miércoles, 2 de noviembre de 2011

Miedo de volar



23 octubre 2011

Abro uno de los libros que traje al viaje mientras miro, distraída, la escena en la que se quedó la película que decidí no seguir en el interior de un avión rumbo a Buenos Aires.

Hace unos segundos que terminé el libro de Guadalupe Nettel. Todos somos, en mayor o menor medida, outsiders, trilobites. Leo el último párrafo y evoco a las personas que pensé me acompañarían para siempre. Me cuesta creer que ya no figuren en mi vida. Aunque lo intento, es duro el ejercicio de soltar, de fluir. La vida, como dice la canción, me ha dado sorpresas. Amigos de los que estuve separada por años, lustros, décadas, regresaron a mí. Otros, mientras tanto, se van.

Acto seguido, cierro las páginas del segundo libro que comencé a leer de una manera instintiva, para evitar un conjuro, una maldición. Sin tramarlo, he traído conmigo la carta que cifró mi destino. Aquella en apariencia última epístola dirigida a mis padres en la que mi madrina de bautizo les escribe sin saber que ya no los volverá a ver más pues en pocas semanas después de su redacción, morirá en un avionazo. Lo peculiar del momento es que justo lo abro a la mitad de un vuelo a la mitad de América, quiero creer; lejos del país donde me tocó vivir y rumbo al Cono Sur. Como destino final, el país vecino al que nací.

Cierro los ojos, me los cubro con el libro mismo. Éste habla de la mimesis y la alteridad. Aquí estoy yo, en medio de la América, arriba de ella, en el cielo, repitiendo un mantra. Parezco un judío que se aferra al Muro de los Lamentos. Pido, ruego a la carta que me salve de morir como mi madrina. En las páginas delgadas, azules, la tipografía de color rojo de una máquina de escribir talló las letras y las dejó palpables, como escritura braille. No sé si el paso del tiempo ha ayudado a hacer más táctil este efecto, si el roce del tiempo las ha vuelto aún más delgadas. En ellas, mi madrina Lourdes habla de que ya ha comenzado a volar el avión de mi padrino. Toma clases de vuelo una vez a la semana, se despierta a las 6 a.m. Sabe localizar puntos en el mapa y ya tiene nociones de radiocomunicación.

La avioneta se precipitará y chocará en el Ajusco con mis padrinos, su hija de meses y un piloto en su interior. No sé quién de los mayores piloteaba, jamás lo he preguntado.

Transfiero el hallazgo de la carta hallada a D. al querer librarme de la maldición. Como por suerte no me da mucha bola, comienzo a orar con la cara velada por las tapas del libro y la carta misma: “Madrina, donde quiera que estés, que esta carta sea una suerte de amuleto que me acompañe y me proteja. Que su fuerza y su capacidad guardiana se extienda a mis hijos; que cure la febrícula de mi hija pequeña quien no entiende por qué a la edad de un año ocho meses ha sido abandonada por sus padres sin previo aviso. Que los vuelva a ver, madrina, que las estadísticas de accidentes aéreos rindan su ejemplo en mi caso. Que el seguro de vida que la UNAM me obligó a adquirir jamás sea utilizado. Que no me sucedan calamidades, asaltos ni accidentes automovilísticos ni tropiezos con cáscaras de plátano ni caídas en las escaleras." Repito mentalmente como si estuviera vociferando un mantra hacia adentro y hacia fuera: OOOOOOMMMM.

La semana pasada tuve la idea primigenia de esta entrada. Iría más encaminada hacia el miedo de dejar el nido, la mezcla de recuerdos infantiles, entre ellos, uno de un libro situado en las repisas de una de las recámaras de mi entonces hogar. Era una casa llena de libros, en parte por tratarse de ser la vivienda de mis padres dedicados al negocio de las librerías. Más adelante, mi padre amplió los espacios y adaptó una bodega. Por la casa iban y venían libros como marejadas. A veces teníamos que caminar de puntitas el trayecto que iba del comedor a la sala. Mi madre odiaba que mi padre utilizara nuestro domicilio como bodega. Generalmente vencía y los libros se retiraban por un tiempo. Mis hermanos y yo aprovechábamos y, en ocasiones, tomábamos libros sin inventariar que nos llamaban la atención. Los escondíamos algunos días, pendientes de burlar el conocimiento de su hurto. Si mis padres cachaban que faltaban algunos, mágicamente aparecían de vuelta. Pero más de una vez los libros lograban quedarse en casa por siempre.

Había un libro en los anaqueles que me llamaba particularmente la atención. Se llamaba Miedo a volar de Erica Jong. No era el título lo que más me atraía sino la portada por demás kitsch: el torso desnudo de una mujer muy cerca de las alas de un avión. Jamás lo abrí a pesar de la inquietud que me provocaba. Ya mi padre me había dado un sermón ejemplar cuando me sorprendió leyendo a escondidas Calígula, disimulado entre las páginas de un libro empastado que recopilaba las cartas de los niños del mundo dirigidas a las Naciones Unidas. Probablemente el libro no llamó mi curiosidad lo suficiente como para abrirlo. Pero la semana pasada lo recordé a propósito de reencontrarme con la legendaria carta escondida en uno de los libros de nuestra ahora pequeña biblioteca propia. Cada vez que leo la carta de mi madrina no me deja de sorprender. Mi madrina no era escritora y, sin embargo, lo hacía muy bien. Parecía estar bajo los efectos de una iluminación. Hablaba lo mismo de sus primeras clases de vuelo que de la vida cotidiana y plana, la rutina con la nueva bebé, sus mañas, sus miedos más profundos, sus sueños, sus pesadillas, los recuerdos que la tenían unida a mis padres. En un fragmento de la referida carta escribe:

