martes, 26 de abril de 2011

No más... al menos hasta ahora o sólo por hoy.



La primera vez que entré a un consultorio psicoterapéutico fue después de los veinte años de edad. Era un consultorio donde existían distintos espacios y, supongo, de acuerdo al espacio que uno elegía, la dinámica de la terapia sufría sus adaptaciones. Un clásico diván y una zona donde sentarse en el suelo entre cojines hindús eran los principales. Tras pedirme mis generales, la terapeuta incidió: " Y claro, como tú te sabes más inteligente que el resto de los seres comunes que habitan este mundo..." Lo siguiente ya no lo recuerdo, no regresé más. Tampoco recuerdo su nombre pero sí el enterarme por terceros o por quien me dio sus referencias, que la primera terapeuta de mi vida se había suicidado años después.
Con la segunda duré un poco más pero tampoco tanto. Se llamaba Mili y me dejaba tareas para hacer en casa entre sesión y sesión. Recuerdo que uno de los ejercicios consistía en sacar cerillos de su caja, uno por uno. Una vez vaciada, debía meterlos y por cada cerillo, repetir: "Yo puedo más que esto." Mili después me contó que se trataba de uno de los ejercicios utilizados en logoterapia y que rememoraba las órdenes absurdas y las tareas humillantes que los nazis daban a los prisioneros en los campos de concentración. Los únicos que sobrevivían, según Mili, eran aquellos que los obedecían con la consigna mental y secreta que repetían cada vez que eso sucedía y que ahora se volvía el mantra del ejercicio. Luego de demasiados ejercicios que no surtían efecto, abandoné las citas semanales.
Con la tercera duré poco más de un año. Acudí con ella para una terapia medicinal-naturista. Angélica me dijo que también aplicaba acupuntara y daba psicoterapia. Me dio confianza. Angélica funcionó hasta el momento en que comencé a sentir que era yo la que debía de cobrarle a ella, pues se la pasaba contándome más cosas de su vida que yo. Nos hicimos amigas.
La cuarta fue la gran efectiva. Estaba desempleada, había tenido una pésima suerte en el amor, no podía concentrarme para acabar mi tesis de licenciatura y me sentía obesa. Vicky me convenció de hacer un viaje a Chile, mi tierra natal, pese a que yo me resistía ya que deseaba que mis abuelas, tíos y primos reconocieran a una María Paz simpática, exitosa y delgada en lugar de una devastada, deprimida y entrada en kilos. Me la pasé bomba. Me metí a una piscina pública con todos mis primos en Doñihue, una y otra vez me subí a la montaña rusa en un parque de diversiones de Santiago. Tiré a la borda la idea de hacer dieta desde que me subí al avión de ida y regresé idéntica pero feliz. Tuve charlas con tíos y primos que duraron hasta el amanecer. Las cosas más cotidianas se volvieron extraordinarias.
Después de dejar a Vicky, adelgacé, conseguí trabajo, me recibí, me inscribí a la maestría, me casé, tuve dos hijos, todo en ese orden. Antes de embarazarme del segundo, caí con Jenny. Con ella, los temas recurrentes eran mi reciente maternidad, el hastío que sentía, de pronto, me sofocaba; la relación con mi marido. No conseguí cambios radicales pero al menos las sesiones me servían a manera de desahogo a la vez que de pretexto para ausentarme de mis tareas maternales. En aquel entonces, esa cita era tan deseada como ir al supermercado en total soledad, tardarme horas enteras y llegar a la zona de cajas con el carrito repleto, en vilo, a punto de perder el equilibrio.
Nació mi segundo hijo, comencé a dar clases, regresé a la maestría. Luego de unos meses, mi marido quedó desempleado y tuve que dejar las clases para trabajar de tiempo completo. Dos años después decidí separarme. Comencé a ir con Antonio que insistía en que no me separara y siempre me llevaba a situaciones y terrenos que no me interesaba explorar. Era carísimo además. Su idea básica consistía en que yo podía tener la vida, las fantasías y los amantes "virtuales" que deseara en aras de mantener ese contrato previamente celebrado. Lo dejé por Susana, una brasileña encantadora que había estudiado filosofía y medicina china en los Estados Unidos de principios de los 70s, había sido guerrillera en Guatemala y también había vivido en Cuba, en la búsqueda incesante por mantener una utopía rota. Con Susana ibamos T-O-D-O-S. No era extraño que en el pasillo que daba a su departamento nos encontráramos amigos, hijos, parejas, ex parejas y amantes de las parejas. Llegué a imaginar un largometraje llamado "El club de Susana" en el que las historias de las relaciones de todos los involucrados se adivinaban y se entrelazaban a partir de las sesiones, pero me ganaron la idea los israelíes que inventaron In Treatment. Recién separada, con Susana iban también mis hijos para superar el trauma de la ruptura. A veces ella fungía de intermediario cuando de plano no podía ponerme de acuerdo con mi ahora ex. Gracias a ella pude acordar desde las horas y los días que nos tocaban los hijos hasta la cantidad económica asignada a manera de pensión sin tener que pasar por los lúgubres pasillos que representan los abogados, las demandas, los jueces y sus juzgados. De no ser por ella no sé en calidad de qué hubiera sobrevivido a esa etapa.
