A casi dos semanas de la más reciente inauguración de la Bienal de Venecia, sorprende el silencio de los medios, sobre todo nacionales, en torno a la segunda ocasión en que México tienen un pabellón sólo para sí. La anterior fue enlucida por Rafael Lozano-Hemmer pese al catastrófico inicio que fue revestido por la sentida muerte de una de las figuras más importantes del arte contemporáneo: su curador, Príamo Lozada. Recuerdo haber ido al homenaje que le hicieron In Memoriam en el Laboratorio Arte Alameda, recinto que tuvo a bien fundar. A Príamo lo conocí muy poco, fue con motivo del evento de apertura de la universidad donde doy clases. Me sorprendió su calidez pero, sobre todo, la elegancia al hablar, al moverse; sin exagerar, al pestañear. Nunca antes me había visto y, sin embargo, me trataba como si fuéramos viejos conocidos. Hablamos de las instalaciones que había tenido a bien curar para aquel día y no sé de qué más. Por eso fui con orgullo a despedirlo a su lugar. Desde entonces llevo amarrada a mi muñeca la cinta de tela de uno de sus últimos eventos artísticos –Plataforma, en Puebla– como un estigma de buena suerte. A partir de aquel día tengo la extraña ilusión de que algo del talento de Príamo me acompañará para llevar a cabo las empresas que tanto deseo.
Pero éste sólo es el preámbulo de lo que realmente quiero escribir hoy. Valientes como Príamo hay pocos. Dos de ellos son los que le siguieron a la par de todo su equipo: Teresa Margolles, la artista y Cuauhtémoc Medina, su curador. Dicen que el catálogo del pabellón es una joya. Yo quisiera conocer de cerca todas las aventuras que acompañaron a este proyecto, al que se le cerraron puertas, decreció numerosas veces en presupuesto, tuvo mil y un vericuetos. Sin embargo, helo allí. No será tan plástico como el checo ni tan ocurrente como el escandinavo; tampoco tan ambicioso como el de Estados Unidos, megaproducción a la Hollywood que le apostó, sin lugar a dudas, a los cuarenta años de carrera de Bruce Nauman. No es que no le apostara a ganar alguno de los premios. Sin embargo, pareciera que, luego de la mala suerte con la que inició nuestra presencia oficial en Venecia, Margolles y Medina le apostaron, sin querer, al anonimato.
Conocidos míos arriban de la Bienal. Con el corazón encogido nos relatan su experiencia. No sé si aquel día amanecí muy emocional pero la piel se me eriza cuando los escucho, siento el nudo en la garganta, comparto sus sueños utópicos de huir y construir una comuna en un paraje clandestino. Al compartir lo anterior con mis alumnos, me sorprende el hecho de que muchos están igual que yo: sobrecogidos y trastocados al escuchar de nuevo sobre alguien de la que ya habíamos hablado en sobradas ocasiones; cuyo trabajo expusieron para obtener alguna calificación. Qué bien que no se queden sólo con lo “estético”. Esta pieza, por desgracia, habla de lo que sucede en su terruño aun cuando los medios, el Estado, los empresarios, se resistan a atenderlo. Revisamos la escasa cobertura que se ha acumulado en los recientes días. Gran parte de los textos proceden de páginas en Internet. Se trata de una réplica del boletín de prensa. Nadie es capaz de emitir un juicio. Los comentarios de los blogs son casi todos puntas de lanza hacia la artista. Apenas este fin de semana apareció uno de los textos más decorosos sobre la pieza: el escrito por Carlos Aranda Márquez para Reforma. Habrá que esperar a la difusión del catálogo para leer los textos magistrales del mismo Medina, Ernesto Diezmartínez Guzmán, Élmer Mendoza, Antonio Escohotado y Mariana Botey. Desconozco si es el de Diezmartínez o el de Mendoza pero es el texto de uno de ellos quien, asentado en Culiacán, narra la forma despiadada en que su plácida vida provinciana ha cambiado en estos últimos años. Dice que en Culiacán la cantidad de balazos que irrumpen la cotidianeidad es equivalente a la suma de claxons de cualquier día de la semana en el DF. Pero sus hijas ya no se asustan, es más, reconocen la proveniencia y la cercanía. Han llegado a azuzar su oído con tal eficacia que son ellas quienes calman al padre. “No te preocupes, ese último provino de tal o cual región de la colonia. No pasará por aquí.”
Huelga decir que la pieza se enfrentó en un concurso y ganó gracias al comité evaluador que con valentía y responsabilidad decidieron a favor de la misma y así, enfrentaron sus consecuencias. La primera fue el retiro de la jugosa ayuda económica que La Colección Jumex siempre proporciona a dicha empresa. Le siguieron despidos laborales de los directivos involucrados, amenazas a los equipos que operaban en Ciudad Juárez, Culiacán y otras ciudades, a Margolles misma, de nueva cuenta. La artista siempre viste de negro, anteojos incluidos. Sorprende su sentido del humor, su arrojo al defender sus proyectos. Sin embargo, detrás de esa imagen a la underground se adivina una mujer vulnerable, frágil en su luto permanente.
Cabe agregar que la obra de Margolles no es necrófila, tampoco amarillista, mucho menos escatológica, ni qué decir moralista. No acusa al narcotráfico como culpable directo. Acusa a la violencia descarnada como recurso principal de ambos bandos. Los especialistas refieren que se habla de la muerte como una posibilidad estética. Yo agregaría que, hoy por hoy, nos guste o no, el arte también es un mecanismo para cobrar conciencia. Quienes presenciaron los días posteriores a la inauguración vieron desfilar a los visitantes multinacionales del pabellón, enojados algunos, incrédulos los más. Muchos de ellos abandonaban las salas arrasados en lágrimas.
Los highlights de lo que ha derivado un espectáculo similar al Festival de Cannes fueron, en esta ocasión, los premios que Yoko Ono y John Baldessari recibieron, el estreno de la megacolección de Pinault en el palacio que le costó una fortuna, Bruce Nauman, el simulacro del coleccionista ahogado en una piscina. Sólo encontré una imagen del pabellón mexicano y fue en el NY Times. Es la que aparece al inicio de esta reflexión, resulta escasa pero cobra sentido cuando sabemos que quien trapea el piso puede ser un familiar de las víctimas de esta guerra sin cuartel, llevado por la misma Teresa Margolles a petición suya para abandonar el país de forma definitiva luego de haber visto correr tanta sangre. Cobra sentido cuando nos enteramos que el líquido con el que lo hace es esa misma sangre, la de quienes murieron, casi todos inocentes.
¿De qué otra cosa podríamos hablar?