"Anoche pensaba cuánto faltaba para que se vinieran para acá. Imaginaba que faltaba mucho tiempo y veía el mes de enero como algo lejano, dentro de cuatro o cinco meses. Así lo sentía pero luego me puse a contar y el mes de enero será en menos de cuarenta días. Cuando descubrí que faltaba tan poco y que el tiempo se pasa volando, me dio una mezcla de gusto y rara emoción, como cuando alguna cosa nueva y bonita va a suceder como casarse, ir de viaje a un lugar lejano o tener un hijo. Me los imaginé ya aquí y empecé a planear cosas desde el momento en que los viéramos bajar del avión y recibirlos, y sentía que no me iba a alcanzar el tiempo para planear tantas cosas que quisiera tener listas para entonces, y más emoción y nervios me daban y hasta se me llenaban los ojos de lágrimas, y deseaba que pronto fuera enero. Luego pensaba en cosas tristes, como que no vinieran o no pudiéramos irlos a recibir y no saben el miedo que me daba. Entonces pensaba que era mejor imaginar cosas bonitas. Y así estuve pensando de las doce de la noche a las dos de la mañana, en que me quedé dormida."

Casi de forma mágica recuerdo la portada del libro. No la había traído a la memoria en años, puede ser que nunca antes. Son de aquellas remembranzas que te sorprenden pues pertenecen a la clase de recuerdos que parecen originarios, se manifiestan solos y rebeldes sin que uno los llame, no pertenecen a esos sobados largamente por la conciencia.

Googleo el libro, quiero encontrar la portada, no encuentro esa que acecha mi recuerdo. Llego al blog sobre literatura de una argentina. Allí está: una reseña casi magnífica de un "gran best-seller", en palabras de la bloggera. Una de las citas del libro de Erica Jong en el blog dice así:

"Había 117 psicoanalistas en el vuelo de Pan Am a Viena y por lo menos seis de ellos me habían tratado. Por otra parte, estaba casada con un séptimo."

Al menos la portada correspondía, Se parecía a otras llamativas como las de Sidney Sheldon, James Clavell y sí, la mente no me traiciona: se trataba de un best-seller. Leo otra de las citas y prometo buscarlo junto con los libros que espero encontrar en las librerías de la Avenida Corrientes, en Buenos Aires. Se sumará a otro best-seller de antaño: Las matemáticas de Nina Gluckstein. Lo leí casi adolescente. Esther Vilar elucubra una fórmula digna de la revista Cosmopolitan pero para mujeres intelectuales. La clave del éxito está en renunciar a la entrega total en el amor por medio de una ecuación matemática. En todos estos años lo he buscado en México, en la librería de mis padres, jamás lo encontré. Espero tener más éxito en el país de la autora y, una vez que lo lea, no ser presa de la decepción ni reencontrarme con la ingenuidad de una niña-mujer que lo leía por primera vez cerca de los doce años de edad.

Volviendo a las coincidencias hoy, 23 de octubre, mi amiga desde el kínder cumple cuarenta años un mes antes de que yo los cumpla. Hace unas semanas, mientras tomaba un café con otra amiga, me sorprendió otro de los recuerdos de la categoría 1, esos que parecen estrenarse por primera vez en la cabeza.

Tendríamos once o doce años, no más. No recuerdo cómo llegamos allá pero recorríamos solas el Palacio de Bellas Artes. Es extraño no sólo por la edad que teníamos sino también porque vivíamos en el recóndito sur, a un paso del canal de Cuemanco, donde el Periférico acababa en aquel entonces. Trato de recordar cómo llegamos, si en metro o en pesero. Quiero creer que nos llevó Hugo, el papá de Estrella, y que el pretexto no era nuestra sed de cultura sino algún trabajo escolar de la secundaria. Lo que sí recuerdo es que nos habíamos esmerado en acicalarnos. Llevábamos los tacones que a una joven de quince años se le pueden permitir aunque nosotras tuviéramos tres o cuatro menos. Fumábamos, por supuesto. Nos paseábamos como quien acostumbra recorrer esos pasillos de manera ordinaria.

Fuimos al entonces café del palacio y cada una de nosotras pidió un cappuccino para acompañar el cigarro número N de la jornada. Nos reíamos, soñábamos con nuestro futuro. No sé si Estrella me lo decía a mí o yo se lo decía a ella o ambas lo reforzábamos: “Imagina cuando sean nuestros cumpleaños y las dos estemos en lugares opuestos del mundo. Y la una le llame a la otra para felicitarla." Nos soñábamos exitosas, eso sí, por suerte nos ahorramos de soñar la sufridera que llegaría con la adultez. Y algo de eso está pasando ahora, casi treinta años después. Tuvieron que pasar todos esos años para que yo aterrice en unas horas en Argentina y le escriba a Estrella que, si mal no calculo, ahora estará en medio de los Redwoods californianos. Le escribiré, perpleja al haberme percatado lo que hace semanas volví a adivinar: parte de lo que soñamos está sucediendo.

Todo esto es también parte del conjuro. Hoy no me puedo morir. Y si sí, como ya lo he dicho hacia mis adentros o a unos pocos que se encontraban cercanos en aquellos segundos: Puede ser que después de esto ya lo pueda hacer en paz. Pero no puedo, hoy no quiero morir.

jueves, 6 de octubre de 2011

¿Nuevo miembro en la familia?



