miércoles, 2 de noviembre de 2011

Miedo de volar



23 octubre 2011

Abro uno de los libros que traje al viaje mientras miro, distraída, la escena en la que se quedó la película que decidí no seguir en el interior de un avión rumbo a Buenos Aires.

Hace unos segundos que terminé el libro de Guadalupe Nettel. Todos somos, en mayor o menor medida, outsiders, trilobites. Leo el último párrafo y evoco a las personas que pensé me acompañarían para siempre. Me cuesta creer que ya no figuren en mi vida. Aunque lo intento, es duro el ejercicio de soltar, de fluir. La vida, como dice la canción, me ha dado sorpresas. Amigos de los que estuve separada por años, lustros, décadas, regresaron a mí. Otros, mientras tanto, se van.

Acto seguido, cierro las páginas del segundo libro que comencé a leer de una manera instintiva, para evitar un conjuro, una maldición. Sin tramarlo, he traído conmigo la carta que cifró mi destino. Aquella en apariencia última epístola dirigida a mis padres en la que mi madrina de bautizo les escribe sin saber que ya no los volverá a ver más pues en pocas semanas después de su redacción, morirá en un avionazo. Lo peculiar del momento es que justo lo abro a la mitad de un vuelo a la mitad de América, quiero creer; lejos del país donde me tocó vivir y rumbo al Cono Sur. Como destino final, el país vecino al que nací.

Cierro los ojos, me los cubro con el libro mismo. Éste habla de la mimesis y la alteridad. Aquí estoy yo, en medio de la América, arriba de ella, en el cielo, repitiendo un mantra. Parezco un judío que se aferra al Muro de los Lamentos. Pido, ruego a la carta que me salve de morir como mi madrina. En las páginas delgadas, azules, la tipografía de color rojo de una máquina de escribir talló las letras y las dejó palpables, como escritura braille. No sé si el paso del tiempo ha ayudado a hacer más táctil este efecto, si el roce del tiempo las ha vuelto aún más delgadas. En ellas, mi madrina Lourdes habla de que ya ha comenzado a volar el avión de mi padrino. Toma clases de vuelo una vez a la semana, se despierta a las 6 a.m. Sabe localizar puntos en el mapa y ya tiene nociones de radiocomunicación.

La avioneta se precipitará y chocará en el Ajusco con mis padrinos, su hija de meses y un piloto en su interior. No sé quién de los mayores piloteaba, jamás lo he preguntado.

Transfiero el hallazgo de la carta hallada a D. al querer librarme de la maldición. Como por suerte no me da mucha bola, comienzo a orar con la cara velada por las tapas del libro y la carta misma: “Madrina, donde quiera que estés, que esta carta sea una suerte de amuleto que me acompañe y me proteja. Que su fuerza y su capacidad guardiana se extienda a mis hijos; que cure la febrícula de mi hija pequeña quien no entiende por qué a la edad de un año ocho meses ha sido abandonada por sus padres sin previo aviso. Que los vuelva a ver, madrina, que las estadísticas de accidentes aéreos rindan su ejemplo en mi caso. Que el seguro de vida que la UNAM me obligó a adquirir jamás sea utilizado. Que no me sucedan calamidades, asaltos ni accidentes automovilísticos ni tropiezos con cáscaras de plátano ni caídas en las escaleras." Repito mentalmente como si estuviera vociferando un mantra hacia adentro y hacia fuera: OOOOOOMMMM.

La semana pasada tuve la idea primigenia de esta entrada. Iría más encaminada hacia el miedo de dejar el nido, la mezcla de recuerdos infantiles, entre ellos, uno de un libro situado en las repisas de una de las recámaras de mi entonces hogar. Era una casa llena de libros, en parte por tratarse de ser la vivienda de mis padres dedicados al negocio de las librerías. Más adelante, mi padre amplió los espacios y adaptó una bodega. Por la casa iban y venían libros como marejadas. A veces teníamos que caminar de puntitas el trayecto que iba del comedor a la sala. Mi madre odiaba que mi padre utilizara nuestro domicilio como bodega. Generalmente vencía y los libros se retiraban por un tiempo. Mis hermanos y yo aprovechábamos y, en ocasiones, tomábamos libros sin inventariar que nos llamaban la atención. Los escondíamos algunos días, pendientes de burlar el conocimiento de su hurto. Si mis padres cachaban que faltaban algunos, mágicamente aparecían de vuelta. Pero más de una vez los libros lograban quedarse en casa por siempre.

Había un libro en los anaqueles que me llamaba particularmente la atención. Se llamaba Miedo a volar de Erica Jong. No era el título lo que más me atraía sino la portada por demás kitsch: el torso desnudo de una mujer muy cerca de las alas de un avión. Jamás lo abrí a pesar de la inquietud que me provocaba. Ya mi padre me había dado un sermón ejemplar cuando me sorprendió leyendo a escondidas Calígula, disimulado entre las páginas de un libro empastado que recopilaba las cartas de los niños del mundo dirigidas a las Naciones Unidas. Probablemente el libro no llamó mi curiosidad lo suficiente como para abrirlo. Pero la semana pasada lo recordé a propósito de reencontrarme con la legendaria carta escondida en uno de los libros de nuestra ahora pequeña biblioteca propia. Cada vez que leo la carta de mi madrina no me deja de sorprender. Mi madrina no era escritora y, sin embargo, lo hacía muy bien. Parecía estar bajo los efectos de una iluminación. Hablaba lo mismo de sus primeras clases de vuelo que de la vida cotidiana y plana, la rutina con la nueva bebé, sus mañas, sus miedos más profundos, sus sueños, sus pesadillas, los recuerdos que la tenían unida a mis padres. En un fragmento de la referida carta escribe:

