viernes, 13 de febrero de 2009

Tomás de las Maravillas




A Franky.

Ayer mientras manejaba me acordé del siguiente escrito, el cual escribí hace poco más de tres años. En aquel entonces, la vida me vapuleaba, eso sentía yo hasta que pude quedarme en silencio y escuchar que, detrás del miedo, se encontraba la gran oportunidad de ser quien yo quería ser. Ayer también, alguien me lo volvió a recordar y por eso le dedico el siguiente relato escrito hace poco más de tres años desde el corazón.

Gracias F.

TOMÁS DE LAS MARAVILLAS

El embarazo trajo alas a la cabeza de mi madre. Cuando llevaba 7 meses de ingravidez con mi hermano mayor, mi abuela materna la llevó un domingo a encomendar el fruto de su vientre a la mismísima Basílica de Guadalupe. Mi madre, presa del fervor multitudinario, el olor a incienso y la comezón en el vientre turgente, con todo y que no se consideraba a sí misma, originalmente guadalupana, contectóse a la madre de todos los mexicanos y repitió una vez más el rito nacional por medio del cual unió a mi hermano con todas las generaciones predecesoras, atascadas de hombres y mujeres felices y tristes, mártires y cínicos, sufridores, tequileros, sumisos, libertinos, mariachis y culpígenos mexicanos. En resumen, prometió que si mi hermano nacía con bien, llevaría su nombre. Fue así como mi hermano mayor fue sumergido en la pila bautismal, con el nombre de Guido Guadalupe. Hasta ese momento, mis padres no habían reparado en que el primer nombre de origen teutón, significaba ¨líder¨. Lo encontraron meses después de desvelos, embelesos, pañales y arrullos interminables, en un diccionario de nombres propios. Fue así como a mi padre se le ocurrió también inaugurar el discurso bautismal de su primer hijo, de pie, frente a todos los invitados a la celebración, con la frase categórica: Guido, de quien algún día deseamos se convierta en un líder…un guerrero del amor. Cosa extraña: ¿casualidad quizás, que se juntaran en él, la noción de líder con el nombre, ahora suyo también, de la guía espiritual de todo un país?

En los nombres, diría Jodorowski, no existen las casualidades. Ejemplos de ello en mi familia son varios: Una de mis bisabuelas paternas se llama Esperanza Amelia. Una de mis bisabuelas maternas, viviendo del otro lado del casco terráqueo, fue bautizada en épocas simultáneas, también con el nombre de Amelia. Va otro: Mi abuela materna es chilena y se llama María Angélica. Una tía política de mi padre tuvo a bien, casarse con el tío sanguíneo de mi padre durante una misión diplomática en Santiago de Chile. Fortuito quizá, que fuera chilena y se llamara también, María Angélica. Va un tercero: Mi abuela paterna se llama Eleonora. A mi madre, mi abuelo estuvo a nada de llamarla así, de la misma manera: Eleonora. Pero por común acuerdo con mi abuela materna, la llamaron María Paz. Dice mi madre que en su nombre lleva la paz que le falta. No por nada, de pequeña, el resto de los locatarios del centro comercial donde mis abuelos tuvieron su primera librería, la llamaban María Terremoto…la imagino revoloteando como un torbellino, unas veces rosa, otras veces de mil colores que cambiaban en formas pixeleadas y caleidoscópicas, cruzar el umbral de las puertas de boutiques y cafeterías, ultramarinos y bancos, con la misma facilidad con la que lo hace Guido ahora, más de 30 años después…mi guía y hermano mayor.

Casualidades en los nombres y en la procedencia de las familias que se unieron para darnos vida a nosotros. Un día, mis padres cayeron en la cuenta de que nombraban a los orines humanos de la misma forma. No le decían pipí. Decían pichí. Mi madre rió sorprendida ¿Cómo es que le dices así si eso sólo lo saben los chilenos? Fue así como, adentrándose en los supuestos orígenes de la saga familiar, dieron con los huesos de ancestros paternos que descansan en el nódulo de parte de mi familia paterna: Ometepec Guerrero, ruta de paso rumbo a la fiebre del oro hacia California, donde muchos sureños, entre ellos varios chilenos, hicieron una parada supuestamente intermitente en esas tierras que luego cimbraron con ritmos y bailes nostálgicos que recuerdan a la Cueca pero que en la Costa Chica, los llaman ¨Chilenas¨, en honor a sus importadores. Va el último: Zapata es uno de los apellidos de la familia de mi padre. ¨ Nada tan chileno como un apellido Zapata ¨, exclamó mi abuela chilena al oírlo mentar por primera vez.