(Para Sofía y Julieta, mamás bloggeras)

Han sucedido muchas cosas desde la última entrada. Carlita renunció y, pese a que hice hasta lo imposible porque su salida no fuera melodramática, fue eso y más. Días después comenzaron a arderme las palmas de las manos. Pensé que se trataba del detergente, desacostumbrada como estaba de lavar platos y otras cosas incluso en fines de semana. Cuando la comezón fue aumentando, una de mis amigas me dijo que se trataba de una alergia nerviosa, algo llamado "soriasis". Para entonces las manos se me despellejaban, digamos que no se me caían a pedazos pero casi. Lo peor no fue eso sino el momento en que ligué los pedazos que a mi madre verdaderamente sí se le caían de sus manos en nuestra infancia. Mi mamá comenzó más joven con ese trastorno, tenía una vida más difícil en muchos sentidos. No vivía en su país, estaba lejos de su madre, sus hermanas, sus amigas. Estaba casada con mi padre, un machín prototipo de los '70s que se paraba de la mesa en el momento inmediato en que le decían que no había bolillos para acompañar la comida. Pero además, mi mamá era perfeccionista, obsesiva, nerviosa, estresada...un poco como yo. Luego de hacer el link con mi soriasis y la de mi mamá, el siguiente pensamiento que me asaltó (más bien, me torturó) fue que, claro, se trataba de una bienvenida adelantada de los cuarenta que se avecinan... el glamour de los cuarenta.

Hice varias cosas para la soriasis, tomé flores de Bach, me descolocó emocionalmente pero en fin, se trata del proceso normal de curación, me dicen. A las pocas semanas del abandono de Carla -que dejó de ser Carlita para siempre en nuestro imaginario familiar en cuestión de segundos luego de su salida de telenovela- llegó Yola. Vino a conocer la casa un domingo por la noche con dos amigas más. Traía el pelo pintado de rojo y eso, de entrada, me cayó bien. Para entonces Yola no sabía pero yo tenía una lista mental kilométrica de las cosas que, esta vez, no iba a permitir ni conceder. Necesitaba una real ayuda, alguien eficaz, eficiente, no sólo que me adivinara el pensamiento sino que se me adelantara a pensar. Así de complicadas somos las mujeres. Yola aparentó ser sincera y decir que había sido niñera en su último trabajo. Que le sabía más o menos a lo de la limpieza y otro tanto a lo de la cocina. Le dije que yo no buscaba una niñera. Anna acababa de entrar a la guardería y tenía hijos que disque ya se cuidan solos. Tengo dos preadolescentes en casa: uno de once y la otra de un año siete meses. Y como nadie es monedita de oro, menos yo y mi familia, le advertí de lo sui generis, disfuncionales e intensos que podemos llegar a ser, no con esas palabras, claro está. Yola, con muy buena actitud, quedó de llegar a la mañana siguiente.
Yola mostró ser en cuestión de horas no mejor que Carla sino mucho mucho peor, far beyond. Hasta las cosas más básicas como poner una mesa se le complicaban. Para mis adentros yo respiraba hasta cien, paciencia, paciencia. Comenzaban a picarme las manos. De la cocina ni hablamos, yo acostumbrada a nanas oaxaqueñas que confeccionan platos mexicanos tan bien como los chilenos. Que además de cocinar y limpiar, hacen disfraces, fabrican piñatas para los cumpleaños... supuse el triste fin: N-E-X-T. Lo peor fue una noche en que llegué a ver qué hacía Yola en la cocina. Partía jitomate y cebolla, muy mal partido, como era obvio. No me quise meter, sólo le pregunté que para quién pues supuse que alguien se lo había pedido: "Para mí, señora. Es que voy a cenar apenas". Le hice carita de ok, me dí la media vuelta y salí de la cocina. Acto seguido, un ruido apocalíptico, yo que giro y veo reflejadas llamas descomunales en la puerta de madera y uno de los gatos que sale corriendo despavorido. El ruido era el del sartén que había dado a parar al piso. No reparé en que Yola tuvo a bien hervir aceite en lo que cortaba las verduras y como corta a dos por hora, pues el aceite del sartén saltó en el momento de echar las verduras al fuego y la cocina se incendiaba.

En realidad no se incendió.

No pasó nada, de hecho, ni un trapo chamuscado. Pero por mi cabeza pasaron las peores escenas: Anna en su sillita, los niños cenando, esta chava con la cara deforme por las quemaduras. Le expliqué, por suerte no me enojé, lo que sucede con el aceite y otras sustancias calientes como mantequilla, azúcar, etc. Le dije que a partir de ese momento utilizaría las hornillas de la cocina sólo si estábamos nosotros. Al día siguiente mi querida Luci, la que solía ayudarme con los niños unas horas a la semana, se volvió la cocinera y la planchadora. Le pagaría por horas. Yola sería ahora la niñera.