Susana tenía unos talleres de biodanza. Fui al primero animada con la garantía de que iba a salir de ese recinto curada, más que feliz, en un estado similar al que sobreviene el uso permanente de ciertas drogas. Me sucedió exactamente lo contrario. Lloré desde el inicio y a las cuatro horas seguía llorando. Salí llorando de ahí y no tuve mejor ocurrencia que aterrizar en casa de mi madre, de quien entonces me mantenía distanciada pues ella no estaba de acuerdo con mi separación. Me eché en su cama toda la tarde y solo ahí y así me calmé. Cuando le conté lo sucedido a Susana en la sesión siguiente, ella no dejaba de afirmar en un arrebato de completo éxtasis: ¡Pero qué maravilla!, ¡qué interesante! ¡El regreso al seno materno!
Años después, sin trabajo de nuevo, sin expectativas claras de la vida y en una nueva relación, decidí que de la era de Acuario ya había tenido suficiente. Me recomendaron una experimentada psicoanalista judía y argentina. Como ya había sido mi costumbre en terapias pasadas, rematé la primera sesión con el tema de los dineros, el hallarme sin trabajo y con dos hijos en un país que cada día pintaba peor. La psicoanalista respondió secamente: "Regrese la próxima semana. Luego hablamos de eso." A diferencia del resto de los terapeutas, ésta era un témpano de hielo, no se le movían ni las pestañas le contara lo que le contara. Supuse que el éxodo del exilio obligado de mis padres tocaría sus fibras más sensibles pero ni eso. En la siguiente sesión sucedió lo mismo. Me dijo al finalizar: "Vuelva la próxima semana." En la tercera yo no daba más con el asunto monetario. Me dijo lo que cobraba y multiplicó esa tarifa por el número de sesiones que hasta ese momento habían sido. Me dijo que, de continuar, proseguiríamos con una sesión semanal y luego, obligadamente, aumentaríamos a dos. No regresé. Sin lugar a dudas, prefería que mis terapeutas me abrazaran.
Más adelante fui con Michelle a que me hiciera Reiki. Jamás me teletransporté ni aluciné ni viví ninguna experiencia paranormal mientras otras y otros a quienes había recomendado con ella veían y sentían brotar flores dentro de sí mientras transcurría la sesión. De hecho, descansé con dificultad la mayoría de las veces. Una mente atribulada que jamás cesa de trabajar aunada a las más variadas expectativas era mi respuesta más lógica ante semejante frustración. Mi ex, bastante escéptico en todo lo que tiene que ver con todos esos temas, me contaba que de soltero le habían hecho reiki en una playa en la que pudo ver a su abuela y a su padre fallecidos. A las pocas sesiones me enteré de mi tercer embarazo. Michelle me dijo que en la anterior sesión había sentido al bebé. Yo sólo recuerdo que me había puesto una piedra clara en el bajo vientre y que algo, en efecto, había saltado por un breve instante. Fue algo similar a poner los dedos en una toma de corriente sólo que más sutil. Tomé un par de sesiones más, ahora por el bebé. Mis hijos primeros habían nacido en la generación de los niños índigo. Ese ser que entonces llevaba en el vientre, de acuerdo con los calendarios, las constelaciones, las profecías y lo que Michelle había investigado en torno a ellos, era un bebé "semilla."
Embarazada de cinco meses fui a una terapia de constelación con dos de mis mejores amigas. Era mi segunda, la primera había sido con mi ex marido a raíz de decidir separarnos. Las tres lloramos a moco tendido. Le pregunté a Daniela si podía recibirme como su paciente una vez a la semana. Mi problema era de otro orden. Me habían aceptado en el doctorado, había recibido un apoyo en coinversión para un proyecto y esperaba a mi tercer hijo. Me sentía ahogada, tan a la deriva como cuando no tenía trabajo. Mi problema ahora era la falta de tiempo para hacer tantas cosas.
Daniela solía trabajar con circulitos, triangulitos y cuadrados encima de un tapetito, los cuales representaban a cada uno de los miembros de la familia. Con esos ejercicios me hizo comprender que era mejor que yo durmiera del lado izquierdo de la cama en lugar del derecho al que habitualmente había estado acostumbrada, y que mi hijo menor se sentara a la mesa del lado derecho de mi nueva pareja y mi hijo mayor de frente a él. Fui con Daniela hasta que tuve tiempo y fuerza suficientes para movilizarme a los edificios Condesa con mi enorme panza.
El bebé nació. El año pasado apenas y tuve tiempo para respirar. Ahora me cuesta conciliar la teoría pura y dura y el hecho comprobado de que todo lo sólido se desvanece en el aire, con las buenas intenciones, los mantras, el tarot y la sincronicidad junguiana. Ya no voy a terapia. Corro casi todas las mañanas, hago yoga tres o cuatro veces a la semana y, cuando mis hijos tienen tkd y me es imposible concentrarme en la lectura con sus gritos, me escapo al gimnasio un piso abajo. Sumando lo que me gasto en un mes por hacer ejercicio apenas rebaso una sola de las cuotas por sesión de la afamada psicoanalista. Hasta ahora ha funcionado aunque siempre pienso: "Sólo por hoy."

1 comentario:

El horrible gato negro dijo...

Ufff... pues el que más me impresionó fue Antonio!! Así habrá visto a su madre el pobre hombre!!! tan desesperada, desesperanzada, que se inventó unas técnicas para manejar la castración!!!! jajajajaja...
Oye, me parece interesantísimo tu recuento de loqueros en la vida... yo tengo larga lista también! pero ahora, como dices, también estoy comenzando a dar clases de flamenco para "abrir el chakra 1" y evitar perderme en el abismo de las elecciones personales!