A mí me fue mejor con la repartición de nombres. El mío es más poético. Yo me llamo Tomás de las Maravillas con todo y que a mis padres se les olvidó recordarle al padre Carlos, repitiera en la pila bautismal, de la misma manera que lo hiciera dos años atrás, con el nombre de mi hermano Guido Guadalupe. Mi madre volvió a repetir la misma fórmula, esta vez en Puebla, con el vientre hinchado de nuevo y un niño a cuestas: mi hermano. En aquella ocasión, iba toda la familia, como todos los años, en procesión panatenaica, a comprar dulces poblanos a Sta. Clara y llevar a las más viejas de la familia: dos chochas nonagenarias, mi bisabuela Esperanza Amelia y mi tía bisabuela Carmen, a que visitaran al Milagroso Señor de las Maravillas. Mi madre, quizás no tan emocionada como la primera vez en que decidió invocar a los espíritus protectores en medio de una multitud cosmopolita; más movida que conmovida, por el celo de una tradición que ella misma había decidido iniciar; más consciente también, de los mitos que envuelven a la maternidad; tocada en esta ocasión por los apuros económicos, las ojeras y la realidad, que distaban mucho de las primeras tertulias psicoprofilácticas y los ejercicios visuales de ese primer embarazo donde se veía ella, enseñándole a sus hijos, los nombres de las estrellas, los colores jaspeados del horizonte y la lluvia matinal. En esta segunda ocasión mi madre ya sabía lo que era ser madre. Lo que se sentía en ocasiones, cuando se está más enamorada de un hijo que del hombre que se lo hizo y lo triste que era acostarlo, lamentándose de que faltaran tantas horas para verlo amanecer. Pero a la vez, lo corta que se le antojaba su libertad, la cantidad de metal que oía correr, como en los spots de la Lotería Nacional cuando el niño disfrazado de botones, le da la vuelta a la rueda. Y oír cómo esas monedas corrían y corrían en marejadas interminables, puertas afuera de nuestra casa. Decidir dejar el trabajo para quedarse con los hijos pero no tener dinero para comprar un helado en el parque. Tener el coche estacionado afuera porque faltaban escasos días para la quincena, y la gasolina. Tener que fingir demencia o temprana senilidad postparto ante los avisos de la educadora pues a mi hermano, hacía semanas que los zapatos le apretaban… Ir cada 15 días al pediatra. Y sin embargo, el milagro de la vida decidió repetirse. Mi madre fue tan valiente como para con todo y avisorar unos pocos años de premuras, pedirle a mi padre la embarazara de nuevo, ¨justo para que se llevaran dos años exactos¨. Mi hermano y yo nacimos en el mismo mes con dos años y días de diferencia. Fue mera cuestión de cálculo biológico. Mi madre supo sentir el día exacto de ovulación y ese día sucedió. 41 semanas después nací yo: Tomás de las Maravillas. En mi nombre no llevo quizás la fuerza de las hazañas futuras que de mi hermano esperan: ahora luchas con dragones, con enemigos imaginarios, mañana quizás combatir en nombre de una causa… ser el guía. En mí, como mi nombre lo dice, se volvió a repetir la maravilla del milagro; el milagro de la vida que es más fuerte que cualquiera; que cualquier súplica, que cualquier imprecación; que cantidad de legajos tumultuosos acumulados para dar fe a los milagros de tal o cual beato o santo y que son enviados a la Curia Romana para su validación. En mí, se repitió el milagro más grande del hombre.

¿Mi madre? Sigue con las alas puestas en la cabeza y en los ojos, en el corazón y en el alma. A veces no la vemos tanto como quisiéramos pero pasa y nos deja polvo plateado en las manos. Atrás quedaron los años de renuncia y pesares. Ahora es otra nuevecita. La misma pero nuevecita. Le vibran los ojos, le tiemblan de intensidad las manos y entre ella y nosotros pasan constelaciones iridiscentes. Las mismas que prometió nombrarnos cuando nos llevaba en su vientre. Ahora las nombra en silencio, para ella y para nosotros, susurrando quedito, en un lenguaje críptico que sólo ella, yo y mi hermano sabemos descifrar. Mi madre vuela. Se posa de pronto entre los dos, no siempre el tiempo que nosotros quisiéramos pero algún día nosotros volaremos igual y ella no quiere esperarnos desde ahora como toda una lista generacional de mujeres con sueños derribados. La escucho con su risa cantarina, su risa que se vuelve niña. Regresa la María Terremoto, se descubre a sí misma y no olvida quién ha sido desde siempre. Una amiga suya le decía hace tiempo: ¨La gente no cambia, tan sólo se encuera¨. Es ahora mi madre la que se quita los trajes de madre abnegada, de hija responsable, de mujer culpable. A ratos, la asaltan y la quieren volver a tener presa del disfraz. Pero ya no. Mi madre decidió quemarlos y volverlos ceniza.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bello escrito. Es un homenaje.