No podía tomar una decisión precipitada, me iba en semanas a un viaje, dejaría a los niños solos por primera vez. Me ayudaría mi familia en muchos menesteres y, en cuestión de limpieza, es peor no tener nada que tener a alguien que haga lo mínimo indispensable. Pero mis insomnios y pesadillas regresaron ¿estaba yo acaso jugando con el bienestar de mis hijos?, ¿era peligroso tener a Yola en la casa?, ¿su ingenuidad se extendería a otros terrenos como la seguridad, la gente extraña que toca timbres, etc. etc., etc.? Por el otro lado se me cruzaban los cables con esta pinche filosofía de vida que nos cargamos: la educación como herramienta de cambio, este país necesita de solidaridad, vivimos en una sociedad apática y despreocupada por el que tenemos enfrente de nuestros ojos. Todo eso aunado a las culpas pequeñoburguesas: Yo estudio mientras otras trabajan para que yo pueda estudiar. ¿Me lo merezco? ¡La puta suerte!, ¿qué coños he hecho para merecerme más? No lograba yo enlazar la A con la B.

En uno de esos días en que no daba más con la lista ordinaria de pendientes, muchos como siempre, traté de relajarme. Llamé a Yola y pedí que se sentara a jugar con Anna. No lo podía creer. Yola era la persona más divertida y Anna se la pasaba bomba. Le leía hasta en inglés. Luego ya me contó que en las anteriores casas donde había trabajado existía una legión de servidumbre: desde guaruras y choferes hasta recamareras, cocineras, jardineros, etc. En ese momento pensé que la que me estaba haciendo un paro al ocuparse de casi todo en una casa donde viven cinco personajazos, era ella a mí y no yo a ella. En el pasado, Yola se ocupaba de los chavos de principio a fin y escuchaba todo, hasta las clases de inglés. Su pronunciación de "Cars" película con la que está obsesionada y pretende traspasar esa obsesión a Anna, es mejor que la mía por mucho.

De cualquier forma, yo seguía deprimida. D. se llevó a Tomás al TKD. Guido se quedó porque andaba enfermo sin ir a la escuela por dos días. Intenté relajarme y no pensar en lecturas pendientes, maljugadas de la vida, doctorado, tesis, economía, etc. etc. Me senté en el cuarto de los niños hombres sobre la alfombra y le propuse a Guido que jugáramos "Verdad o reto". Invité a Yola a que se sentara con nosotros y jugara también. Guido fue por una botella para establecer los turnos.

El primer turno le tocó decidir a Yola si me imponía una verdad o un reto. Ah caray, a ver qué se le ocurre. Decidió que "Verdad" y me preguntó: "A usted, señora, ¿qué es lo que la hace más feliz en la vida?"

¡No mames!, hace mucho que nadie me contactaba así, vaya, ni mis mejores terapeutas ni yo que me jacto de ser tan creativa. Tardé mucho, pero mucho en formular una respuesta de seguro bastante pendeja que olvidé en el minuto siguiente. Pero de que me descuadró, me descuadró. A los pocos turnos me tocó preguntar o retar a Yola. Le regresé la bolita: "Y a ti, Yola ¿Qué es lo que más te gusta en la vida?"

Ni tarda ni perezosa, Yola respondió, amplia y ancha, como si llenara el espacio del cuarto con su sola presencia: "A mí, señora, lo que más me gusta en la vida es bailar".

Puta madre, ¿en qué momento se me olvidó eso a mí?, ¿cuáles son mis prioridades?, ¿qué no era esa yo?, ¿no era yo la niña que jorobaba a sus padres con clases de ballet en lugar de teatro o pintura?, ¿no era yo la que sacaba libros de contrabando de la librería para aprenderme las cinco posiciones básicas de ballet, el arabesque y más jaladas en vista de que nada iba a conseguir con mis ruegos?, ¿no me salía yo al jardín de mi casa a ensayar mis mejores pasos con el volumen de la música a todo lo que daba si tenía una fiesta en puerta? ¿acaso no perdía yo pretexto o motivo para organizar festivales improvisados en la cuadra con motivo del Día del Padre, de la Madre, la llegada de unos primos y poder, así, poner los pasos de un numerito musical? Varios años después ¿No fui yo una de las organizadoras del baile navideño que cerró el año de mi último trabajo de oficina?. De ahí pasé al "¿hace cuánto no bailo?", "pero si yo bailaba hasta en los pasillos, en el coche con todo y que a mis hijos les doy ya pena ajena", "¿qué pasa conmigo?"

Al siguiente turno tocó que yo le impusiera una verdad o un reto a Guido. Y que le digo: "Órale chavo, ponte a bailar con Yola y que te enseñe unos pasos. Mira que lo que mejor se cotiza en el mercado son hombres que sepan bailar y llevar bien a las mujeres" Para entonces, Yola ya nos había relatado que lo que mejor se le da es la cumbia seguida del rock and roll. La salsa y la norteña, para su gusto van muy rápido. Menos mal porque puso a girar a Guido como pepita en comal. Él feliz pero la que no cabía en sí, vaya, nunca le había visto esa mirada, era Anna que hasta se paró para ser la siguiente.

Yola es de Veracruz y como su casa está muy lejos -ya saben, el día de camino clásico entre las dos horas que hace a la terminal, las diez horas a la ciudad más cercana de donde parte transporte cada cierto tiempo a su pueblo, otras dos horas-, no puede visitar a su familia todos los fines de semana. Me ha contado que por su casa había caballos y vacas pero ahora ya no hay ni burros. "Eso sí señora, es campo campo." Las gallinas de su familia se fueron muriendo de la enfermedad de las gallinas. Tenía una gatita pero la envenenaron.

Le pregunto: "¿Y cuándo bailas tú, Yola, si no vas a las fiestas de tu pueblo todos los fines?" Estúpida yo que sólo se imagina la vida de una manera. "Pues los domingos, señora".

