domingo, 31 de octubre de 2010

San Antonio el Grande



En pocas ocasiones he logrado organizar visitas extramuros con mis alumnos de Historia del Arte. Además de una ida a Teotihuacán la primera vez que dí clases en mi vida, no recuerdo haber salido del DF.

Para este semestre, mis ambiciones no iban más lejos de visitar alguna iglesia ortodoxa ubicada en la ciudad. Googleé algún directorio existente en la red, dí con una cercana ubicada en la Col. Roma. Al responder el teléfono, el Padre Ignacio me comentó que, además de dicha iglesia, tenían un monasterio camino a Querétaro, cercano al poblado de Jilotepec. Me sorprendió la idea. ¿Un monasterio ortodoxo en México? Confiésome una ignorante al respecto.

Conseguimos transporte de la escuela. Llegamos con todo y un chofer que manejaba el camión de pasajeros como si fuera el Ferrari protagonista de una película de Bollywood... Corrijo: como si fuera un chofer mexicano cualquiera, acostumbrado y dispuesto a burlar baches, cilindros, semáforos en rojo, y camiones o trailers de igual o mayor tamaño. Tuve que pedirle de la manera más atenta posible, que dejara de hablar por celular mientras hacía todo lo anteriormente descrito, ora sí que por mi hija Anna de escasos meses con quien fui a la visita, y por su presunto hijo cuya fotografía se hallaba dispuesta entre el volante y el espejo retrovisor.

Conocí al Padre Ignacio, hombre sirio, oriundo de Damasco, de grandes ojeras y ojos profundos, quien me introdujo al Abad del monasterio y a un tercer sacerdote que parecía todo menos llevar una vida de ascetismo. No recuerdo el nombre pero sí sus medidas: más de 1.80, fornido, el pelo cortado al ras de la nuca, una barba de candado bien cuidada que contrastaba con las barbas ralas de los otros dos sacerdotes; edad cercana a los cuarenta y cinco en el mejor estado posible de conservación, tez aceitunada, llevaba lentes oscuros y vestía de negro al igual que sus compañeros pero sin llevar la túnica monacal. El tercero en discordia no hablaba una gota de español a pesar de llevar dos años y a diferencia del perfecto español del Padre Ignacio luego de nueve en México. Se encargaba, entre otras cosas, de vender el shanklish que esta microcomunidad produce con la leche de un grupo de vacas que pastaban en los alrededores. Para ser precisa, parecía haber emergido de un film del Medio Oriente; un personaje salido de los films de Kiarostami o el miembro de un grupo de lucha palestino.

De San Antonio el Grande, lo único que semeja por fuera al casco de un templo ortodoxo, son las cúpulas doradas en forma de cebolla similares a las del Kremlin o a las de la catedral de Nuestra Señora de Kazan, en Moscú. El monasterio en sí, lo constituye un edificio de una sola planta digno de la arquitectura vernácula mexicana: aluminio en las molduras de las ventanas, piso de pedacería de mármol en ciertas áreas y de congoleum en otras; muebles sin identidad, resultado de las donaciones que hicieron posible la erección del inmueble, eclécticamente distribuidos a partir de un criterio azaroso.

Tras una tierna presentación del padre Ignacio en la que nos explicó gran parte del sentido de la iconografía ortodoxa con ayuda de una presentación en powerpoint que hizo por motu propio, tocó conocer el interior de la iglesia de San Pedro el Grande, erigida en el 2006 y para la que encomendaron a un grupo de pintores rusos que viajaron desde su país hasta Jilotepec a fin de seguir todos los preceptos explicados en el powerpoint. En la cúpula mayor que corona el altar, el Pantocrator. En la franja inmediata inferior, los doce apóstoles y, en el perístilo, los pasajes más emblemáticos de la vida de Jesucristo. Al lado izquierdo del altar, los apellidos de las familias donantes: Chedrahui, Atala, Kuri, Nazif, por mencionar algunos.



La pintura no recordaba a la hallada en Hagia Sophia. De hecho, constituía una extraña mezcla de la iconografía bizantina habitual, con aires occidentales, resultado de la emulación que la pintura rusa hizo de la academia francesa desde tiempos de la Corte de Catalina la Grande, más un extraño acento kitsch que la actualizaba y recordaba las ilustraciones de los panfletos que distribuyen los testigos de Jehová. Todo estaba pintado en colores vivos en la gama de los pasteles más el inconfundible uso iconográfico del dorado por esta derivación del cristianismo desde el cisma que dio su nacimiento como culto alternativo. Desacostumbrados a ello, nos parecía una iglesia alienígena trasladada a los confines del mundo en tiempos apocalípticos. Además de los tres padres, la población del monasterio también comprendía una pálida monja vestida de oscuro, a quien vimos merodear en una ocasión como un fantasma errabundo por los exteriores de lo que constituía la vivienda, más dos seminaristas a quienes nunca vimos.

Me despedí del Padre Ignacio quien momentos antes había invitado a los alumnos a cortar las peras de un gran peral cercano a las vacas que pastaban. De pronto, al contemplar la mesa dispuesta con agua de limón y galletas para todos nosotros, la arcaica computadora en la que el padre expuso su presentación, las bolsas de shanklish empacadas para todos aquellos que querían llevarse una a su casa, me percaté del siguiente hecho: nuestra pequeña agrupación había logrado romper la monotonía monacal de los habitantes de dicho lugar. Me sentí mal al ver los ojos enmarcados por las grandes ojeras de esos tres sirios, contemplar nuestro camión alejarse de su singular retiro. Me hubiera gustado ser lo suficientemente arriesgada e inocente como para subirme al peral en medio de las vacas, tirarme en el pasto y comer shanklish en compañía del padre Ignacio.

No hay comentarios: