viernes, 6 de marzo de 2009
Justicia
1.
El lunes fui a una sucursal bancaria del otro lado de la ciudad para recoger los documentos que finiquitaban el pago de un préstamo a tres años. Llegué con la ejecutiva bancaria a las 8:30 a.m. quien me dijo que desde el 2006, año en que solicité el préstamo, se dejaron de extender pagarés a los deudores. La deuda estaba liquidada. Lo único que me dio en garantía fue una impresión de la pantalla donde se lee “Cuenta cancelada”.
Para obtener dicho préstamo, tuve también que comprometerme a pagar un seguro de vida durante este lapso. Le expresé a la ejecutiva mi interés en revocarlo. Ella me turnó a la línea del banco encargada de promover estos productos para dar cuenta de mi cancelación. Tras varios minutos de espera, en los que escuchaba la monótona grabación “Todos nuestros ejecutivos se encuentran ocupados, espere un momento por favor”, me responde una voz femenina que me pide unas claves al tiempo que indaga la razón por la que deseo rescindir el servicio. Le explico lo ya referido. Un extraño proceso de convencimiento se despliega al hablarme de las bondades del seguro por tan sólo una cantidad mensual irrisoria si se la compara con sus beneficios. A punto estaba de desistir de mi empresa cuando la voz femenina me dice que, en virtud de haber saldado la cuenta de forma oportuna durante más de dos años –en realidad, el banco la descontaba a la par del préstamo, sin preguntarme si me parecía o no–, me he hecho sujeto de una nueva cláusula: la del suicidio. Eso quiere decir que si decido atentar contra mi vida y tengo éxito, el seguro ampararía a mis beneficiarios con una cantidad fija depositada a lo largo de treinta meses. Decliné la oferta, sin lugar a dudas, aunque en el inter recorrí distintas formas accidentales y no-accidentales de morir, hospitales, ambulancias, paramédicos, médicos forenses y velatorios. Me sentí de pronto tan vulnerable. En mi código de barras no aparecían las leyendas “irrompible” o “inoxidable”.
2.
En el sitio donde suelo correr, una loca se aparece por lo menos una vez a la semana. Esta loca es, como muchos de los locos que merodean las calles y otros espacios públicos, una loca bastante cuerda. Se viste de manera estrafalaria –mallas de colores debajo de medias negras de red, prendas fosforescentes e incombinables– y mientras se ejercita, despotrica en contra del mundo. Vocifera hacia su público que a veces la escucha y otras la ignora. Critica a los güeritos y güeritas alzados, a los que manejan Hummers y a las que tienen casa en el Pedregal o en Las Lomas; a los "licenciados", como ella los nombra de forma sardónica, y a los políticos. Hay días en que la loca amanece más enojada que de costumbre. Grita más fuerte para que todos la escuchen, hace aspavientos con los brazos. Una mañana, mientras hacía mis ejercicios de estiramiento a su lado, susurró en mi oreja izquierda: “Me cagan las ñoras”.
La loca se ha vuelto un personaje reconocible de la pista de trote. Uno a quien la mayor parte evade mientras otros tantos se burlan de ella. Una loca que es chocante para todos aquellos que se reconocen en sus supuestas calumnias. Escucho a la loca que se ha vuelto el eco de lo que pasa por nuestra mente. Digo que es bastante cuerda pues sólo se deben tener dos dedos de frente para entender que el discurso de quien es considerada una desequilibrada, habla de la injusticia, la corrupción, la maldad, la superficialidad y nuestra indiferencia colectiva ante ello.
Al menos dos veces por semana, abandono la pista y subo al cerro. Dejo atrás el ruido externo y me conecto con el propio. Mi acto de transmutación es transpirarlo en las subidas cuyo horizonte no se vislumbra, en las que las pisadas me fallan y el movimiento de la cadera se vuelve más lento. Es, generalmente, el momento en el que exorcizo mis demonios, cuando recuerdo los acuerdos contractuales y los tácitos, aquellos que ya expiraron, otros cuya fecha de caducidad desconozco, si su fin está a la vuelta de la siguiente curva o me acompañarán hasta el día en que deje de existir; los que deseo que permanezcan, los que no están bajo mi control. No tengo las agallas de la loca para acompañarla en su denuncia. Tampoco creo que tendré jamás las agallas para hacer uso de la cláusula que mencionó la voz femenina por el teléfono. Por suerte, las cosas tampoco han estado así de oscuras. Yo sólo corro la mayoría de los días. Cada que la vida no irrumpe con lo impredecible, subo al cerro o doy vueltas al circuito lo más rápido que me es posible. Esa se ha vuelto mi propia suerte de catarsis.
3.
A la medianoche del martes sonó el teléfono. Era mi hermano menor desde el hospital para avisarme que habían llevado a mi madre luego de dos días de malestares intermitentes. A las dos horas llama mi otro hermano para avisarme que mi madre ingresaría al quirófano al amanecer del miércoles. Los médicos tan sólo alcanzaban a decir que se trataba de un cuadro delicado dada su edad; una apendicitis que ya podría haberse tornado en peritonitis o en una implosión de un divertículo intestinal. Duermo mal en la noche que se suponía estaba destinada para recuperarme de las dos noches anteriores en las que tampoco pude dormir. La mañana me sorprendió insomne. Dejé a los niños en el colegio. En el camino al hospital recordé mi extraña cita bancaria. Para cancelar el seguro de vida, me pedían una serie de respuestas clave como mi fecha de nacimiento, la dirección a la que llegaba mi cuenta, el nombre de mis beneficiarios. En esta última, tardé en responder. Reflexioné en voz alta mientras la voz femenina me escuchaba del otro lado. Descarté la posibilidad de que aparecieran mis hijos como los acreedores al ser menores de edad. Mencioné el nombre de su padre. La voz femenina me respondió que no, que hiciera memoria. Pronuncié entonces el nombre de mi madre y así, pude cancelar el contrato.
La miro ahora, rendida en su cama ortopédica, con mil años encima. Acaricio su blanda mano y contemplo en sus pliegues, las primeras pecas que anuncian la vejez.
PS: Hubo un día en que la loca amaneció iluminada. Extrañamente, vestía de negro. Se colgó de un barrote y permaneció cual chango con la cabeza vuelta hacia el piso. Conversaba con Dios murmurando casi en silencio. Le preguntaba sí, sobre la injusticia, sobre el hambre, sobre el afán de respuestas no concedidas, pero lo hacía de una manera distinta, intentando apaciguar el ruido interno para reconocer al menos un eco. También le recordaba y le agradecía a Dios, lo mucho que la quería, lo feliz que se sentía cuando, como en aquel día, los rayos del sol la alcanzaban.
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