Ahí va Yola, casi todos los domingos a un lugar donde el baile arranca desde las 10
a.m. a morir. Se va con tacones, la admiro. Supongo que el salón no le queda nada cerca.

Y pues con la noticia de que Yola no se va hasta que ella quiera o hasta que nos aguantemos mutuamente. Ya reorganizamos el asunto y yo haré mis sacrificios que a estas alturas, se me antojan bastante pocos. Todos, de hecho, hemos hecho un ejercicio de tolerancia mayúsculo: D., Anna, los niños, yo mera. Ayudo con los lunchs y preparo los desayunos, me levanto un poco más temprano, eso es todo. Yola ya toma flores de Bach para reforzar la memoria, el poder de concentración y atinar a tolerarnos a todos.

Y sí, decidí quedarme con la que me abrió los ojos. Pero sobre todo, porque no puedo evitar que me caiga rebien.

martes, 9 de agosto de 2011

Vacaciones



Todo comienza con el anhelo. Los días se dilatan de sólo evocarlo. No obstante, en un parpadeo se acercan hasta que esos que queremos, llegan: los días de vacaciones acariciados por tantos meses.
La carretera es un paraje disfrutable sólo para los adultos que, anteladamente, sufrieron de exceso de chamba previa, lo que no les impidió de armarse de una buena selección de música. Los niños cuentan las curvas, las montañas, las casetas y los zopilotes. Nos marean con su "¿cuánto falta?" cada diez minutos pese a las advertencias nuestras de no develar ninguna clase de información, a toda costa, ignorando cualquier porfía. Nuestra resistencia parece estar tan curtida como nuestras estrenadas arrugas, a veces, no siempre.
La noche previa, el sueño con retenes; la atmósfera de inseguridad que nos permea tras la última emisión de noticias, toda clase de recomendaciones para quienes osan viajar en carretera. La pesadilla fatal, imaginarse en el peor de los escenarios para saber qué hacer en dado caso. Pasan por mi intrincada cabeza desde llantas ponchadas hasta abusos de autoridad, vejaciones, violación y tortura.
Aunque me confieso no practicante-casi atea, no puedo evitar el tradicional rezo mental cuando los neumáticos de la Scénic se amarran a la autopista. Los niños se impacientan, quieren comprar revistas, papitas, rastrillos y cubetas con todo y que llevamos un par de cada uno de los aditamentos playeros en la cajuela. Ignoran aun, que la canción que oyen se les quedará grabada en la memoria. Regresarán a ella y a este viaje cada vez que la vuelvan a escuchar.
Llegamos al mediodía al soñado paisaje. Nuestra carne reluce en su palidez, insisto en sumir la panza, para el tercer o cuarto día ya no me importará más. Sólo queda la mitad del día, todos emprendemos esfuerzos máximos para sacarle el jugo, como si se tratara de un día completo. Hasta la bebé se emociona, se revuelca en la arena como si la conociera de siempre. Todo le parece maravilloso: el mar, los perros, la brisa. Pedimos una pizza y nos la comemos mientras contemplamos las olas desde una palapa; hacemos bromas, sacamos fotos, somos felices.

Segundo día
Tradicionalmente, el segundo día es uno nublado. Hay en nosotros una mezcla de incredulidad y de sentencia, un ave de mal agüero ¿Por qué en nuestras vacaciones?, ¿por qué si sólo hemos venido a la playa una sola vez en lo que va del año? Sumisión final, no queda de otra. Me unto galones de bronceador al recordar el fin de semana en el que me insolé durante un día más tirado al gris que éste. Las rodillas me quedaron arrugadas para siempre, cargo el rastro de aquella mini vacación desde que tengo quince. En aquel entonces, llevaba un peinado que ahora me hace recordar a Chewbacca. La carne de la cara se me desgarró en gruesos pellejos, parecía una alcachofa sin desgajar. La más impopular cuando lo único que deseaba en aquel entonces era, precisamente, lo contrario.

Por fortuna, los niños encuentran amigos en un par de segundos, no más. Se hacen amigos del capi, de los meseros, recuerdan sus nombres de pila desde el año pasado. Son tan amigueros como yo cuando era niña y les sacaba plática a los vecinos de mesa, de alberca, de enramada, de asiento de avión. Los dejo ser como también me dejaron ser a mí. Rara vez les llamo la atención, no parece que importunan sino todo lo contrario.
Aprovechamos lo nublado del día para que la bebé merodee, haga un castillo con los hermanos, meta los pies en las puntas de las agrestes olas del mar abierto. Ella cree que nada lo mismo en el mar que en la alberca, se quiere desafanar de nuestras manos que representan hasta ahora su único cobijo y protección. Yo platico con las mamás de los recientes amigos de mis hijos, se une D., comienza el recuento de las coincidencias, el número de conocidos en común. Para la noche, acompañados de sendos whiskies, tequilas y chelas, ya hemos establecido un claro panorama de la situación del país, hemos comprado tamarindos y sombreros, entre todos le hemos dado $50 de propina a un loco simpático que se hace pasar por salvavidas voluntario. Nos dice que no nos puede agasajar con "el Cristo" ni ninguna pirueta por lo picado del mar. El país está jodido, es como uno de los perros playeros que se ha quedado ciego luego de tamaña infección en los ojos. Detectamos desazón en las caras de los ambulantes playeros, más muros descarapelados y negocios cerrados que el año anterior. Si preguntamos a los empleados del hotel sobre la situación, ellos no hablan de crisis. "Así es en agosto, es por el clima". Se me antoja pensar que los tienen aleccionados, no vaya a ser que se corra el rumor y el año que venga esto sí esté realmente desolado. Hace un verano, tres, cuatro atrás, Pie de la Cuesta se encontraba infestado de turistas por estas mismas épocas.