"Anoche pensaba cuánto faltaba para que se vinieran para acá. Imaginaba que faltaba mucho tiempo y veía el mes de enero como algo lejano, dentro de cuatro o cinco meses. Así lo sentía pero luego me puse a contar y el mes de enero será en menos de cuarenta días. Cuando descubrí que faltaba tan poco y que el tiempo se pasa volando, me dio una mezcla de gusto y rara emoción, como cuando alguna cosa nueva y bonita va a suceder como casarse, ir de viaje a un lugar lejano o tener un hijo. Me los imaginé ya aquí y empecé a planear cosas desde el momento en que los viéramos bajar del avión y recibirlos, y sentía que no me iba a alcanzar el tiempo para planear tantas cosas que quisiera tener listas para entonces, y más emoción y nervios me daban y hasta se me llenaban los ojos de lágrimas, y deseaba que pronto fuera enero. Luego pensaba en cosas tristes, como que no vinieran o no pudiéramos irlos a recibir y no saben el miedo que me daba. Entonces pensaba que era mejor imaginar cosas bonitas. Y así estuve pensando de las doce de la noche a las dos de la mañana, en que me quedé dormida."

Casi de forma mágica recuerdo la portada del libro. No la había traído a la memoria en años, puede ser que nunca antes. Son de aquellas remembranzas que te sorprenden pues pertenecen a la clase de recuerdos que parecen originarios, se manifiestan solos y rebeldes sin que uno los llame, no pertenecen a esos sobados largamente por la conciencia.

Googleo el libro, quiero encontrar la portada, no encuentro esa que acecha mi recuerdo. Llego al blog sobre literatura de una argentina. Allí está: una reseña casi magnífica de un "gran best-seller", en palabras de la bloggera. Una de las citas del libro de Erica Jong en el blog dice así:

"Había 117 psicoanalistas en el vuelo de Pan Am a Viena y por lo menos seis de ellos me habían tratado. Por otra parte, estaba casada con un séptimo."

Al menos la portada correspondía, Se parecía a otras llamativas como las de Sidney Sheldon, James Clavell y sí, la mente no me traiciona: se trataba de un best-seller. Leo otra de las citas y prometo buscarlo junto con los libros que espero encontrar en las librerías de la Avenida Corrientes, en Buenos Aires. Se sumará a otro best-seller de antaño: Las matemáticas de Nina Gluckstein. Lo leí casi adolescente. Esther Vilar elucubra una fórmula digna de la revista Cosmopolitan pero para mujeres intelectuales. La clave del éxito está en renunciar a la entrega total en el amor por medio de una ecuación matemática. En todos estos años lo he buscado en México, en la librería de mis padres, jamás lo encontré. Espero tener más éxito en el país de la autora y, una vez que lo lea, no ser presa de la decepción ni reencontrarme con la ingenuidad de una niña-mujer que lo leía por primera vez cerca de los doce años de edad.

Volviendo a las coincidencias hoy, 23 de octubre, mi amiga desde el kínder cumple cuarenta años un mes antes de que yo los cumpla. Hace unas semanas, mientras tomaba un café con otra amiga, me sorprendió otro de los recuerdos de la categoría 1, esos que parecen estrenarse por primera vez en la cabeza.

Tendríamos once o doce años, no más. No recuerdo cómo llegamos allá pero recorríamos solas el Palacio de Bellas Artes. Es extraño no sólo por la edad que teníamos sino también porque vivíamos en el recóndito sur, a un paso del canal de Cuemanco, donde el Periférico acababa en aquel entonces. Trato de recordar cómo llegamos, si en metro o en pesero. Quiero creer que nos llevó Hugo, el papá de Estrella, y que el pretexto no era nuestra sed de cultura sino algún trabajo escolar de la secundaria. Lo que sí recuerdo es que nos habíamos esmerado en acicalarnos. Llevábamos los tacones que a una joven de quince años se le pueden permitir aunque nosotras tuviéramos tres o cuatro menos. Fumábamos, por supuesto. Nos paseábamos como quien acostumbra recorrer esos pasillos de manera ordinaria.

Fuimos al entonces café del palacio y cada una de nosotras pidió un cappuccino para acompañar el cigarro número N de la jornada. Nos reíamos, soñábamos con nuestro futuro. No sé si Estrella me lo decía a mí o yo se lo decía a ella o ambas lo reforzábamos: “Imagina cuando sean nuestros cumpleaños y las dos estemos en lugares opuestos del mundo. Y la una le llame a la otra para felicitarla." Nos soñábamos exitosas, eso sí, por suerte nos ahorramos de soñar la sufridera que llegaría con la adultez. Y algo de eso está pasando ahora, casi treinta años después. Tuvieron que pasar todos esos años para que yo aterrice en unas horas en Argentina y le escriba a Estrella que, si mal no calculo, ahora estará en medio de los Redwoods californianos. Le escribiré, perpleja al haberme percatado lo que hace semanas volví a adivinar: parte de lo que soñamos está sucediendo.

Todo esto es también parte del conjuro. Hoy no me puedo morir. Y si sí, como ya lo he dicho hacia mis adentros o a unos pocos que se encontraban cercanos en aquellos segundos: Puede ser que después de esto ya lo pueda hacer en paz. Pero no puedo, hoy no quiero morir.