decidió que "Verdad" y me preguntó: "A usted, señora, ¿qué es lo que la hace más feliz en la vida?"

¡No mames!, hace mucho que nadie me contactaba así, vaya, ni mis mejores terapeutas ni yo que me jacto de ser tan creativa. Tardé mucho, pero mucho en formular una respuesta de seguro bastante pendeja que olvidé en el minuto siguiente. Pero de que me descuadró, me descuadró. A los pocos turnos me tocó preguntar o retar a Yola. Le regresé la bolita: "Y a ti, Yola ¿Qué es lo que más te gusta en la vida?"

Ni tarda ni perezosa, Yola respondió, amplia y ancha, como si llenara el espacio del cuarto con su sola presencia: "A mí, señora, lo que más me gusta en la vida es bailar".

Puta madre, ¿en qué momento se me olvidó eso a mí?, ¿cuáles son mis prioridades?, ¿qué no era esa yo?, ¿no era yo la niña que jorobaba a sus padres con clases de ballet en lugar de teatro o pintura?, ¿no era yo la que sacaba libros de contrabando de la librería para aprenderme las cinco posiciones básicas de ballet, el arabesque y más jaladas en vista de que nada iba a conseguir con mis ruegos?, ¿no me salía yo al jardín de mi casa a ensayar mis mejores pasos con el volumen de la música a todo lo que daba si tenía una fiesta en puerta? ¿acaso no perdía yo pretexto o motivo para organizar festivales improvisados en la cuadra con motivo del Día del Padre, de la Madre, la llegada de unos primos y poder, así, poner los pasos de un numerito musical? Varios años después ¿No fui yo una de las organizadoras del baile navideño que cerró el año de mi último trabajo de oficina?. De ahí pasé al "¿hace cuánto no bailo?", "pero si yo bailaba hasta en los pasillos, en el coche con todo y que a mis hijos les doy ya pena ajena", "¿qué pasa conmigo?"

Al siguiente turno tocó que yo le impusiera una verdad o un reto a Guido. Y que le digo: "Órale chavo, ponte a bailar con Yola y que te enseñe unos pasos. Mira que lo que mejor se cotiza en el mercado son hombres que sepan bailar y llevar bien a las mujeres" Para entonces, Yola ya nos había relatado que lo que mejor se le da es la cumbia seguida del rock and roll. La salsa y la norteña, para su gusto van muy rápido. Menos mal porque puso a girar a Guido como pepita en comal. Él feliz pero la que no cabía en sí, vaya, nunca le había visto esa mirada, era Anna que hasta se paró para ser la siguiente.

Yola es de Veracruz y como su casa está muy lejos -ya saben, el día de camino clásico entre las dos horas que hace a la terminal, las diez horas a la ciudad más cercana de donde parte transporte cada cierto tiempo a su pueblo, otras dos horas-, no puede visitar a su familia todos los fines de semana. Me ha contado que por su casa había caballos y vacas pero ahora ya no hay ni burros. "Eso sí señora, es campo campo." Las gallinas de su familia se fueron muriendo de la enfermedad de las gallinas. Tenía una gatita pero la envenenaron.

Le pregunto: "¿Y cuándo bailas tú, Yola, si no vas a las fiestas de tu pueblo todos los fines?" Estúpida yo que sólo se imagina la vida de una manera. "Pues los domingos, señora".

Ahí va Yola, casi todos los domingos a un lugar donde el baile arranca desde las 10
a.m. a morir. Se va con tacones, la admiro. Supongo que el salón no le queda nada cerca.

Y pues con la noticia de que Yola no se va hasta que ella quiera o hasta que nos aguantemos mutuamente. Ya reorganizamos el asunto y yo haré mis sacrificios que a estas alturas, se me antojan bastante pocos. Todos, de hecho, hemos hecho un ejercicio de tolerancia mayúsculo: D., Anna, los niños, yo mera. Ayudo con los lunchs y preparo los desayunos, me levanto un poco más temprano, eso es todo. Yola ya toma flores de Bach para reforzar la memoria, el poder de concentración y atinar a tolerarnos a todos.

Y sí, decidí quedarme con la que me abrió los ojos. Pero sobre todo, porque no puedo evitar que me caiga rebien.