Los estrenados amigos se van al día siguiente, intercambiamos nuestros datos. Por la noche, dejamos las toallas en la terraza y cae una tormenta que, lejos de secarlas, las inunda.

Tercer día

Ha salido el sol, todo fluye, casi no hay playa, el mar se la ha devorado. No sé cómo le voy a hacer pero prometo trotar esa misma tarde ya que por la mañana, el sol nos sorprendió pasadas las nueve a.m. Los niños conocen nuevos amigos, hacen castillos, minas y túneles; los amenazo, les explico que deben untarse más bloqueador. Anna parece un muñeco de nieve perdido en la playa gracias al FPS del 60. Los adultos estamos estreñidos, yo le echo la culpa a la falta de ejercicio. Aún así, todo me parece maravilloso, el día de hoy hemos comido excelente, a diferencia de los anteriores platillos, lugares y decisiones erradas. Me vale madres si me tomo más de una chela por día, le paro al recuento de las calorías, ya llegará el regreso al mundanal ruido y su consabido régimen de horarios y disciplina: estamos de vacaciones. Leo, reflexiono, saco conjeturas que me sorprenden, estoy de buen humor. Por la tarde, corro como me había prometido, las canciones del shuffle se enfilan una tras otra y me sorprende su sincronía. Miro los edificios descarapelados, en ruinas, los rostros de la gente, las redes improvisadas de voleibol y las porterías del futbol playero. A través de todos ellos, siento que huelo el México inexplicable y común a todos. Corro y lo hago muy mal, parece que me despeño de los montículos apenas amortajados en el débil horizonte de la arena.
La bebé tarda en dormirse esta noche. Comió muy bien a lo largo del día pero hizo el gran entripado al final pues amenazamos con "apagarla" cuando todavía le queda pila para rato. Ni modo, las luces se extinguen.

Cuarto día
Estoy en mi día irritable. Uno de los niños se insoló, la bebé amanece de pésimo hunor. Hoy no corre brisa y hace un calor del nabo. Me prometí un masaje para este día que ahora me parece excéntrico. Hoy no hay niños con quien jugar. Los míos se aburren y preguntan "¿qué hago, mamá?". Pero ¿qué acaso no hay suficientes opciones disponibles? Lee, nada, haz un castillo, duérmete, ¡son vacaciones!, deja de joder. Parece que nadie se da cuenta de que se trata de mi día cero. El volumen de las bocinas me parece de una insolencia espectacular. ¡Qué mal gusto musical tienen los dueños de este lugar! El "mi amor", "sí, corazón" dirigido a mis hijos ha sido sustituido por "Porque sí y te callas", "si no te sales de la alberca a la de tres..." Mis días susceptibles generalmente coinciden con la irascibilidad de Anna y la extrañeza de mi marido. Y, cuando llega mi simpleza, mi facilidad inusual de talante, chocan entonces con la intolerancia de él. En cuestión de hormonas no siempre nos ponemos de acuerdo. Cuando sucedió en los primeros días de sosiego, me dieron ganas de decirle que parecía que lo habían mandado a vacacionar al gulag de Siberia...en realidad no me quedé con las ganas y se lo dije. ¿Quién dijo que el mar, las vacaciones, lo curan todo?
Les pregunto a los niños si se quieren regresar y me dicen que sí. La bebé sólo quiere estar sumergida en agua pero los flotis que le compré no la mantienen a flote. Me arrepiento de no haber pagado los $600 del traje de baño con hule-espuma integrado a manera de lastre que, en su momento, me pareció excesivo. Me pregunto si opinaría lo mismo de las vacaciones si tuviera una casa en los Hamptons. Me siento culpable, sobre todo cuando recuerdo que soy de aquellas madres que recomienda cada vez que puede, contar sus bendiciones, voltear al lado y encontrarse con los niños que trabajan, lo jodido que es también, vivir de este lado del mundo. Es falso sentenciar: "En el mar, la vida es más sabrosa".
Mañana nos regresamos, para bien o para mal. Nuestro presupuesto dio para cuatro noches y cinco días en este hotel rústico venido a menos por la crisis. Mi hijo mayor me sorprende con sus detalles detectivescos al relatarme la historia y los chismes del hotel, el mal carácter de la dueña que todos los empleados -¡Ninguno mamá!, ¡ninguno dijo lo contrario!- dicen que tiene. Mis dos hijos mayores me recuerdan que les prometí una vuelta a caballo. Me duelen las vacaciones y el bolsillo. Ya no me parece la mejor idea cabalgar en esta estrechísima franja de playa al ver lo tieso y huesudo de los jamelgos. ¡Vaya!, hasta pensaba inaugurar la memoria de la pequeña con su primer paseo a caballo. Recuerdo el primero de los paseos de mi hijo el mediano. Tenía más o menos la misma edad de Anna, estábamos en la Marquesa, iba montado con su padre, luego de finalizada la mini excursión ayudé al padre a bajar al entonces bebé. Rechinó tan fuerte por bajarlo del caballo en contra de su voluntad y me tomó tan enérgicamente de las orejas, que sentí que me las iba a arrancar. Me sorprendió tanto su fortaleza como su naturaleza iracunda.
"Mañana nos regresamos", me repito. La vida de seguro tendrá sus mecanismos para salir de la marejada y adentrarse en la cotidianeidad. Nos sonríe la tradicional pasada por la cecina de 4 Vientos, ya me vale madres si a estas alturas se me ve panza o no. El siguiente viaje será uno internacional ¿me estaré quejando igual para entonces? No sé por qué pero me cuesta creerlo.

(Increíble pero cierto: Esta es la primera foto de nosotros cinco como familia. Ahora que edito este blog pienso que no serán mis hijos los únicos que rememoren estas vacaciones al oír ciertas canciones. Y cuando suceda, la nostalgia me anegará, de seguro).

martes, 26 de abril de 2011

No más... al menos hasta ahora o sólo por hoy.



La primera vez que entré a un consultorio psicoterapéutico fue después de los veinte años de edad. Era un consultorio donde existían distintos espacios y, supongo, de acuerdo al espacio que uno elegía, la dinámica de la terapia sufría sus adaptaciones. Un clásico diván y una zona donde sentarse en el suelo entre cojines hindús eran los principales. Tras pedirme mis generales, la terapeuta incidió: " Y claro, como tú te sabes más inteligente que el resto de los seres comunes que habitan este mundo..." Lo siguiente ya no lo recuerdo, no regresé más. Tampoco recuerdo su nombre pero sí el enterarme por terceros o por quien me dio sus referencias, que la primera terapeuta de mi vida se había suicidado años después.
Con la segunda duré un poco más pero tampoco tanto. Se llamaba Mili y me dejaba tareas para hacer en casa entre sesión y sesión. Recuerdo que uno de los ejercicios consistía en sacar cerillos de su caja, uno por uno. Una vez vaciada, debía meterlos y por cada cerillo, repetir: "Yo puedo más que esto." Mili después me contó que se trataba de uno de los ejercicios utilizados en logoterapia y que rememoraba las órdenes absurdas y las tareas humillantes que los nazis daban a los prisioneros en los campos de concentración. Los únicos que sobrevivían, según Mili, eran aquellos que los obedecían con la consigna mental y secreta que repetían cada vez que eso sucedía y que ahora se volvía el mantra del ejercicio. Luego de demasiados ejercicios que no surtían efecto, abandoné las citas semanales.
Con la tercera duré poco más de un año. Acudí con ella para una terapia medicinal-naturista. Angélica me dijo que también aplicaba acupuntara y daba psicoterapia. Me dio confianza. Angélica funcionó hasta el momento en que comencé a sentir que era yo la que debía de cobrarle a ella, pues se la pasaba contándome más cosas de su vida que yo. Nos hicimos amigas.
La cuarta fue la gran efectiva. Estaba desempleada, había tenido una pésima suerte en el amor, no podía concentrarme para acabar mi tesis de licenciatura y me sentía obesa. Vicky me convenció de hacer un viaje a Chile, mi tierra natal, pese a que yo me resistía ya que deseaba que mis abuelas, tíos y primos reconocieran a una María Paz simpática, exitosa y delgada en lugar de una devastada, deprimida y entrada en kilos. Me la pasé bomba. Me metí a una piscina pública con todos mis primos en Doñihue, una y otra vez me subí a la montaña rusa en un parque de diversiones de Santiago. Tiré a la borda la idea de hacer dieta desde que me subí al avión de ida y regresé idéntica pero feliz. Tuve charlas con tíos y primos que duraron hasta el amanecer. Las cosas más cotidianas se volvieron extraordinarias.
Después de dejar a Vicky, adelgacé, conseguí trabajo, me recibí, me inscribí a la maestría, me casé, tuve dos hijos, todo en ese orden. Antes de embarazarme del segundo, caí con Jenny. Con ella, los temas recurrentes eran mi reciente maternidad, el hastío que sentía, de pronto, me sofocaba; la relación con mi marido. No conseguí cambios radicales pero al menos las sesiones me servían a manera de desahogo a la vez que de pretexto para ausentarme de mis tareas maternales. En aquel entonces, esa cita era tan deseada como ir al supermercado en total soledad, tardarme horas enteras y llegar a la zona de cajas con el carrito repleto, en vilo, a punto de perder el equilibrio.
Nació mi segundo hijo, comencé a dar clases, regresé a la maestría. Luego de unos meses, mi marido quedó desempleado y tuve que dejar las clases para trabajar de tiempo completo. Dos años después decidí separarme. Comencé a ir con Antonio que insistía en que no me separara y siempre me llevaba a situaciones y terrenos que no me interesaba explorar. Era carísimo además. Su idea básica consistía en que yo podía tener la vida, las fantasías y los amantes "virtuales" que deseara en aras de mantener ese contrato previamente celebrado. Lo dejé por Susana, una brasileña encantadora que había estudiado filosofía y medicina china en los Estados Unidos de principios de los 70s, había sido guerrillera en Guatemala y también había vivido en Cuba, en la búsqueda incesante por mantener una utopía rota. Con Susana ibamos T-O-D-O-S. No era extraño que en el pasillo que daba a su departamento nos encontráramos amigos, hijos, parejas, ex parejas y amantes de las parejas. Llegué a imaginar un largometraje llamado "El club de Susana" en el que las historias de las relaciones de todos los involucrados se adivinaban y se entrelazaban a partir de las sesiones, pero me ganaron la idea los israelíes que inventaron In Treatment. Recién separada, con Susana iban también mis hijos para superar el trauma de la ruptura. A veces ella fungía de intermediario cuando de plano no podía ponerme de acuerdo con mi ahora ex. Gracias a ella pude acordar desde las horas y los días que nos tocaban los hijos hasta la cantidad económica asignada a manera de pensión sin tener que pasar por los lúgubres pasillos que representan los abogados, las demandas, los jueces y sus juzgados. De no ser por ella no sé en calidad de qué hubiera sobrevivido a esa etapa.
Susana tenía unos talleres de biodanza. Fui al primero animada con la garantía de que iba a salir de ese recinto curada, más que feliz, en un estado similar al que sobreviene el uso permanente de ciertas drogas. Me sucedió exactamente lo contrario. Lloré desde el inicio y a las cuatro horas seguía llorando. Salí llorando de ahí y no tuve mejor ocurrencia que aterrizar en casa de mi madre, de quien entonces me mantenía distanciada pues ella no estaba de acuerdo con mi separación. Me eché en su cama toda la tarde y solo ahí y así me calmé. Cuando le conté lo sucedido a Susana en la sesión siguiente, ella no dejaba de afirmar en un arrebato de completo éxtasis: ¡Pero qué maravilla!, ¡qué interesante! ¡El regreso al seno materno!
Años después, sin trabajo de nuevo, sin expectativas claras de la vida y en una nueva relación, decidí que de la era de Acuario ya había tenido suficiente. Me recomendaron una experimentada psicoanalista judía y argentina. Como ya había sido mi costumbre en terapias pasadas, rematé la primera sesión con el tema de los dineros, el hallarme sin trabajo y con dos hijos en un país que cada día pintaba peor. La psicoanalista respondió secamente: "Regrese la próxima semana. Luego hablamos de eso." A diferencia del resto de los terapeutas, ésta era un témpano de hielo, no se le movían ni las pestañas le contara lo que le contara. Supuse que el éxodo del exilio obligado de mis padres tocaría sus fibras más sensibles pero ni eso. En la siguiente sesión sucedió lo mismo. Me dijo al finalizar: "Vuelva la próxima semana." En la tercera yo no daba más con el asunto monetario. Me dijo lo que cobraba y multiplicó esa tarifa por el número de sesiones que hasta ese momento habían sido. Me dijo que, de continuar, proseguiríamos con una sesión semanal y luego, obligadamente, aumentaríamos a dos. No regresé. Sin lugar a dudas, prefería que mis terapeutas me abrazaran.
Más adelante fui con Michelle a que me hiciera Reiki. Jamás me teletransporté ni aluciné ni viví ninguna experiencia paranormal mientras otras y otros a quienes había recomendado con ella veían y sentían brotar flores dentro de sí mientras transcurría la sesión. De hecho, descansé con dificultad la mayoría de las veces. Una mente atribulada que jamás cesa de trabajar aunada a las más variadas expectativas era mi respuesta más lógica ante semejante frustración. Mi ex, bastante escéptico en todo lo que tiene que ver con todos esos temas, me contaba que de soltero le habían hecho reiki en una playa en la que pudo ver a su abuela y a su padre fallecidos. A las pocas sesiones me enteré de mi tercer embarazo. Michelle me dijo que en la anterior sesión había sentido al bebé. Yo sólo recuerdo que me había puesto una piedra clara en el bajo vientre y que algo, en efecto, había saltado por un breve instante. Fue algo similar a poner los dedos en una toma de corriente sólo que más sutil. Tomé un par de sesiones más, ahora por el bebé. Mis hijos primeros habían nacido en la generación de los niños índigo. Ese ser que entonces llevaba en el vientre, de acuerdo con los calendarios, las constelaciones, las profecías y lo que Michelle había investigado en torno a ellos, era un bebé "semilla."
Embarazada de cinco meses fui a una terapia de constelación con dos de mis mejores amigas. Era mi segunda, la primera había sido con mi ex marido a raíz de decidir separarnos. Las tres lloramos a moco tendido. Le pregunté a Daniela si podía recibirme como su paciente una vez a la semana. Mi problema era de otro orden. Me habían aceptado en el doctorado, había recibido un apoyo en coinversión para un proyecto y esperaba a mi tercer hijo. Me sentía ahogada, tan a la deriva como cuando no tenía trabajo. Mi problema ahora era la falta de tiempo para hacer tantas cosas.
Daniela solía trabajar con circulitos, triangulitos y cuadrados encima de un tapetito, los cuales representaban a cada uno de los miembros de la familia. Con esos ejercicios me hizo comprender que era mejor que yo durmiera del lado izquierdo de la cama en lugar del derecho al que habitualmente había estado acostumbrada, y que mi hijo menor se sentara a la mesa del lado derecho de mi nueva pareja y mi hijo mayor de frente a él. Fui con Daniela hasta que tuve tiempo y fuerza suficientes para movilizarme a los edificios Condesa con mi enorme panza.
El bebé nació. El año pasado apenas y tuve tiempo para respirar. Ahora me cuesta conciliar la teoría pura y dura y el hecho comprobado de que todo lo sólido se desvanece en el aire, con las buenas intenciones, los mantras, el tarot y la sincronicidad junguiana. Ya no voy a terapia. Corro casi todas las mañanas, hago yoga tres o cuatro veces a la semana y, cuando mis hijos tienen tkd y me es imposible concentrarme en la lectura con sus gritos, me escapo al gimnasio un piso abajo. Sumando lo que me gasto en un mes por hacer ejercicio apenas rebaso una sola de las cuotas por sesión de la afamada psicoanalista. Hasta ahora ha funcionado aunque siempre pienso: "Sólo por hoy."